El cuatro de septiembre, don José Giral transfiere la presidencia del Gobierno a Largo Caballero. Las cosas van mal, muy mal. El enemigo está en Talavera de la Reina. La presencia de Largo Caballero en el Gobierno es acogida con entusiasmo indescriptible. Las milicias desfilan delante de él, vitoreándole y prometiéndole hacerse matar antes de retroceder. La remoción del Gobierno rehace la moral que andaba alicaída. Largo Caballero tiene fe en sí mismo. Se considera con ánimo para vencer de la situación, que es muy difícil. Con la presidencia del Consejo toma sobre sí la responsabilidad de la cartera de la Guerra. Encomienda a Prieto la de Marina y Aviación; a Negrín, Hacienda; a Álvarez del Vayo, cuya fidelidad a la posición política del nuevo presidente es absoluta. Estado, y a Ángel Galarza, Gobernación. Los tres últimos ensayan por primera vez sus capacidades ministeriales. Prieto, con quien tengo ocasión de cambiar unas palabras, me hace saber que teme la actividad de Vayo en Estado. La gestión en ese Ministerio la reputa ardua y delicada, desconfiando del tacto de Álvarez del Vayo, a quien tiene en concepto de ligero. Esa estimación es corriente. Son muchos los que auguran mal de nuestros negocios diplomáticos. Mi personal opinión sobre Álvarez del Vayo es puramente periodística. Le conozco y le juzgo como hombre del oficio, sin decidirme a adelantar ninguna opinión como ministro. Recuerdo únicamente que su conducta como embajador en México fue generalmente alabada, si bien entonces entre los socialistas no se habían producido las disensiones que nos iban a llevar a descalificamos mutuamente. Más chocante es todavía el nombre que Caballero ha elegido para Gobernación. Galarza es un republicano de ayer, que como tal desempeñó la Dirección General de Seguridad, y que, por una de aquellas basculadas de la política republicana, no fue ministro después de darse como segura su designación y de haber recibido el interesado anticipadas felicitaciones de sus amigos. Entre los veteranos madrileños, Galarza no contaba ninguna simpatía; antes bien se le miraba con malos ojos. Faltaba la explicación de por qué lo había elegido Largo Caballero. Todas las suposiciones eran feas, pero por lo mismo, falsas. Era más legítimo admitir que Largo Caballero, que ambicionaba triunfar de las inmensas dificultades que le cerraban el paso a la victoria, elegía sus colaboradores con tino, prescindiendo de consideraciones accesorias. Para el periódico, aun sin contar la preponderancia de los socialistas en el Gobierno, el punto de vista no podía cambiar: gubernamental. Las diferencias pasadas, cualquiera que hubiese sido su violencia, estaban canceladas por la guerra. Todo lo que podíamos desear es que los triunfos del nuevo ministerio nos proporcionasen ocasión de hacer una corona de laurel a su presidente. ¿Por qué no habíamos de alcanzar esa dicha? Después de todo, Largo Caballero, sobre la sinceridad de cuya pasión jamás se podrá abrir debate, conservaba ante las masas sus cualidades de mito y su pathos había comenzado por operar el milagro de un renacimiento difícil del entusiasmo colectivo. Era, en el interior, un buen comienzo. ¿Cómo se veía desde fuera su ascensión al Poder, dada su etiqueta de socialista de izquierda? Las reacciones del exterior, sin sernos indiferentes, contaban menos para nosotros que los problemas del interior. La moderación del gabinete republicano de Giral no nos había aportado el menor beneficio en materia internacional. No teníamos, pues, ningún motivo para olvidar, por esperanzas extranjeras, las conveniencias nacionales. La fuerza que Largo Caballero representaba era legítimo que fuese aprovechada.
