¿Qué era, entre tanto ruido de armas y excepcional violencia, de don Manuel Azaña? Siempre que me acordaba del presidente de la República me lo imaginaba hundido en una desesperación infinita. El destino se ha cebado en él, poniéndole a presenciar, cruzado de brazos, desde la silla más alta del régimen, la enconada pelea de unos españoles con otros, en la que se iban muriendo pedazos enteros de España. Su responsabilidad por lo sucedido es inmensa, se oye; su inocencia es absoluta, aseveran personas de opinión minoritaria. No tengo encargo de decidir en materia tan vidriosa. Esta, como otras tantas sentencias, está remitida al tiempo. El será quien falle y lo hará con exactitud si no le faltan elementos de juicio limpios y desapasionados. La única verdad, sobre la que yo no necesito ilustraciones ajenas, es la que me decido a difundir, a saber: que el de Azaña era uno de los corazones más sensibles a la tragedia. No se resolvió a creer en la victoria ni un solo momento, aun cuando admitiese el triunfo de nuestras armas. Podía haber vencimiento del adversario; pero victoria, no. ¿Cómo designar con esa palabra la ventaja conseguida, con daño de la tierra común, sobre otros connacionales? Esa confianza quedaba reservada a los que, dándose a soñar, pensaban en obtener de la guerra la ventaja incalculable de nuevos y mejores regímenes sociales. Azaña, que no es más que republicano, que había declarado reiteradamente su sentimiento por no poder ser colectivista, estaba a falta de aquel sueño compensador.
Enjuiciaba la guerra como un estrago sin victoria para nadie, cualquiera que fuese quien se apuntase el triunfo: «Durante cincuenta años los españoles están condenados a pobreza estrecha y a trabajos forzados, si no quieren verse en la necesidad de sustentarse de la corteza de los árboles». ¿Qué era del hombre que así pensaba? ¿En qué combates, dolorosos por íntimos, estaba metido? Siempre me ha parecido mezquina su talla de gobernante cuando la comparaba con su talla de español. El gobernante quizá se haya equivocado mucho; el español que hay en Azaña, contadas veces o ninguna. ¿Una España grande? Nadie le ha ganado, a ese respecto, a tener la ensoñación larga. Pocas ambiciones habrán rayado a la altura de la ambición de Azaña. Y siendo, como es, hombre excepcionalmente dotado para convencer y conmover, escasamente ha convencido y conmovido. Media España, cuando menos media España, había hecho de él un monstruo, capaz de los más terribles delitos. Era la última encarnación del dragón demoniacado, contra el que se postulaba en los cuarteles un brazo robusto y una espada arcangélica. Este odio y horror, que en el manadero era falso, trampa de adversarios políticos, embuste de sicofantes, al difundirse se hacía sincero y apretado, sentimiento auténtico, que se manifestaba con las reacciones más inesperadas. Entre sus propios correligionarios, correligionarios hasta donde lo consentía la diferencia moral, había prendido la leyenda, y así Lerroux, tan resentido por tantas cosas contra los socialistas, les acordaba, en la persona de Prieto, consideraciones que no podía tener para con la «serpiente», y esta era, de suyo, va dicho, don Manuel Azaña. ¡Qué tremenda e injusta polarización del odio! La exaltación de Azaña a la presidencia de la República lo exacerbó, haciéndolo más violento por más silencioso. Quien alcanzaba a medirlo se escalofriaba. El más liviano acto de contrición garantiza a los hombres de la República el perdón de sus culpas, sin que basten todas las aguas del Jordán para purificar a Azaña. Para con este se necesitan del fuego y de la muerte. Y aun así es expuesto afirmar que los odios abdiquen unánimes.
