13

Un gobernador que se va al cine. — Cascajo, dueño de Córdoba. — Muerte de García Hidalgo. — Aparición y —fracaso de Miaja. — José Piqueras en Despeñaperros y en Jaén. — ¿Qué ocurre que no se toma Oviedo? — Matilde de la Torre. — Los estopines y la difícil —facilidad. — Frente a Oviedo. — Belarmino Tomás.

Las armas de la República que acosaban, en el Norte, Oviedo; en el Centro, el Alcázar toledano, y en el Sur, Córdoba, apuntábanse pequeñas victorias parciales que eran acogidas con excesivas muestras de regocijo, fomentadas por los alardes tipográficos de los periódicos y los noticiarios, desmesurados en los adjetivos, de las emisoras de radio. Esas victorias locales que frecuentemente eran neutralizadas por los contraataques del adversario, dejaban de confesarse para que no padeciese rebaja la moral de nadie. El sistema era absurdo, pero era un sistema, y por si fuese poco, intangible. A los periodistas nos creaba situaciones enojosas. No podíamos valorar, como se merecían, acciones en que nuestras milicias, sobreponiéndose al cansancio y a la escasez de medios, habían conseguido éxitos brillantes, ya que las aldeas y las posiciones conquistadas por ellas no las habíamos perdido nunca a partir del día en que, por primera vez, le fueron tomadas al enemigo. Este, después de todo, era el lado menos flaco de la historia. Sucedía con la ocultación de la verdad, que el madrileño al que se le encomiaban los progresos, reputaba más que próxima, inminente, la entrada de nuestros soldados en Córdoba. Hacíamos la guerra sin dirección alguna. A la buena de Dios. Dejando que cada cual discurriese por su parte y obrase por su iniciativa. Nos empeñábamos, y la desorganización no nos dejaba hacer otra cosa distinta, en sofocar una insurrección que, al persistir, se había transformado, de movimiento revolucionario, en guerra civil. Por los cortijos de Sierra Morena, milicianos y moros reñían encuentros violentos, ganando y perdiendo terreno alternativamente. Tantas fueron las muertes de marroquíes, que pueden pretender, por aquellas tierras, una almacabra, un cementerio propio. Su instinto guerrero, acentuado quizás por las nostalgias del califato, no les defendía lo bastante de las acechanzas de los labrantines y plateros cordobeses, que habían empuñado las armas por la República y les sacaban la ventaja del conocimiento del terreno. Disparos salidos no se sabía de dónde desarzonaban a los jinetes más apuestos, que al subir de África no habían omitido traer a la Península sus buenos cordobanes y sus sillas primorosas, de las que los cronistas de guerra hacían seguir a Madrid los mejores ejemplares, testimonios de unos éxitos militares de que nos enorgullecíamos más de la cuenta. Con esas victorias. Córdoba se nos iba haciendo inasequible. Se mandaron contra ella nuestros aparatos de aviación. La bombardearon. Inútil, todo inútil.

El militar que la defendía, el teniente coronel Cascajo, con cuyo apellido se hacían toda suerte de bromas, no parecía decidido a dejarse amedrentar, cualquiera que fuese nuestra acometividad bélica o nuestra violencia lírica, atribuida a Antonio Jaén, a quien toda Córdoba resonaba en el pecho y le dictaba unos anatemas terribles contra los responsables de su destrucción. Cascajo era un rencoroso —su nombre se ha perdido y esa es la fortuna de su vida o de su muerte— que puso por obra venganzas sombrías tan pronto como se sintió dueño de la situación. La victoria no le costó el menor esfuerzo. Se la dio hecha un gobernador lerrouxista, aficionado a la crítica de teatros, que ejerció en El Sol, de Madrid; que se separó de Lerroux y se adscribió a Martínez Barrio, único mérito conocido por el que conservaba el cargo. Los diputados socialistas, a uno de los cuales los militares le cobraron la gestión con la vida, le hicieron observarlos peligros que amenazaban a la República, indicándole la conveniencia de proceder a un reparto de armas entre los obreros, garantizándole ellos que irían a parar a manos seguras y firmes. Tomó a broma, con su engreimiento de periodista, los avisos de la prudencia, y para que no quedase la menor duda en cuanto a su seguridad, notificó a sus visitantes que en aquel mismo momento pensaba trasladarse al cinematógrafo, donde proyectaban una película de su agrado. Como lo dijo, lo hizo. Terminada la entrevista, se fue al espectáculo, del que no pudo disfrutar por entero. Mediada la proyección, un funcionario se acercó a su butaca comunicándole que ocurrían sucesos graves que exigían su presencia. La tropa, a las órdenes de Cascajo, se había adueñado de la ciudad y realizaba las primeras detenciones. El propio gobernador pasó a la cárcel, si bien se afirmó entonces que su detención era cosa convenida, sin otro alcance que el borrar toda sospecha de complicidad.