El enemigo estaba, el dato es importante, entrando en Talavera, evacuado por nuestras tropas antes de tiempo, a causa de las terribles confusiones que determinaban las tormentas de miedo. En una de las habitaciones del Ministerio de Marina dormía su cansancio de la carretera de Talavera, por donde había andado la noche, arriesgando la vida, don Juan Negrín. Había ido, como intérprete de un agregado militar, que ocultaba esa condición bajo tarjeta de periodista, al cuartel de Salafranca. Con los viajeros participó en la excursión el comandante La Iglesia. Negrín llevaba una orden para Salafranca, del ministro de la Guerra, Saravia. El periodista debía ser cuidadosamente informado de la situación del frente. Los viajeros encontraron a Salafranca agotado y deshecho. No sabía dónde estaban sus tropas, ni dónde las del enemigo. Carecía de enlaces. Daba una penosa impresión de hombre que, no sabiendo qué hacer, se entrega sin disputa ni resistencia a la fatalidad.
Negrín, que iba acreditado como oficial de enlace, se dirigió a Salafranca y le hizo conocer la orden del ministro. El militar, en el cénit de su asombro, irritado porque al ministro se le ocurriera mandarle un periodista extranjero a quien informar en aquel trance apurado, respondió con cierta sequedad:
—No tengo tiempo de explicar la situación.
Negrín lo tomó aparte y, violando la orden, que era de guardar absoluto secreto en cuanto a la naturaleza y calidad del periodista, aclaró:
—Se trata de un oficial de Estado Mayor de una nación amiga.
Salafranca comprendió; pero nada podía hacer por ilustrar al visitante. Estaba sin enlaces, en una confusión inmensa, que aumentó con un bombardeo terrible que había iniciado el enemigo. Se presentó un motorista y anunció que la carretera a Madrid había sido cortada por la caballería mora. Las fuerzas propias retrocedían sin orden, arrojando al suelo los fusiles. Se mandó de nuevo al motorista a comprobar si la noticia era exacta. Cuando regresó, el informe era más tranquilizador. La carretera estaba expedita. Era una milicia en retirada la que había hecho correr la noticia, aumentando con ella el pánico de las demás. Renunciando a ser informados, los viajeros se volvieron a Madrid. En el camino necesitaron defender el coche contra los que, aspeados de sus caminatas, trataban de asaltarlo. Llegaron a la capital a las cinco de la mañana. Negrín se fue a dormir al Ministerio de Marina. No vio a nadie, no pudo hablar con nadie. Se acostó, con más fatiga moral que cansancio físico. De seguir las cosas como iban preveía para pronto la presencia del adversario en Madrid. Se durmió para un sueño breve. Varios amigos, que le buscaban afanosamente, dando al fin con su paradero, le despertaron. Eran Jerónimo Bugeda, Ramón Lamoneda y Manuel Cordero. Le dieron la noticia de la crisis y de la formación del Gobierno de Largo Caballero, en el que se le reservaba la cartera de Hacienda. Negrín reaccionó con viveza:
—La constitución de ese Gobierno es peor que si hubiese caído Getafe en poder de Franco, No conozco mayor disparate, considerado nacional e internacionalmente. ¿Es que se busca resueltamente que se pierda la guerra? ¿Se trata de un desafío a Europa? Con mi personal colaboración que no se cuente. No me considero con ninguna competencia para dirigir la Hacienda.
Apelaciones de los amigos al patriotismo.
—Es un momento difícil, y todos estamos en la obligación de ayudar a superarlo. No le queda más remedio que aceptar la designación. La lista del Gabinete está a punto de hacerse pública, si es que ya no ha sido divulgada. Desde luego, la conocen muchas personas. Es forzoso que acepte. ¡Forzoso!
—Es el Partido quien ha dado su nombre. La disciplina le obliga.
—¡Cuernos! ¡No se pueden hacer las cosas peor. Un ministerio de socialistas y comunistas! ¿Es que nos negamos a darnos cuenta de que nuestra guerra no es puramente nacional, sino que tiene un carácter eminentemente internacional?