Esa hostilidad implacable que se difunde y toma vuelo con motivo de los sucesos sangrientos y siniestros de Casas Viejas, en los que es injusticia pensar que quepa la menor responsabilidad a Azaña, tenía, de antiguo, un cultivo minucioso. De otro modo hubiera resultado imposible tamaña explosión de rencor, tan violento que, quienes más regaban con lágrimas los cadáveres de los infortunados campesinos, trataban de ocultar con ellas la figura del capitán Rojas, único culpable de la tragedia, buscando con esa ocultación que la descarga hiriese, de muerte ministerial cuando menos, a Don Manuel. Al rencor político se mezcló el horror religioso y de la suma de esos elementos afloró, sin continencia, el odio fanático que busca ocasión de matar. Muchas veces he oído decir que Azaña sufre de miedo físico. Si el dato es exacto, y yo no lo he contrastado, pienso si el miedo de Don Manuel, físico o anímico, no le vendrá de saberse tan ferozmente odiado, de intuirse soñado por tanto asesino en potencia, como víctima deseable en la que descargar los peores golpes. Ignoro si la carne del más templado conservaría su natural reposo sintiéndose tan múltiplemente solicitado por los deseos homicidas del sacerdote que dice la misa, del cadete que jura la bandera, del magistrado que casa una sentencia, del periodista que escribe su artículo, del cómico que recita su papel… hombres todos de comercio agradable, de finura de trato, de bondades sinceras que, inopinadamente, al oír sonar las cinco letras de un apellido, como los negros del tambor de la guerra, se erizan furiosos y cometen, mentalmente, el crimen anhelado. No es suficiente que el corazón no nos desfallezca, hace falta que la inteligencia no caiga en fallo para que el miedo no nos invada y nos haga su víctima, y aun así, inteligencia y corazón de acuerdo, ¿cómo vencer del tiritón de la carne, de su estremecimiento y sobresalto? Tener miedo no significa, necesariamente, ser cobarde. En la estimativa del español la confusión es demasiado frecuente y determina, casi siempre, una disminución afectiva por la persona aquejada de miedo o de cobardía. De quien el español dice que es un cobarde o miedoso, cree que lo ha dicho todo y que no vale la pena de abundar en su menosprecio: «¡Lo que te digo es que es un cobarde!». Y no hay apelación contra esa sentencia. Como sirve para salvar de condenación definitiva de aquel de quien se dice: «¡Sí, pero es valiente!». Sin embargo, todos sabemos cómo son de desiguales y azarientas las pruebas del valor y de la cobardía. Si no resultase crueldad excusable por innecesaria, ilustraría la anterior afirmación con diferentes ejemplos de que en la guerra me tocó ser testigo. Personas que habiendo llevado con ánimo sereno pruebas difíciles, se arrugaban y se engurruñían, con angustias mortales, al pedirles un nuevo servicio que reputaban peligroso. Azaña, con su miedo que decían físico, no cobardeaba en su puesto, a menos de computarle como cobardía su legítima angustia por la desventura de su patria. ¿Tampoco tenía derecho a ese desasosiego moral? ¿Debía ser, ahora, en la guerra, el monstruo de insensibilidad que en la paz habían pintado sus enemigos? Yo me imagino a Don Manuel como un hombre profundamente afligido, al que ya nadie podrá quitar «el dolorido sentir». ¡Triste de quien no haya salvado del naufragio de tantas cosas, materiales y morales, ese sentir dolorido que podrá correligionarios mañana, con lazos más fuertes que los de la política, porque son lazos de amor, a los españoles! Esa huella indeleble de sufrimiento la tendrán quienes hayan vivido la guerra como una tragedia y no como una verbena de atracciones violentas y emociones fuertes. Don Manuel, repito, la tiene. Esa huella es su única condecoración válida. Placa, medalla o cinta de una nueva orden de españoles, legión, por lo abundante, que, en su gran mayoría, bajo adelfas o cardos, dan al barro de que fueron hechos la sal de su sangre y la cal de sus huesos. Compañía innumerable y anónima de la que habrá que rodearse de continuo, siquiera sea con el recuerdo, en las horas dedicadas a replantear una España sin odios políticos ni furores teológicos. Una España que no haga de la cruz martillo para reducir discrepantes, ni de la bigornia tajo de ejecutor de la Edad Media.