No sé que el aserto llegara a confirmarse, ni se sabe qué haya sido de este amigo de Martínez Barrio, sobre el que pesa una responsabilidad abrumadora. Cascajo, que, repito, era un rencoroso, consintió las más crueles venganzas. Un ex diputado socialista —extraño a esa disciplina política y tipo extraordinariamente curioso— García Hidalgo, fue muerto a palos en la celda que ocupaba en la prisión. Concretaba en su figura odios muy antiguos. Fuerte y temerario, tenía incomodados constantemente a los militares, a quienes se jactaba de ganar en caballerosidad y en valor. Muchos de ellos habían sido desafiados por él a duelos de condiciones terribles. Su bastón había golpeado muchas espaldas y roto bastantes cabezas. Fue generoso de su dinero. Escribía, y cuando lo hacía para el periódico que fundó, Política, su desenfado para usar de las palabras no conocía límite. Córdoba estaba, por la exuberancia de su vida disparatada, llena de su presencia. Ejemplar último de una estirpe de varones audaces y poco escrupulosos, salvo en piques atañederos a la masculinidad, absorbió todo el rencor de señoritos y capitanes. Antes de que la insurrección se lo entregase atado de píes y manos, una enfermedad lo había derrotado en todos sus orgullos, presencia, fuerza, energía… Era la sombra de aquel mosquetero que en otros días, con su capa de maestre de Santiago y los adjetivos de Cervantes, les había corrido. En esas condiciones pudieron atreverse y se atrevieron. No padecían riesgo. Pero no creo que quienes participaron en la venganza hayan pretendido derivar gloria de su acto. Con el recuerdo de sus anécdotas, que son múltiples, no puedo eludir mi simpatía a quien no dispuso de ella en vida. Todavía me hace sonreír su invectiva, mitad iracunda, mitad piadosa, dedicada a un señor que, habiendo recibido grave ofensa, recusaba el batirse y perdonaba al ofensor: «¡Vamos!, que es usted un campeón del reposo legal». Y sin una palabra más, despreciativo, le volvió la espalda. Su desventuroso final forzosamente causó una impresión dolorosa en quienes le conocimos. Cascajo no puso reparos a sentencias tan bárbaras, que afectaron a cuantas personas, con alguna notoriedad, eran conocidas por sus ideas liberales.