La conversación se alarga y al final Negrín, rendido, acepta, y pasa a regentear un ministerio para el que tiene más preparación de la que podía suponérsele, y en el que hará operaciones que le valdrán, ya presidente, en la Lonja de Valencia, momentos antes de la sesión de Cortes —Vicente Uribe y yo, testigos— la felicitación entusiasta de Prieto. Negrín, por este tiempo de su iniciación ministerial, pasa por ser un secuaz de Prieto, y a ese título parece admitido a la responsabilidad de ministro. Su personalidad, superior en muchos órdenes a la de sus nuevos colegas, no es conocida de casi nadie. No se hace necesario explicarla. Es un subalterno. La figura preponderante es la del nuevo presidente. Largo Caballero, quien por mutaciones sucesivas ha pasado de un clima sindical moderado a una crepitante y extrema temperatura política, grata a los comunistas. Con limitaciones y defectos, el antiguo obrero estuquista es una fuerza positiva y, por lo común, imperiosa. Recuerdo que como hubiese de pronunciar un discurso en el Cine Pardiñas un día que estaba en Madrid Ostrovski, que gestionaba el reconocimiento de los Soviets, invité al gestor ruso a que acudiese a escuchar a Largo Caballero. Lo hizo con gusto, y como le preguntase su impresión, la concretó en dos palabras: «Una fuerza». Más antiguo es el juicio de García Quejido, tipógrafo, parigual de Iglesias en bastantes aspectos, que se incorporó al movimiento comunista cuando se produjo la escisión en el socialismo español, quien siempre que necesitaba buscar a Largo Caballero en la Mutualidad Obrera, interrogaba a los funcionarios con la misma frase: «¿Está el sargento?». La fuerza de Largo Caballero, con su don de mando, convenía bien al momento.
Todo iba a la deriva. En materia de organización, poco era lo que se había adelantado. El enemigo progresaba por el Centro sin encontrar resistencia. El abandono de Talavera representaba una catástrofe. El Alcázar de Toledo, donde los sitiados seguían resistiendo nuestros ataques, suponía para los militares insurrectos una llamada sentimental que no podían desoír. Se esforzaban por acudir con tiempo en su auxilio, tanto por el heroísmo de sus colegas como por la significación de casa solariega que para todo militar tiene el Alcázar toledano, domicilio de la Academia de Infantería. Renovado el entusiasmo de las milicias, se endurecieron los ataques contra el edificio que construyese Covarrubias, secundado por González de Lara y Villalpando, en el que la artillería, reforzada, hacía menos daño del que deseaban los artilleros. Sin embargo, sufrió mucho. El fuego y los disparos abatieron las torres, desde una de las cuales los sitiados hacían mortal fuego de ametralladora. La plaza de Zocodover quedó arruinada. El espectáculo era tristísimo. Todas las consideraciones sentimentales quedaban olvidadas ante la imperiosa necesidad de acabar con aquel foco de terca y demencial resistencia. Largo Caballero fue, personalmente, a Toledo, animando con su presencia a los combatientes de la República. Al comienzo de su gestión le hubiese ido bien aquella primera victoria que, desgraciadamente, no le sería acordada, El Alcázar estaba todos los días para caer. Los sitiados, que se habían encerrado con mujeres y niños, se reducían al lugar más angosto y disminuían su ración alimenticia, pero no abdicaban su voluntad de defensa. El gobernador de la plaza, Moscardó, recordaba en los trazos fundamentales, a ser cierto lo que refiere Pérez Galdós, al defensor de Gerona. Sin piedad para los desfallecidos, se negaba a atender las súplicas de las mujeres y los niños, muchas de ellas atraídas al Alcázar con engaños y todas retenidas contra su voluntad. La debilidad de los varones la corregía a tiros. Algunos guardias civiles que, enloquecidos por la idea de morir, intentaron ganar la salida, decididos a entregarse a los asaltantes, fueron muertos al poner por obra su proyecto. El espíritu del Alcázar tenía exaltadas las virtudes militares de Moscardó y de cuantos prolongaban su autoridad. Recios, indiferentes al final, con muy escasa confianza de ser socorridos, resistían. Se hizo intervenir a dos diplomáticos para invitarles a la rendición. En la breve calma acordada a las armas, se pudo oír la voz débil, pero no vacilante, del jefe de los sitiados:
—Para tratar de la rendición, diríjanse al Gobierno de Burgos.