Las culpas de Azaña, que las ajuste la historia; que no se pongan a pesárselas quienes le obligaron a cometerlas negándole soluciones que pudieron haber sido buenas, que hubieran sido buenas, pero que se deseó que no se ensayasen para que se desacreditase «la Republiquita parlamentaria de los republicanos». El proceso de ese delito dogmático tendrá que ser abierto algún día y el propio Casares Quiroga, sobre cuya cabeza se acumularon tantas violencias, podrá proclamar su verdad: «Resistí lo que pude a una responsabilidad que no me consideraba con suficientes fuerzas para aceptar. Y ni mis protestas, ni mi enfermedad, ni los augurios de tormenta, os indujeron a ser clementes. ¿Cuál es vuestro título de acusadores?».
La ventaja del proceso es que, en su gran parte, está escrito. No podían ser, pues, las culpas de Azaña las que me preocupasen. Me preocupaba su estado de ánimo, su pensamiento frente a los acontecimientos, su reacción de español. ¿Qué era de él entre tanto estrépito de guerra y tanto ruido de muerte? Me lo imaginaba, con poco esfuerzo, abatido por meditaciones dolorosas. Una frase suya, que yo comenté en El Socialista después de haberla conocido por una persona que le visitó en su despacho oficial, me dio a entender que pensaba en las guerras carlistas, de las que tiene un conocimiento circunstanciado y profundo, que nada de lo sucedido en su patria es extraño a don Manuel Azaña y menos que extraño, indiferente, y en la inanidad, que las hacía más dolorosas, de sus estragos, no menos terribles para el tiempo que lo eran para el nuestro las batallas de artillería y aviación en que no íbamos a tardar en entrar. Me lo representaba, también, como un solitario, sin más compañía que sus familiares, perdido en la hostilidad del Palacio Nacional, no congraciado todavía con los usos y costumbres de la República. Las reformas proyectadas en él, pensadas para vencer de aquella hostilidad y derrotar el mal gusto que el último monarca introdujo en su casa, fueron interrumpidas por la guerra. El Presidente, que se había instalado provisionalmente en el palacete de El Pardo, el mismo que albergara al Príncipe de Asturias para que pudiese desarrollar, en los terrenos anejos, sus aficiones de avicultor, hubo de trasladarse apresuradamente a la capital, estableciéndose en Palacio.
Azaña, que sabe cuidar de los detalles, sin perderse en ellos, se informó bien de todo el protocolo de su nuevo cargo. Acabó sabiendo en esa disciplina más que todos sus preceptores, si es que los tuvo. No creo que fuese por vanidad personal, sino más bien por dignidad de la representación que le estaba conferida, y de la que le era forzoso cuidar, por lo que extremó las exigencias en ese punto. Ello es que, pocos días antes de los sucesos, cuando por la cargazón del ambiente podían barruntarse, llegó a Madrid, de paso, podemos suponer a qué graves asuntos, el general Goded, militar con mando. ¿Era protocolaria su presentación, además de al ministro de la Guerra, al presidente de la República? El general debió afectar, porque así le convenía, ignorancia. Se cuadró y puso a las órdenes del ministro con aquella exquisita corrección con que los militares de todas las armas y grados aparentaban un riguroso acatamiento de la disciplina, pero no hizo lo mismo ante el presidente de la República que, habiendo tenido conocimiento de la duda del general, falló que además de cortés era obligatorio que el general pidiese audiencia a su Secretaría general y esperase, para hacer su presentación, a que le fuera acordada. Temo que en esa ocasión el excesivo conocimiento del protocolo nos reportase daño. Goded, a quien todos los asuntos acuciaban con prisa por aquellos días, desapareció de Madrid sin hacer la visita protocolaria al jefe de Estado. Se perdió un diálogo, que pudo ser provechoso, y del que Azaña no debió prescindir. El general Goded, a quien nadie que yo conozca le ha negado talento, estaba en una particular disposición de ánimo y representaba un matiz especial dentro del movimiento militar. Su adhesión a la monarquía se le había extinguido, sin que hubiera podido sustituirla con una viva afección por la República. Parece que para que esto último ocurriera exigía a la República una línea política de mayor severidad contra el desorden público y la explosión inmoderada de todos los apetitos. Esto es lo que han publicado, después de su fusilamiento, los albaceas testamentarios de su política, publicación que debe ser sincera cuanto que en ella el general, que en razón de su muerte quedaba como un héroe para los sublevados, veía disminuida esa categoría. No otra cosa temieron los albaceas de Goded al hacer, desde el extranjero, una notificación pública que, por no ser grata a Franco, les exponía a sus represalias.