La República puso enfrente de Cascajo, para dirigir las operaciones contra Córdoba, a un general cuyo nombre no tenía, por entonces, ninguna popularidad: José Miaja. Era uno de los varios generales de que disponía el Gobierno y de los que no sabía, a ciencia cierta, qué uso hacer. Los generales, por el hecho de serlo, resultaban sospechosos. ¿Qué grados de fidelidad segura podían concedérsele a Miaja? No había termómetro para esa medida. En el cumplimiento de su cometido se iría viendo la fortaleza de su adhesión y, a la vez, el mérito de su capacidad militar. El encargo dado a Miaja, como todos cuantos podía dar la República, no era envidiable. No se le ponía al frente de un ejército, sino de unas milicias que carecían de cuadros de mando y sobre no notar su falta, se sentían más dispuestos a rechazarlos que a admitirlos. El nombre de milicias no les correspondía; eran guerrillas y como tales operaban, aun cuando en ocasiones resultasen demasiado numerosas. Sacaban gusto a descubrir, con su instinto de cazadores furtivos, las formas más elementales de la guerra. Para poder manejar aquella masa humana, en la que intervenían mucho los campesinos de Jaén, resultaba necesario transformarla, hacer de ella, hasta donde eso fuese posible, un ejército. En este esfuerzo es en el que la República iba a fracasar, no por indocilidad de sus combatientes, sí por carencia de mandos subalternos, conocedores de su responsabilidad y de su significado. Es forzoso referirse a la facilidad con que incontable número de hombres civiles acudían a mí en demanda de mandos superiores, causando ellos mi admiración y yo su asombro, al notificarles que ello no estaba en mi poder. Aquellos ciudadanos se habían planteado el problema personal en los términos más ambiciosos: Cesar o nada. Son, reconozco, las dos reacciones absolutas del español: ¡Todo! ¡Nada! Miaja tropezó, como todos los militares profesionales, en esos inconvenientes que le llevaban a trances de desesperación. Las unidades a sus órdenes avanzaban o retrocedían siguiendo las reacciones más primarias, con independencia de planes y objetivos. Para estas contrariedades. Miaja disponía de una filosofía asturiana, cazurra y sólida, cuyas mejores sentencias le estaban reservadas a Madrid. Quien pudiera hacer más, que le reemplazase. Siempre que se abocaba a una situación parecida, sobre todo en aquellos días, se planteaba, subsidiariamente, el problema de la lealtad.

¿Era leal Miaja? Todavía más disparatada la pregunta: ¿Podía serlo algún general? Miaja, que de lo oscuro de su escalafón había ido a que le diese de plano el sol de Andalucía, sin conseguir adueñarse de Córdoba, que la habíamos tenido a poco más de un tiro de fusil, suscitaba toda suerte de sospechas. Se llegó a afirmar que era, como la totalidad de los generales, afiliado de la organización militar monárquica y adversario manifiesto de la República, por cuya ruina trabajaba. Se buscaban, con alguna dificultad, noticias de su pasado que confirmasen esa tesis, y si no se descubrían, lo de siempre, se inventaban. Cuando cesó el mando de las tropas que iban sobre Córdoba, sus detractores celebraron el suceso. Creían, probablemente de buena fe, que con eso era suficiente para derrotar a Cascajo, en lo que se equivocaron. Este militar recibió refuerzos de Sevilla; dispuso de tropas escogidas, siendo las mejores africanas, y de varios aviones que habían de producimos daños considerables. Córdoba, que quizá en algún momento pudo llegar a ser nuestra, y en cuyo interior los trabajadores se atrevieron a organizar una resistencia a la desesperada, se nos había ido de la mano. En lo sucesivo. Cascajo se atrevería a hacer salidas, adueñándose de cortijos y de pueblos que habían estado en nuestro poder y en los que el comunismo libertario, con sus manifestaciones más originales, que no hay cosa ni idea en la que el campesino andaluz no influya con su personalidad, había hecho su entrada. En previsión de mayores males, los mineros de La Carolina se plantaron con sus paquetes de dinamita en los riscos de Despeñaperros.