La respuesta tenía una dignidad caballeresca. Los soldados del Alcázar no eran libres de rendirse ni con unas ni con otras condiciones. Su deber de obediencia les imponía el de seguir resistiendo. Allá su Gobierno, el suyo y no otro, si juzgando de lo estéril de su sacrificio pactaba su rendición. Siendo orden, la obedecerían, pechando con las consecuencias. Se cerró la pausa y las armas reanudaron el fuego. La réplica del interior era pobre. Se avivaba, sin embargo, al menor intento de asalto. La situación privilegiada del Alcázar consentía una defensa eficaz. La reciedumbre de su fábrica lo hacía inexpugnable. ¿De dónde sacan para subsistir?, nos preguntábamos. Las respuestas eran muy variadas. Se suministraban —se dijo— por pasadizos secretos que daban a la ciudad. Vivían de los grandes depósitos que en previsión del asedio habían hecho. En uno y otro caso, la existencia de agua y víveres tocaba a su fin. El hambre, en alianza con el horror, causaba víctimas que, para que no pudriesen el aire, eran arrojadas, por la noche, al Tajo. Todo cierto o todo fantástico, los sitiados prolongaban indefinidamente su resistencia. Las piedras se resquebrajaban; algunos sillares se iban al suelo, y la entereza de los hombres seguía incólume. Por encima de todo rencor, por sobre la catástrofe de la guerra, el espectáculo de aquella resistencia tenía una grandeza épica, de la que como españoles podíamos ufanarnos. Ese reconocimiento se hacía en secreto o en intimidades muy cerradas, que con descaro y en público era peligroso confesarlo. ¿Cómo vencer de aquella tenacidad? Se pensó en minar el edificio y en hacerlo volar, pero el Alcázar no es un edificio para ser minado. Había que aplicar las minas con un sentido estratégico. Víspera de estas operaciones extremas, se accedió a que los sitiados pudiesen oír una misa y comulgar. El padre Vázquez Camarasa, con un pañuelo blanco, entró en el edificio. En medio de un silencio solemne, dramático, dijo la misa más angustiosa que ha celebrado sacerdote alguno.
A sus rodillas, las mujeres, mostrándole sus hijos, le pedían la vida. Un clamor de súplicas y de quejumbres derrumbaba las fuerzas de su alma. Intercedió por esas vidas cerca de Moscardó, pero el militar se negó a escuchar al religioso. No podía hacer nada. Tenía que cumplir hasta el último instante con su deber. El sacerdote, autorizado para hacerlo, garantizaba que las mujeres y los niños serían respetados, sin que existiese el temor de que les alcanzara represalia alguna. Moscardó, a presencia de sus oficiales, negaba que estuviese en su mano acceder a lo que se le pedía. Como la pugna se prolongase, uno de los oficiales le cortó en seco:
—Todo está dicho, padre. No habrá una sola persona que abandone el edificio como no sea muerta o vencedora.
Las palabras del oficial tenían un acento áspero y tajante. Quien las había pronunciado, como Moscardó y sus compañeros, tenía ojos de fiebre en un rostro sucio de pólvora. El uniforme, roto por muchos lados, estaba en la mayor pobreza. El padre Vázquez Camarasa se hizo cargo, mirando a aquellos hombres, abrazados a su causa con fortaleza de titanes, de que su capacidad de convicción era nula. Rezó por las mujeres, por los niños y por los hombres, lleno el pecho de hervor de congojas, y el pañuelo blanco en los ojos, guiado por un oficial, abandonó el Alcázar. Cuando salió era unos años más viejo. No dijo nada. No habló con nadie. Se encerró en sí mismo y en la intimidad de su cuarto, las rodillas en las baldosas, siguió rezando por aquellas criaturas sobre las que, de un momento a otro, la muerte iba a caer en tromba. Los reventozanos de las minas comenzaron a conmover la ciudad, sin que sus efectos sobre el Alcázar fuesen los esperados. Por tan seguros se tenían, que los diarios de la noche, sabedores de que las mechas serían encendidas, dieron en firme, con alardes tipográficos y la indicación periodística de «última hora», la noticia de la toma del edificio, con extinción de toda resistencia. La tal victoria no pasaba por ser una victoria de redacción.