Con estos factores, conocidos tarde, pero existentes, cabe atribuir al diálogo que no se celebró, y debió celebrarse, una importancia capital. Es posible que hubiesen chocado dos orgullos fríos, en cuyo caso la entrevista no hubiese salido de los cumplidos y formulismos obligados en tales circunstancias; pero ¿por qué no pensar, con el mismo fundamento incierto, que una chispa de la tormenta española hubiese dado calor y sinceridad a las palabras del presidente y a las respuestas del general? Si Azaña no es, por mucho que se esfuercen sus adversarios, un monstruo de maldad y de vileza, tampoco el general era un malvado nato, dado a discurrir desventuras para España.
Se interpuso entre esos dos hombres lo seco del protocolo y se malogró un minuto que pudo haber contado mucho en la historia de España. El general se fue hacia su destino, que era ir hacia la muerte, y el presidente quedó en su Palacio, a cuyas paredes había de confiar los acentos más hondos de su congoja de español. Se dijera que la fatalidad, cortando todos los caminos, con cuchillos demagógicos o tijeras diplomáticas, nos empujaba a los españoles a una guerra sin piedad. Como ese diálogo frustrado, ¡cuántas ocasiones fallidas! Desconozco quién pueda erguirse limpio de delito. No serán los que cerraron, con la masa de sus pasiones, las posibilidades del régimen, que las buscaba angustiosamente allí donde suponía que existían. Para escapar a la responsabilidad, los hombres siempre dispondremos de esos comodines perfectos que se llaman fatalidad, destino, consecuencia, una y otro, de los errores que tratamos de encubrir. Palabras faltas de sentido las más de las veces, y detrás de las que se ve, en esta ocasión, todo un pueblo en la cruz de su martirio, después de haber andado durante dos años y medio una estrecha y empinada calle de la Amargura. ¿No discurrían por estos cauces los pensamientos de Azaña? Conjeturo con benevolencia. La soledad forzosa, el aislamiento frecuente, exacerban, poniéndolo al golpe, el sentido crítico. Y el de Azaña, cuando se pone en movimiento, no acostumbra a detenerse sin haber alcanzado su presa. ¿Cuántas y cuáles son? Sin mucho esfuerzo de imaginación me las represento a todas. Las veo adornando, como trofeos de montería, el zaguán de su casa, expuestas a la curiosidad compasiva del visitante. El monstruo va a serlo, por esta vez, para sus amigos de la víspera.
Un momento hubo en que los adversarios creyeron tenerlo en sus manos. Fue, víspera de la insurrección en la Península, con ocasión de un Consejo de ministros en el Palacio Nacional. La guardia militar del edificio correspondía al regimiento albergado en el Cuartel de la Montaña, principal corresponsal en Madrid de los rebeldes. Llegaron los ministros y se constituyó el Consejo bajo la presidencia del jefe de Estado. Los jefes de la guardia militar pensaron en aprovechar la oportunidad que se les deparaba. Un golpe de audacia de su parte les convertiría en dueños de la situación como carceleros del presidente de la República y del Gobierno en pleno. La operación era clara como la luz. Sus ventajas para el movimiento en que estaban comprometidos, inmensas. Los oficiales conversaban. Iban y venían los recados. El mismo problema del cuartel, indecisión. Consultas, diálogos, parlamentarismo. La policía entró en sospechas. Eran aquellos de los oficiales demasiados cabildeos. La desconfianza de los agentes, personas de agudeza, se hizo activa, y su actividad, que no pasó de varios avisos y muy leves precauciones, fue suficiente para que los militares, que no debían creer en su éxito, se abstuvieran de producir el golpe, A Don Manuel debió de inquietar aquel peligro, que pudo, más que a nadie, serle fatal. El ministro de la Guerra, contrariamente, debió tomar el dato como síntoma favorable para su optimismo. Pudo pensar que con media docena de policías sobraría para destruir los planes de los militares. Así era lógico que pensase quien jugaba con pólvora y decía a sus amigos:
