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La matanza de la Plaza de Toros de Badajoz. — La conducta de las autoridades portuguesas. — El primero de los Juicios de Dios. — Las relaciones diplomáticas con Rusia. — El peor momento del Gabinete Giral. — Ruiz de Alda y Amelia Azarola. — La toga de don Mariano Gómez.

El Ministerio que presidía don José Giral conoció terribles apreturas, en la última de las cuales estuvo a punto de perecer el régimen. No era lo peor que el enemigo avanzase con relativa facilidad desde sus bases del Sur hacia el Centro. Las fuerzas que se enviaron a hacerle oposición no tenían la necesaria fortaleza. Eran débiles y su debilidad, como sucede con los enfermos, les hacía ver visiones. Varias plazas, abandonadas por nuestras tropas, tardaron muchas horas en ser invadidas por el enemigo, que en el momento de nuestro abandono se encontraba a bastantes kilómetros de distancia. La resistencia de Badajoz, capital que había sufrido varias alternativas, resultó débil. A la rendición de los republicanos siguió una represalia colectiva de la que se hizo personalmente responsable, no sé bien con qué fundamento, al general Yagüe. Las ejecuciones se llevaron a cabo en la Plaza de Toros, habiéndose distribuido invitaciones para el espectáculo. Dudo mucho, conociendo la posición política de Yagüe, que le alcance responsabilidad en semejante carnicería humana. Ella pudo haber sido obra de la exclusiva iniciativa de algunos jefes de la Guardia Civil que, derrotados por los republicanos y perdonadas sus vidas, se dedicaron a madurar un odio monstruoso que había de fructificar en las matanzas del coso taurino. Grupos de hombres, atraillados como perros de caza, eran empujados al ruedo para blanco de las ametralladoras que, bien emplazadas, los destruían con ráfagas implacables.

En los tendidos, los invitados registraban con comodidad las angustias y las muecas de la inválida masa humana que, saliendo de su espanto, intentaba escapar a la condena, sin descubrir cómo ni por dónde, que la velocidad de los proyectiles era mayor que la de sus piernas endurecidas por el instinto. Su rebeldía al destino no servía para cosa mejor que para dar movimiento al macabro espectáculo. Detenidos en su carrera por unos disparos certeros, la fuerza de inercia les hacía dar unos saltos inverosímiles antes de quedar tendidos en la arena. Esos saltos agónicos, con su parábola de sangre, movían a entusiasmo a los espectadores, que aplaudían o reían, como si la escena fuese de regocijo y alegría. Desde el que corría la plaza malherido, sin otra atención que la del dolor de sus entrañas abiertas, basta el que se plantaba, con el puño en alto, frente a las ametralladoras, gritando su pasión, en forma de vítor o de blasfemia soberbia, todos dejaban en las retinas impasibles de los ejecutores y de los invitados la imagen permanente de su tortura, sin que yo conozca ácido lo bastante corrosivo que pueda hacerla desaparecer. Mirándoles a los ojos se podrá saber quiénes fueron. Y Yagüe, de quien yo no sospecho culpa, deberá ayudar al esclarecimiento de un crimen que se encarnizó con hombres que, año tras año, nos habían dado a todos el trigo para nuestro pan. Campesinos atenidos a la disciplina de la tierra, hambreados por las malas cosechas y la usura, humillados por el cacique y la Guardia Civil, castigados por las cóleras de Dios y el orgullo de los señoritos. ¡Qué tremenda y monstruosa injusticia! Nada conozco que la iguale. Los pinceles de Goya, los sólo aptos para retener una brutalidad de esas proporciones, no hubiesen encontrado los colores ni los escorzos para tema de tanto horror.

El fariseísmo de las embajadas ignoró este episodio. Su denuncia por la propaganda no surtió efecto. Se tuvo por impostura lo que era referencia insuficiente, que las palabras, como no las concierte el genio de un Dostoievski, no alcanzan a transmitir los matices increíbles de un clima de horror como el que en plenitud de melodía desarrollaron todas las potencias oscuras del hombre en la Plaza de Toros de Badajoz. Tantas y tantas muertes como he conocido se borran y desdibujan cuando evoco el drama colectivo de los prisioneros extremeños. ¡Qué verbena de sangre y de horror homicida! Hay que dejar a la imaginación del lector, para no perecer en la angustia de cada detalle, que reconstruya ese teatro de muerte, variada y distinta en cada víctima, según su temperamento y su genio, hasta el momento de aumentar con su cabeza y su tronco, con sus brazos y con sus piernas, el inmenso montón de cadáveres sin paz, al que las ametralladoras, en sus equivocaciones de tiro, seguían asestando abanicos de plomo. ¿A qué numen sanguinario se ofrendó ese sacrificio? La respuesta debe deducirse de los silencios. Silencio de la voz católica. Silencio de la voz diplomática. Silencio de la voz militar. Silencio de la voz civil. ¿Cobardía? La cobardía es una forma de la complicidad. La complicidad más abyecta.