La iniciativa correspondía por entero a José Piqueras, viejo militante socialista, que ejercía sobre los trabajadores de La Carolina un ascendiente moral insuperable. Todo su mérito —no era orador, no sabía sino escribir deficientemente— surgía de la nobleza y de la pureza de su vida. Rendía culto apasionado a las clásicas virtudes de los primeros socialistas: adhesión profunda a la verdad y reciedumbre para padecer persecución por ella. Su palabra, sin otros acentos que los populares, entraba derecha, como saeta, en el corazón de los mineros. De Vizcaya conocía yo un tipo humano como el suyo, aun cuando no tan decantado y perfecto: Perezagua. José Piqueras llegó, como me sucedió a mí, con algún retraso a las Cortes Constituyentes. Fue elegido en unas elecciones parciales. El retraso no fue tanto que no le consintiese asistir al encumbramiento de Alcalá Zamora a la presidencia de la República. Eran muchas las campañas que Piqueras había reñido contra el presidente electo, en los tiempos en que Don Niceto, como monárquico, asumía al cacicazgo de Jaén. Ambos hombres se conocían y se conocían bien. Cuando los socialistas examinamos la procedencia de votar la candidatura de Alcalá Zamora para cargo tan elevado, dos diputados consignaron su oposición: Piqueras y el doctor Pascua. El primero dio razones pragmáticas; el segundo, científicas. Sus razones no prevalecieron. Los tres ministros —Largo Caballero, Prieto y Fernando de los Ríos— garantizaban la bondad de la elección. Esa garantía no nos resultó suficiente al grupo, pequeño, de parlamentarios socialistas que, aprovechándonos del sistema de sufragio secreto, con lo que no quebrantábamos públicamente la disciplina, votamos en blanco. Elegido Alcalá Zamora hubo de organizarse el acto de la promesa. Una comisión de diputados de las minorías gubernamentales, con una representación de la Mesa de la Cámara, que presidía Julián Besteiro, debía acompañar a Don Niceto desde su domicilio al Parlamento. Concertando esos detalles, Alcalá Zamora formuló su deseo de que en la representación de los socialistas figurase José Piqueras. Nuestro camarada oyó, cejijunto, erizados los grandes bigotes, que todavía no había sacrificado, el deseo de su excelencia y opuso a él una negativa tajante. Como alguien pretendiese hacerlo volver de su acuerdo, mirándole bien mirado, le contestó: «Ni a rastras, ¿comprende? Ni a rastras. Preferiría cien veces darme de baja del Partido». Este hombre fue el que subió a Despeñaperros con una selección de mineros y barrenó todos aquellos riscos. Al interrogarle por su obra, un domingo que habiéndonos invitado a comer con él, le llevamos la noticia de su próxima designación de gobernador civil de su provincia, Jaén, nos dijo señalando alternativamente a la carretera y a la línea férrea:

—Ni por aquí ni por ahí podrá circular una persona sin permiso nuestro. Dos cerillas y los caminos quedarán cerrados con muchas toneladas de piedra.

Sus escopeteros, los mismos que habían cazado los conejos para nuestro almuerzo, cuidaban día y noche de la red de barrenos y ejercían una escrupulosa vigilancia en la carretera. Por aquel desfiladero abrupto, portal de Andalucía hacia la Mancha, el paso estaba cerrado y nadie, a lo largo de la guerra, intentó franquearlo.

El camino de Madrid era otro. Daba la vuelta por Extremadura, donde la República no consiguió descubrir su Piqueras, acaso porque la empresa exigía otras condiciones y más méritos. Hubo en ese otro camino esfuerzos aislados. Los que yo conozco mejor, sin que niegue que hubiese otros, son los de Federico Ángulo, que consiguió victorias silenciosas hasta el momento en que una ametralladora, manejada por los regulares, le hirió en la pierna, imposibilitándolo para tenerse en pie y obligándole a hospitalizarse. De su herida, que no era la primera, supimos sus amigos después de curada. Nuestro cronista de guerra decía de él que tenía genio para el servicio de armas y sus soldados, algo todavía más diáfano: que era un Jefe. De familia de militares, habiendo hecho la guerra de Marruecos como soldado de la Legión, el descubrimiento de su temple y capacidad me parecía natural. Lo postizo en él era su vocación periodística. La guerra había venido a encajarle en lo suyo. Le augurábamos: «Tú serás general; tú serás general…». Después de un amanecer frío de Burgos, hace tiempo que no lo es. Ya diré cómo. Despeñaperros tenía la seguridad que no habíamos de conseguir en Mérida. Piqueras, a quien ayudaba el paisaje, bueno para dibujos románticos de Gustave Doré, sabía hacer las cosas bien. Su obra no fue puesta a prueba. La siguió vigilando desde su despacho de gobernador civil, cometido en el que le dieron no poca guerra sus propios compañeros, distanciados de él en la manera de entender los problemas. Piqueras los enfocaba con su rectitud de hombre honrado. Sus contradictores, que habían de venir a rectificar, ¡y de qué modo!, hacían con ellos contabilidad política.