«Me voy a la cama, no sea que se levanten los militares». Su incredulidad, de la que se arrepintió tarde, nos fue cobrada con tarifa onerosa. El suceso de Palacio se aprovechó para confiar la guardia de la persona del jefe del Estado a fuerzas de confianza segura. Desconozco cuáles podían merecer entonces semejante estimación. Los propios guardias de Asalto, creación de la República, no inspiraban plena garantía. Por el tiempo en que su mando se confió a Muñoz Grandes la admisión de los nuevos militantes se reservó a los elementos patrocinados por las derechas, lo que, unido a la presión de los mandos, de antecedentes y pasión monárquicos, hizo que la primera significación del cuerpo sufriese considerable merma, circunstancia que explica bien la variada conducta que siguieron sus componentes, adscribiéndose con igual denuedo a los dos bandos en lucha. Cuerpos enteros, incondicionalmente al servicio de la República, no había ninguno. Los que podían pasar por más republicanos estaban escindidos, como sucedía con el Instituto de Carabineros, soldados del resguardo, dependientes del Ministerio de Hacienda, a los que Prieto, a su paso por aquella cartera, había mejorado en condición, no ciertamente en todo cuanto tenían derecho, que su trabajo, sobre ser el más ingrato y abrumador, por las horas de servicio, resultaba, a veces, el más expuesto, que los contrabandistas, salvo los que pagaban patente por serlo, acostumbraban a defender sus alijos con bastante buena puntería, puntería de cazadores montaraces. Y de la patente que pagaban los defraudadores del Fisco en gran escala, no había quiñón para los soldados, que todo era poco para ciertos jefes. El régimen no tenía fuerzas compactas a su devoción y al Gobierno debió costarle bastante apuro preservar de nuevas acechanzas al presidente de la República, atendido el desorden de los primeros días, en que todas las armas de Madrid estaban en manos de los sublevados, a los que, una duda última, no dejaba salir de su pasividad, causa de su derrota y de su muerte. Sin más, pues, que mirar en su derredor, Azaña tenía suficiente para que sus pensamientos fuesen sombríos. Para que reputase dificilísimo el vencimiento de los sublevados y para que no creyese, como español, en la victoria de nadie. Unos y otros combatientes nos habíamos puesto, deliberadamente, a perder, porque todos éramos «hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo». Lo trágico del caso es que Azaña, personalmente él, don Manuel Azaña, era un motor inconsciente de odio. Las primeras ferocidades se dijeron en los cuartos de bandera en contra suya. Sus reformas del Ejército, discurridas con la intención de sacarlo de su marasmo burocrático y dotarlo de vitalidad y fuerza, le acarrearon una hostilidad inmensa, pero ya no sólo entre los militares de devoción monárquica, sino igualmente entre los republicanos, que le acusaban de versatilidad y ligereza. Para unos y para otros soldados, las reformas eran un dislate notorio, del que sólo su autor no alcanzaba a darse cuenta. Los más exorables se las imputaban a sus asesores y lamentaban la escasa fortuna con que Don Manuel los había seleccionado. La Redacción de El Socialista estaba llena de quejas y de reclamaciones a ese respecto. No pudiendo penetrar, por falta de elementos de juicio, en la exactitud de las denuncias, nos abstuvimos de darlas a publicidad.
No ocultaré, sin embargo, que me impresionó el relato que me hicieron aviadores amigos, limpios de toda malevolencia, según el cual, después de constantes advertencias por su parte, se tomó en cuenta la conveniencia de alejar de los aeródromos a los jefes monárquicos que los mandaban y de cuya fidelidad había más de una razón para sospechar, por sus conversaciones, lecturas y antecedentes. Se les pidió que hicieran una lista de todos ellos y se resistieron a aceptar la comisión, fundándose en que no les parecía correcto, tratándose de compañeros de profesión con los que convivían a diario. Ese trabajo debía corresponder a la policía. Se les reprochó el no querer ayudar a la República y haciendo de tripas corazón, teniendo que acallar muy fuertes escrúpulos morales, aceptaron el cometido e hicieron la nómina de los indeseables con toda clase de datos. Al hacer entrega de ella advirtieron, muy insistentemente, la necesidad de que aquel trabajo se conservase secreto. Se les aseguró la máxima discreción.