Las autoridades portuguesas hicieron todo lo posible porque aumentasen los dolores de los republicanos. No les otorgaron derecho de asilo. Cerraron la frontera y los que ganaban tierra portuguesa por los caminos del contrabando, una vez detenidos eran entregados a las autoridades de Franco. Fue muy reducido el número de personas que forman la excepción, entre las que se contó el coronel Puigdengolas, de acentuado republicanismo, a quien una vez en Madrid, como hubiese de emplearse en nuevos combates difíciles y tratase de corregir, pistola en mano, una deserción injustificada y colectiva, uno de los fugitivos contrariados se echó el fusil a la cara y lo mató. ¿Qué sabía el matador de aquella vida de militar republicano? Lo hubiera sabido, y el miedo que le impulsaba a correr, le hubiese impedido toda reflexión. Puigdengolas dio unas referencias sombrías de lo sucedido en Badajoz y de la conducta de las autoridades portuguesas, que ayudaban por todos los medios a la victoria de los rebeldes. La hostilidad de Portugal por nuestra causa nos era sobradamente conocida. Días después del alzamiento militar, nuestro embajador en Lisboa había quedado prácticamente secuestrado en el edificio de la embajada. El señor Sánchez Albornoz no podía recibir visitas, y todo español que acudía a él en demanda de consejo o de ayuda era sometido a minuciosos interrogatorios policiacos, cuando no era compelido a regresar a España por una de las provincias de las que eran dueños los sublevados.

La protección que dispensaban en Portugal a los militares se manifestó de diferentes formas eficaces, aun cuando una de ellas, el consentimiento para que el general Sanjurjo se trasladase a Sevilla, en un avión pilotado por uno de los Ansaldo, terminó malamente, con el incendio del aparato y la muerte del general, que quedó, entre hierros retorcidos, carbonizado. El extraño accidente, que no dejó de atribuirse a un atentado, iniciaba, en la guerra, la serie de los Juicios de Dios. En la víspera de hacer armas contra la República, que le había perdonado la vida primero, e indultado después, el arrebatado general se convertía en cenizas y el piloto encargado de transportarle quedaba malherido. Al cuidado de los católicos queda el descubrir la filosofía del caso. Sanjurjo pagó, con algún retraso, su contumacia de rebelde, en tanto que su cómplice del diez de agosto, don Alejandro Lerroux, a quien caballerosamente había tapado, pero al que descubrió otra persona puntualmente informada del proyecto de la sublevación, acordaba sus lamentaciones con las de los aristócratas acogidos a la bondad climática de las playas lusitanas, no sé si, como en otros tiempos, y a despecho de la edad, «preparándose para gobernar». Toda ilusión es posible en Don Alejandro, a quien Maura llamaba, con fundamento, «viejo chocho».

Portugal, que fue puerta cerrada para los evadidos que llamaban a ella con la muerte a los alcances, se abrió con reiteración para facilitar material y combatientes a los militares. Oliveira Salazar contribuyó en la medida de sus fuerzas a la victoria de Franco. Su actual reserva en cuanto a la política española debe producir pesares y contriciones. Su contrafigura española, que pensó sería Gil Robles, está por ahora tan alejada de toda influencia en España como puede estarlo don Manuel Azaña. Ese tipo de arrepentimiento no parece que sea exclusivo del dictador portugués. Son muchos los países que dieron a Franco más de lo que les pedía y que tienen motivo para lamentar su generosidad. El gobierno que presidía el señor Giral no podía hacer, en materia internacional, grandes cosas. No malo que fuera capeando la situación interior. Sus colaboradores carecían de aliento para la menor empresa. El Ministerio de Marina estaba lleno de las voces y de las órdenes de Prieto, que con complacencia unánime cuidaba de las más variadas atenciones y de modo preferente de la marcha de las cosas en el Norte, donde, por nacimiento en Asturias y aclimatación en Bilbao, tenía fijos sus afectos más profundos. Los titulares de cada cartera le dejaban hacer y le agradecían lo que hacía. Ellos estaban sin aliento, y si la palabra no es fuerte, añadiré que estaban asustados. Cierto que eran bastantes los que, ignoro con qué graciosos destinos, se dedicaban a destruirles la moral, la muy escasa moral que registrándoles mucho se les podía descubrir. El único acto atrevido que puede computárseles es el restablecimiento de nuestras relaciones diplomáticas con Rusia. ¡Al fin! Esas relaciones habían comenzado a estudiarse poco después de que Prieto, desde Hacienda, con notable economía y ventaja para ella, suscribiese el primer contrato de petróleo ruso, eliminando toda suerte de intermediarios.