En Jaén se cometieron algunos atropellos contra diferentes personas. Pensando en salvar a otras muchas, igualmente comprometidas por sus ideas, entre ellas el obispo, se las embarcó en un tren y se las trasladó a Madrid, donde no llegaron. En una estación próxima a la capital… obra de locos furiosos, insania de enajenados de que hubimos de avergonzamos profundamente. Al querer ir en defensa de los viajeros, era tarde. La más estúpida de las crueldades se había consumado contrariando la previsión humana de los que en Jaén quisieron poner a cubierto de muerte unas vidas que nada tenían que ver con la victoria. Recordando ese trágico episodio, cuando me correspondió a mí confirmar o negar la autoridad de los gobernantes, al confirmar la de Piqueras le hice recomendación expresa de que atendiese a la seguridad de las personas y de manera especial a la seguridad de los presos. Me dio su palabra de que podía quedar tranquilo. Conociéndole, no necesitaba más.

Pero, con esa facilidad que hay en España para el cambio de reacciones, los presos, que antes vivían aterrorizadas por toda suerte de presagios siniestros, pasaron, con la complicidad de sus carceleros, a desarrollar una vida colectiva de licencias y de abusos. Jugaban con el mayor desenfado la carta de la victoria de Franco y dándola por segura, dispensaban protecciones y discernían castigos, según que los encargados de la cárcel fuesen más o menos tolerantes. Un abandono de autoridad como aquel no podía ser consentido y Piqueras intervino. A un minero de La Carolina no se pueden pedir diplomacias que, de tenerlas, no podían gastarlas en la cárcel. Entró en ella y la arregló. Sin una víctima. Con varias palabras secas, rudas, imperiosas. Sobró eso para que sus debeladores acudiesen con nuevas quejas contra su gestión. Persuadidos de que su destitución no la conseguirían en Gobernación, acudieron ante el ministro de Justicia, Manuel Irujo, que impresionado por las referencias que le daban apeló a mí, con su particular exuberancia, interesándome que le sustituyese «al bárbaro gobernador que mantenía en Jaén». El «bárbaro» estaba en mi despacho. Contesté a mi colega que se lo mandaba, que lo recibiese, le escuchase y que, después, haría lo que él juzgase que se debía hacer. Una hora más tarde, Irujo me telefoneaba:

—El gobernador a quien he llamado bárbaro es una persona honrada y cabal. Un poco bronco, pero una persona honrada.

—¿Le quito o le dejo?

—No le quite usted. Si acaso, dígale que no me perturbe demasiado a los jueces.

Aquellas personas que en Jaén no acertaban a saber cómo José Piqueras tenía más fuerza que todos los sellos y las firmas de las organizaciones más diversas, lo saben ya. Su única fuerza era la de su honradez acrisolada. Cuando se le sustituyó fue a iniciativa propia, que su suerte estaba ligada, oficialmente, a la del ministro que le ratificó el mando. Acertó en lo principal. Pero llegó un momento en que añoró con fuerza lo suyo: La Carolina, con sus minas y sus mineros. Y se fue a su casa. No sé si en ella o lejos de ella, abrió y cerró los ojos con último parpadeo. Por las canteras de su pueblo de origen y entre las piedras de Despeñaperros andará, como una niebla negra, el luto de su muerte varonil y, como una luz de esperanza, el recuerdo de su vida honrada, atacada con más saña con sellos y firmas que después con fusiles y balas.

¿A qué especial fuero podía acogerse Miaja para no levantar sospechas y congregar enemistades? En la medida que nos habíamos alejado de Córdoba, se le hacía responsable del fracaso. Un nuevo silencio se abatió sobre su nombre. El general no nos era útil. Su apellido desapareció de las crónicas y su fotografía se esfumó de los periódicos. La ilusión de Córdoba se nos había muerto. Era la ciudad que borrábamos de la nómina de las victorias inminentes. Quedaba Oviedo, que había de ser, en razón de la mitología revolucionaria, ilusión permanente. En las cercanías de Oviedo, con sus prestigios sin merma, estaban Ramón González Peña y Belarmino Tomás. Así como otras reclamaciones habían acabado por hacérsenos fatigosas, las suyas, no; lo que desde Asturias se reclamaba a Madrid estaba bien justificado, porque era ¡para tomar Oviedo! Y Oviedo, difícilmente se encontraría una persona que lo dudase, se tomaría. No recuerdo de una seguridad más absoluta, de un convencimiento más firme. Una tarde, como me hablase por teléfono Ossorio y Gallardo, preguntándome:

—¿Qué pasa que no se toma Oviedo? Me incomodé. Un poco irritado, le dije:

—No se les han enviado, porque no se puede, los estopines que necesitan los asturianos. Aún añadió el embajador en potencia algún comentario que implicaba desconfianza. ¡Qué lamentable falta de fe! Quizá cobra aquella reacción mía un cierto retintín humorístico ahora que se conoce el desenlace; pero, en la ocasión a que aludo, la exclamación era compartida por mis compañeros del periódico.