Todo iba a quedar entre el ministro y ellos. Primera sorpresa: no se hizo la remoción de mandos que aconsejaban como perentoria. Segunda: sus compañeros sabían que habían sido denunciados y quiénes eran sus denunciadores. Estos necesitaban hacer las guardias, cerrándose con llave por dentro y teniendo al alcance de la mano la pistola de reglamento. Se sentían espiados en sus vidas, y uno de ellos, que cultivaba en particular cuidado el afecto de la tropa, pudo conservar la suya, para perderla más tarde, gracias a la adhesión personal con que le distinguían los soldados. La irritación de estos hombres, que no había forma de aplacar, se proyectaba íntegramente sobre Azaña.
Era, repito, inconscientemente motor de odio. Lo iba a experimentar más de cerca al intervenir, contra mi gusto y contrariando mi vocación, en la vida ministerial. ¿Qué extraño conjuro hicieron sobre la vida de este hombre, al nacer, los dioses adversos? No conozco a nadie que encrespe como él las potencias siniestras. Su antecesor en la Presidencia de la República, que también le guarda rencor, se fue de ella herido de desdenes y de invectivas, pero no perseguido por el odio de nadie. Aquella ola iracunda hace tiempo que murió en la playa del tiempo. Es difícil encontrar quien no recuerde a Don Niceto piadosamente y fácil descubrir arrepentidos. Azaña es caso aparte. Allá donde levanta una irritación, despierta un odio, sobre el que no se sabe quién sopla, pero del que se sabe que no cancela. Un odio que, ignorando cómo emplearse, busca en los detritus de los arrabales inmundos la palabra obscena y mortificante. Como defensa contra esas agresiones, Azaña ha ido ampliando su capacidad de desprecio y abroquelándose en un orgullo que casi no parece humano. La lista de los que le han agredido, de frente unos, por la espalda los más, es muy larga. Para unos, hizo una república agria, para otros, sectaria; en concepto de este grupo, bobalicona; en el de más allá, rencorosa… Durante su cautiverio en el puerto de Barcelona, se le infieren toda suerte de agravios públicos y una racha de cobardía colectiva hace el silencio. Ni la gravedad de la infamia que con él se comete, ni la indefensión en que se encuentra, son razones para sacar de un mutismo culpable a quienes en algún momento se dijeron sus amigos. Los que de verdad lo son y se aplican a la tarea de postular firmas para una protesta circunspecta y medida cosechan desdenes y registran prudencias excesivas. En los pechos que el rencor torna gélidos, la injusticia no arbola tempestades. ¡Terrible deshonor!
Tan notorio es el desvío de los amigos de ayer, tan abultada la injusticia, que en el buque —siempre un barco es cátedra de solidaridad humana y si es de guerra, escuela de honor—, los marinos hacen al cautivo, sin daño para la ordenanza, el homenaje de su respeto. Azaña, que no es de piedra, que tiene la veta humana más indefensa de lo que se supone, se conmoverá siempre al recuerdo de aquel homenaje que le fue discernido sin él solicitarlo.
Se piensa si este hombre necesitará asentar su vida sobre otro elemento para conjurar el odio que despierta en la tierra. ¿Qué es lo que no se le perdona? ¿El orgullo o el talento? ¿Su republicanismo o su españolismo? Por todo se le escarnece. Por el defecto y por la virtud. Si se hace el análisis de sus taras y de sus excelencias se vendrá a conocer que son taras y excelencias de español, y que quien se las denuesta se hiere por su propia mano en la medida que se reputa español, de la Monarquía, de la República o del Imperio. Pero la malquerencia cuando razona lo hace a redropelo y con saña. Contraproducente polemizar con ella, que contradecirla es exaltarla. Hacerla más hiriente y brutal. De nada le sirvió a Azaña soñar, cara a la anchurosa Castilla ascética, un risueño porvenir para España. El poeta tenía razón: no fue por Castilla el bíblico jardín. Tierra de águilas, Caín acechaba a Abel. El soñador sin ventura, negado por el odio, arrollado por las pasiones más brutales, era llamado a presidir, desde su encumbrado asiento, la guerra y los infortunios de los españoles todos. ¿Para qué imprecar al destino si al fin había de cumplirse inexorablemente?