En Toledo, capital, la situación seguía siendo la misma, y donde acaso era diferente, con daño para los republicanos, era en Toledo, provincia. Asensio, a quien Largo Caballero confió la jefatura militar de las fuerzas del Centro, luchaba en condiciones de inmensa desventaja contra el adversario, a quien daba audacia e ímpetu una moral de victoria. El general «organizador de derrotas», como más tarde le llamaron los comunistas, no podía hacer más de lo que hacía: disminuir el paso de avance de los sublevados dando tiempo para que terminase el asedio de Toledo, que entretenía una masa considerable de combatientes, y se organizase, en lo posible, la defensa de Madrid, que necesitaría resistir. Los defensores del Alcázar seguían tiesos. Se proyectaba el asalto de la fortaleza. Para realizarlo había que entrar en ella a la brava, desafiando un fuego de ametralladoras y yendo a embestir a quienes las servían para apoderarse de las máquinas. Cubierto este primer riesgo, en el que forzosamente había de perecer medio centenar de hombres, la lucha en el interior de los sótanos se reduciría mucho y no podría prolongarse demasiado. Dada la orden de asalto, los voluntarios que se ofrecieron para hacerlo remontaban los primeros inconvenientes hurtando el cuerpo a las balas; pero se detenían, como por la mano del espanto, ante la primera dificultad seria, hasta que, demudado el color, regresaban a los parapetos, aquellos parapetos toledanos, abigarrados y extraños, hechos con veladores de café, sillas y colchones. Tantas veces como se recomenzó la operación, se quedó a medio camino. Algunos voluntarios que tenían más ánimo, al avanzar solos, caían acribillados a tiros. Como si se tratase de encubrir aquellos fracasos, los cañones tronaban más violentos y las descargas de fusilería se hacían más espesas. Pero ya estaba claro que con esas agresiones a las paredes del edificio los sitiados no estaban dispuestos a rendirse. El Alcázar de Toledo fue una pesadilla de muchos días. En él habían encallado los impulsos de la República, sin que el esfuerzo de Largo Caballero, que interesaba con apremio aquella victoria, fuese suficiente a ponerlos en franquía. Las cosas seguían mal, mal. Ahora la indecisión corría de nuestra cuenta. El Alcázar nos tenía subyugados y más parecíamos los sitiados que los sitiadores. Aquel mismo periodista que Negrín había acompañado como traductor al cuartel de Salafranca, asistido ahora, para los mismos oficios, por Marcelino Pascua, no acertaba a explicarse la pusilanimidad de nuestras armas.
—Como este asedio no termine pronto, seguirá haciendo la ventosa sobre las fuerzas del Centro y no tardarán en tener al enemigo a las puertas de Madrid, después de haber conquistado Toledo.
El periodista, sobradamente especializado en cuestiones militares, sabía lo que se decía. En sus palabras iba implícito un consejo, que o no se pudo o no se quiso poner en obra. Con Largo Caballero el asedio se había formalizado. La indisciplina había sido atada corta y ya nadie abandonaba el parapeto porque esa era su comodidad y su gusto. El cerco era un cerco. Fuera de él, en la ciudad, las cosas marchaban de diferente manera, y aun cuando Toledo, por su situación geográfica, con la hoz tremenda del Tajo, consentía una defensa perfecta, el avisado recibía la impresión de que no sería defendido. El turismo militar y la inconsciencia que habíamos conocido en Madrid se habían trasladado a la ciudad imperial, y seguía haciéndonos de las suyas.