—Por unas y otras causas, las negociaciones se frustraban cuando más a punto parecían de lograrse. Creo recordar que era a don Niceto Alcalá Zamora a quien esas relaciones no hacían ninguna gracia. En puridad, excluidos los socialistas, los demás grupos políticos ministeriales se desinteresaban del problema y encontraban bien todos los retrasos. La guerra modificó los criterios. Claras ya las ayudas importantes que el enemigo recibía de Italia y Alemania, que le facilitaban material y hombres; negados los apoyos que teníamos derecho a esperar de las potencias democráticas, con una de las cuales habíamos suscrito un tratado de comercio por el que nos obligábamos a comprarle material de guerra, que en el momento en que nos era más necesario se negaba a vendemos, se hacía forzoso, como último recurso, pensar en Rusia, para tratar con la cual lo primero que necesitábamos era tener relaciones diplomáticas que no las teníamos. A no pocos críticos de Rusia se les ha traspapelado ese detalle. Acudimos a su amistad cuando nos sentimos desahuciados de las que con más intensidad habíamos cultivado. La República Española no se había hecho de la noche a la mañana comunista. Mucho más simple: el instinto de conservación la empujaba inexorablemente hacia la URSS Rusia es un país de límites geográficos, con diplomacia propia y con unos conceptos políticos, nacionales e internacionales muy precisos y concretos, que agradan a unos y desplacen a otros. Lo que Rusia no es, es un hada madrina dispuesta a arriesgar su integridad por acudir en auxilio de países que sufren un apuro y que la víspera de sufrido se cuidaban mucho, por una u otra razón, de no dirigirle la palabra. Rusia era, de ahí el restablecimiento de relaciones, nuestro único asidero. La tabla del náufrago. Su primer embajador en Madrid, Rosenberg, presentó sus cartas credenciales en momentos bien apurados. Sus colaboradores eran, preferentemente, militares, personas que se pusieron a trabajar con la meticulosidad de los rusos para tener una idea clara de la situación. La cosa, después de todo, no resultaba nada fácil. Yo no traté a ninguna persona de la embajada rusa, con la que no tenía ocasión de relacionarme, pero conozco, por amigos íntimos que trabajaron para ella, la aplicación y el esfuerzo que los agregados militares rusos pusieron en su cometido. Sus visitas a los frentes eran diarias y de duración. No hacían turismo. El acto político de las nuevas relaciones fue un balón de oxígeno para nuestras esperanzas que habían sufrido rudos golpes con el progreso de los rebeldes, que encaminaban sus pasos hacia Madrid, que ya había tenido ocasión de estremecerse con los primeros ataques aéreos, enderezados a destruirle la moral de que iba a sacar su capacidad de resistencia.

En uno de estos bombardeos, doloroso e inesperado, el Ministerio de Giral conoció una de las apreturas a que me he referido. La más grave de todas. Estábamos haciendo el periódico, ajenos a esa circunstancia, cuando Prieto, que había abandonado el Ministerio de Marina para recogerse en su casa, nos dio la noticia en los términos más violentos.

—Hemos entrado en la última fase de la guerra. El cuerpo diplomático se ha presentado al señor Giral y le ha comunicado que, o cesan inmediatamente las represalias que se están cometiendo en la cárcel o se retiran todas las misiones, recomendando a sus gobiernos una rápida intervención que restablezca el derecho de gentes. No creo que el Gobierno tenga fuerza coactiva para imponerse.

Esta comunicación de Prieto nos llenó de estupefacción. Ignorábamos lo que sucedía en la Cárcel Modelo. Salieron varios redactores a informarse. Cuando regresaron al periódico, su emoción y su indignación eran vivísimas. Con sus datos hicimos un artículo tajante y condenatorio al que dimos mucho relieve tipográfico. Después de juzgar la situación entendimos que no había más remedio que coger al toro por los cuernos y humillarle la cabeza. El precio de lo que a muchos pareció una temeridad no lo tuvimos en cuenta. Había que ayudar al gobierno a salir del atasco en que le habían metido los energúmenos, poniéndose por su cuenta a hacer justicias brutales y equivocadas en los presos. El interior de la cárcel, cuando la visitaron nuestros redactores, admitidos en ella a título excepcional, trascendía a matadero. En uno de los patios había varios cadáveres, algunos de personalidades políticas conocidas.