¡Qué tremenda fuerza de sugestión la de Asturias y los asturianos! Merecida, que su fracaso no sobrevino por falta de pasión ni de heroísmo, sino por culpa de…, pongamos de los estopines. Malhadados estopines, ¡cuánto daño causaron! No lo sabíamos bien cuando por primera vez, sin saber lo que representaba, conocimos la palabra. Sin la seriedad trágica de aquellas primeras horas, hubiesemos pensado que la tal palabra era una invención lírica de Matilde de la Torre, que iba y venía, por alturas de cuatro y cinco mil metros, en aviones dudosos, de Asturias a Madrid y de Madrid a Asturias. Oviedo, Oviedo, ¡qué nombre obsesivo! Todo era secundario a su lado. ¿Valía tanto militarmente? No sé de nadie que se hiciese esa pregunta. Ni los militares. La proyección era puramente sentimental. La guerra no era menos cruel, pero sí más decisiva en Irún, y de esa plaza difícilmente nos acordábamos. Sus combates los teníamos por anécdota y episodio menudo. Oviedo fue para nosotros, con resultado diferente, lo que el Alcázar de Toledo para los tropas rebeldes.

Una profunda apelación sentimental que, en definitiva, a insurrectos y leales había de costamos cara. A ellos Toledo, porque les consumió el tiempo que hubieran necesitado para entrar en Madrid; a nosotros Oviedo, porque nos absorbió toda la atención. Tomarlo era pique de amor propio. Desde los emplazamientos del asedio engañaba a los sitiadores con su difícil facilidad; tan al alcance del primer impulso parecía estar. Ignoro cuál sería la impresión que Madrid producía en los que lo contemplaban desde las líneas nacionalistas, pero estoy seguro de que no era tan extraordinaria como la que a mí me produjo Oviedo visto desde una de las carreteras de acceso, sobre la que zumbaban las balas de los pacos. Había que hacer un violento esfuerzo de discreción para no preguntar: ¿Por qué no entramos? No entrábamos, ya lo he dicho, por los estopines. Aquel espejismo ¡nos costó tanta sangre!

La ciudad, toda la ciudad, se nos mostraba como una presa fácil. Aranda, a quien el oficio que ejerce le es bien conocido, supo atrincherarse. Las colinas estaban guardadas por ametralladoras que, sensibilizadas para el peligro, rompían a ladrar furiosas en cuanto lo olían. En aquella visita a nuestras líneas de Oviedo, silenciosamente, enterré yo la esperanza de su conquista. Belarmino Tomás no me calentaría el entusiasmo aun cuando volviese a repetir, como ya le había oído, su jactancia de parlamentario, que no de militar.

—La semana que viene tomamos café en Oviedo. ¿Quieres venir? Estás invitado.

Como pidiese el testimonio de otros diputados que con él habían llegado en avión a Madrid para asistir a la Sesión de Cortes, aquella en que se votó la autonomía de las Vascongadas, sus colegas confirmaron el aserto.

—Es verdad; le invitamos a café y copa.

Entonces miramos a aquellos hombres como a héroes, y sus palabras nos inundaban de alegría. ¡Oviedo! ¡Oviedo! ¡Qué pena que no hubiesemos de tener estopines bastantes para tomarlo! Uno de los que más hicieron por vencer de la tenacidad de Aranda, llevando sus trabajos con silenciosa discreción, fue Amador Fernández. Veló, ¿cuántas veces?, para bombardear la ciudad, donde estaban prisioneros sus mayores afectos: su mujer y una parte de sus hijos. Nadie le oyó jamás hacer méritos de su conducta. Cumplía, encerrado en una sobriedad absoluta, los más ásperos deberes. Subía al cielo en los aviones y bajaba al mar en los submarinos.