Había para desesperarse. Con tanta mayor razón cuanto que en el Norte habíamos perdido Irún. Muy lejos de Madrid estaba la villa guipuzcoana, pero no por eso era menos aflictiva una derrota que nos disminuía la frontera con Francia. Largo Caballero recibió esa plaza, muerta. Se perdió, aun cuando su pérdida se conociese después, el mismo día que tomó posesión de sus cargos. La contienda, de muchos días, fue durísima y la plaza hubiese resistido en su defensa si no se hubiese agotado, materialmente agotado, la munición. La que pudo llegar por Francia, no llegó. A la victoria de Mola contribuyeron, en larga medida, los aduaneros franceses, que con unas y otras artes interceptaron la llegada del vagón ferroviario que las contenía, consintiendo en cambio que arribase a su destino cuando los rebeldes eran dueños de Irún. Los republicanos agotaron hasta el último cartucho. Soportaron los ataques de la aviación que, después de bombardear la villa, ponía en juego las ametralladoras. Mientras se disponía de cartuchería conllevaban con el menor temple todas las vicisitudes. El heroísmo báquico de las tamborradas de San Marcial, con los fusiles de madera, se había cambiado por la verdad trágica de aquella tamborrada de sangre, de la que se sentían satisfechos teniendo a raya a los carlistas. A sus gritos respondían con gritos, a sus descargas con descargas e Irún, tan alegre en la fiesta, como grave en el combate, seguía ondeando bandera republicana. Hasta que hueros los fusiles, los irundarras no tuvieron más que sus gritos para replicar al fuego de los carlistas y necesitaron abandonar su pueblo, de magnífica tradición liberal y volteriana, replegándose hacia el puente internacional, arrojando las armas al agua, y buscando asilo contra la muerte en tierra francesa. Irún, pieza clave del Norte, clausuraba el comercio con Francia. En lo sucesivo, el abastecimiento de las Vascongadas, de Santander y de Asturias necesitaría ser hecho por mar, por un mar discutido, donde el España, vejestorio macizo, acechaba sus presas fáciles. La conducta de los republicanos de Irún no ha tenido las loas que merece. Se tomará por metáfora lo que es verdad rigurosa: que no rindieron la plaza hasta que los fusiles se les quedaron vacíos y las pistolas, de no poder hacer fuego, frías.
¡Aquellas descargas inútiles de Toledo! Pena y disgusto daba su recuerdo con la emoción fresca de cuanto nos habían relatado los supervivientes de las batallas de Irún. Cuando esos amigos llegaron a Madrid, nuestras descargas continuaban golpeando las paredes del Alcázar. Su toma, reiteradamente notificada por los periódicos, no influía, pese a la buena intención de los periodistas, en la marcha de los sucesos. Esa marcha seguía siéndonos desfavorable. Largo Caballero estaba llamado a conocer, sin perder la fe en sí mismo, sin repliegue de su voluntad, las consecuencias de la indecisión de las milicias paradas frente al Alcázar toledano, que era en la zona de Franco un norte luminoso hacia el que, con el ejército, se habían puesto en peregrinación conmovida todas las voluntades facciosas. Esplendente y luminosa, aquella fortaleza en peligro les atraía con magnetismo poderoso. Para hacer frente a todo ese movimiento físico y moral, Asensio sólo disponía de su pistola reglamentaria y de unas milicias que, sin transición, por rachas, pasaban del heroísmo al susto y del susto al heroísmo, abandonando el terreno, cuando tenía defensa, y pegándose a él, cabeza y cuerpo al descubierto, en las planicies indefendibles. Y con su pistola, que en más de un momento pensó llevarse a la frente y hacer fuego, Asensio respondía a la confianza que Largo Caballero le había hecho, para no retirársela en ningún momento. Unidos abandonarían el Ministerio de la Guerra; unidos y con el mismo mal sabor de boca.