Melquiades Álvarez y Martínez de Velasco, jefe de los agrarios y aquél de los reformistas, se habían arrugado antes de morir, implorando con las palabras más temblorosas piedad para sus vidas. No se les escuchó. La represalia les alcanzó de lleno, cuando sus súplicas se hacían más vehementes y apasionadas. De los dos, fue Melquiades Álvarez quien más rogó la compasión de sus ejecutores. Martínez Velasco hacía las peticiones con la mirada, desorbitados los ojos por el horror. La furia de los que se habían adueñado de la prisión no escuchaba ni veía. Ruiz de Alda fue otra de las víctimas. A este lo ejecutaron en el patio. Durante el trayecto, no escatimó su opinión. Abrumó con invectivas a los que lo conducían. Repelió alguna agresión, y ya en el patio, mientras los fusileros corrían sus cerrojos, siguió gritándoles su desprecio. La escena impresionó a cuantos la vivieron. Fuerte, buen tipo, arrogante siempre, pero más arrogante en aquel momento, su figura imponía respeto. Antes de que la muerte se le fuese encima tuvo tiempo de gritar su nombre y su filiación. Con las descargas, el furor le envió unos epítetos más groseros que injuriosos. No los merecía. Su mujer, Amelia Azarola, conoció la muerte de su marido estando ella, a su vez, prisionera. He oído decir, sin que responda de la veracidad del dato, que como quien le hiciese la notificación pusiera en ella cierta complacencia, la mujer se hizo de esparto, y seca, sin una lágrima, respondió:

—Ruiz de Alda tiene un hijo, que será digno de él y le sabrá vengar.

La respuesta no es inverosímil en Amelia Azarola, que tiene una fortaleza moral envidiable, que le prohibió por el tiempo que estuvo en la cárcel producir la menor queja cerca de sus amigos, que los tenía, y en la oportunidad, poderosos. Uno de sus valedores más constantes fue Irujo, que acabó consiguiendo para ella un canje, después de haber logrado su libertad. Casi afirmaría que, a pesar de la herida inmensa que se le abrió con la muerte de su marido, su juicio de la República y de los hombres que la gobernaron durante la guerra no es malo. Tiene motivos para saber los esfuerzos que hicieron por corregir las injusticias y derrotar la brutalidad. Pudo saber que el Gobierno mandó a la cárcel el batallón de la Motorizada, con el encargo de restablecer el orden. La empresa no era fácil y la violencia no era probable que arreglase lo desarreglado. La solución no estaba en las armas y sí en la política. La noche siguió siendo trágica. Los jefes de la prisión no tenían la menor autoridad. Se les habían impuesto los nuevos custodios que, pistola en mano, hacían y deshacían en los ficheros, buscando nuevas víctimas. Los socialistas que habían conseguido penetrar en la Modelo se pasaron la noche pidiendo en los términos más angustiosos ayuda para ellos y remedio para la situación creada. Al amanecer, el nerviosismo y la violencia habían decrecido bastante. Fernando Vázquez y Manolo Pastor resolvieron volver por la prisión para ver cómo marchaban las cosas. Su condición de redactores de El Socialista les franqueó la entrada, que estaba muy difícil. El corredor del edificio coincidió con una conducción de dos presos, joven uno, viejo el otro. Los custodiaban cinco hombres con pistolas ametralladoras. Uno de los custodios, un mozalbete, profirió una palabrota contra el preso joven y este se abalanzó contra su injuriador, que dio un traspiés. Se rehizo y, sin una palabra, disparó varias veces su arma. El preso se tambaleó unos momentos, quiso sostenerse y no pudo; cayendo pesadamente. El viejo había buscado refugio en la pared, y, pálido y temblón, invocaba a Dios. El mismo custodio le encañonó. Dijo:

—A ti también, ¡c…! ¡Cuánto antes terminemos será mejor!

Hizo fuego. La víctima dio un gemido, que prolongaba, ya en tierra, las sacudidas de su cuerpo. Otro hombre, ¿más caritativo?, le disparó el tiro de gracia, que terminó la agonía.

Fueron los dos últimos cadáveres de las represalias de la cárcel. La designación de un tribunal extraordinario y de urgencia permitió poner término al episodio más bochornoso que padecimos. Un hombre que por esa sola razón merece todos los respetos se decidió a presidirlo: don Mariano Gómez. Apoyado en los vocales socialistas, que eran los más exorables, consiguió hacer que la justicia, dura justicia de tiempos de guerra, no fuese ni brutal ni rencorosa. Don Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, que es posible que pase por ser bestia negra para los insurrectos, aplacó con su toga la insania de los que enfurecidos por el bombardeo buscaron el desquite en la carne de los detenidos, eliminando previamente los presos de derecho común y a los extranjeros, permitiendo la salida, en una de estas clasificaciones, a un capitán de la Falange granadina. Sancho Dávila, que al amparo de un sanatorio, de los de San Cosme y San Damián, y con otras protecciones posteriores, quizá la del señor Mola, consiguió volver a Andalucía para conocer, en el ejercicio de su pasión falangista, riesgos más directos que el que pudo sentir en la Cárcel Modelo de Madrid.