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Los combates de la Sierra. — La columna Mangada. — El Alto del León y el Puerto de Somosierra. — ¡Aviones! ¡Aviones! — Una lección de honor. — La Guardia Civil. — Las tres obediencias de un subalterno. — ¿Quiere hacerse matar Casares Quiroga? — La paternidad de Largo Caballero. — Negrín, subalterno de Sabio. — Cornetas y tambores en una tumba.

Madrid había trasladado sus afectos a la que fue, por algún tiempo, famosa columna Mangada. Este militar tenía pública historia de soldado republicano. Era un hombre original, amigo de una musa paticoja que le dictaba versos hasta en esperanto, idioma auxiliar del que era activo adalid. Su producción poética en castellano se resentía de las misma graciosa originalidad. En la masonería abierta de los esperantistas se referían anécdotas simpáticas de este militar, con el que no he tenido ocasión de hacer relación de amistad. Sus andanzas por un sector de las sierras de Guadarrama tenían en los diarios madrileños una estupenda repercusión ditirámbica. Con domicilio próximo al mío, cuando el general del pueblo, que este fue el título que le discernieron sus soldados, y del que él se sentía ufano, ganaba su casa por algunas horas, en descanso merecido, los vecinos de la calle, a los que se asociaban los transeúntes, le hacían unas ovaciones extraordinarias, bien saladas de vivas antifascistas y personales. Sus hombres sentían por él idéntica idolatría simplona e inocente. Le computaban su rebeldía en una solemnidad militar, en la que habiendo pronunciado el general Goded un discurso de intenciones equívocas, se despojó de la guerrera delante de sus compañeros, la arrojó al suelo y la pisoteó con furia, lo que le valió un cautiverio de varias semanas. Los combates en que se metió con sus hombres no tuvieron, ni podían tener, nada de decisivos. Adelantó con ellos hasta donde pudo y su progresión terminó en el límite en que los rebeldes decidieron, después de acumular elementos, hacerse fuertes.

La estrella del general del pueblo comenzó entonces a palidecer. Daba, de cuando en cuando, algunos parpadeos brillantes: era una operación envolvente que había iniciado para batir a los rebeldes por la espalda, cortándoles la carretera del Espinar. La toma de este pueblecito, y la de Villacastín, se dio varias veces por segura. Creo que cuando más, que el régimen de exageración estaba entonces en todo su vigor, se riñeron batallas que exigieron replegarse a las fuerzas de Mangada a sus posiciones de Navalperal de Pinares, pueblo por cuya posesión se quemó mucha pólvora. Donde la guerra, violenta y cruel, se hacía sin descanso, era en los dos puertos, el del León y el de Guadarrama. Los rebeldes se adueñaron de aquellas alturas —donde se construyeron, por el tiempo de Gil Robles, obras de fábrica con vistas a su aprovechamiento guerrero—, convirtiéndolas en inexpugnables. Contra sus posiciones del Alto del León se desencadenaron, una tras otras, innumerables arremetidas, que en ningún caso prosperaron. Se les arrebataba un pedazo de tierra, del que por el fuego de las ametralladoras acababan expulsando a los republicanos. En cada una de esas acometidas, los madrileños necesitaban hacer intervenir el heroísmo en proporciones altísimas. Las máquinas de los rebeldes batían todos los accesos posibles. Sus fusiles completaban el encarnizamiento.

Los milicianos, sin ninguna educación militar previa, les facilitaban imprudentemente los blancos. Tardaron en aprender a cubrirse. Creían que podían arreglarlo todo con valor personal y se equivocaban. La muerte les fue enseñando disciplina y estrategia. De la vertiente segoviana todo estaba estudiado y sometido a obediencia, los hombres y el terreno; en la vertiente madrileña el régimen seguía siendo de pura improvisación; cada grupo se gobernaba por su libro, sin considerarse obligado al de los demás. En aquellos combates asoma por primera vez como guerrillero intuitivo y valiente, que no como soldado, el Campesino. Bravo como el que más de sus hombres, se preparaba, sin saberlo, para una popularidad que sería la causa de su anulación posterior. En la Sierra, sin otro cometido que el de ser constante y tenaz, estaba en su elemento. Lo suyo era la guerrilla, y quien le metió en otros dibujos, que no iban con su mentalidad, lo invalidó como fuerza de provecho. Sus primeras hazañas se encargó de comentarlas, en El Socialista, el redactor que, por haber hecho como cronista de guerra una de las campañas de Marruecos, se encargó de referir a nuestros lectores lo que sucedía en la Sierra. Este periodista, cuyo nombre no me decido a divulgar, conocía con alguna intimidad al general Franco y al militar que en nombre de la República, Asensio, había de hacerle cara. Su juicio sobre la capacidad profesional del Generalísimo era buena; pero era mejor el que emitía con respecto a Asensio. Mi compañero de periodismo se dejó llevar pronto por su vocación de soldado y, sin insignias ni uniforme, aconsejaba a los milicianos y participaba como un jefe más en la organización de aquellos frentes inciertos de la Sierra. No había de tardar mucho en vestirse el uniforme y en aceptar, en momentos difíciles, con plena conciencia, su responsabilidad de soldado. En torno a su nombre nadie puso interés en hacer ruido; pero su sector, allá en Madrid, tenía la seguridad y la firmeza de quien lo mandaba.

Las versiones de este periodista sobre los combates del Alto del León eran impresionantes. Supimos por él que no se tomaría. No se equivocó en su vaticinio. El adversario, que se había preparado con tiempo, disponía de todas las ventajas. En Somosierra sucedía lo mismo. Las posiciones rebeldes eran sólidas y firmes, en tanto que las nuestras —matas, rastrojos y jaras— no consentían la defensa. En los dos puertos, nuestros milicianos retrocedieron. Ocurrió que lo que cedían por un susto inmotivado, lo recuperaban horas o días más tarde, con unos ataques hombrunos en que, ni el fuego de las ametralladoras ni el cañoneo de la artillería, diestramente manejada, tenían potencia para hacerles desistir de su empeño. Aquellos combates tienen mérito para ingresar, no en la historia, en la leyenda de Madrid. Sus hombres más corajudos perecieron en ellos. Las alturas de que se ampararon los rebeldes eran las dos puertas por donde la columna de Mola debía penetrar, sin mayor tardanza, en la capital de España. Su valor estratégico era justamente eso: tener a disposición de Valladolid, Burgos y Navarra, para cuando los necesitasen, dos accesos a la ciudad ambicionada, cuya posesión les garantizaba la victoria y se la daba reconocida en el extranjero. Para eso morían, entre los canchales de la Sierra, los cadetes de Segovia, sólo por eso se aguantaban aquella sangría que se hace difícil valorar. Semejante sacrificio no pudo ser aprovechado. Por las dos puertas de las sierras no pasó nadie. Abiertas en las alturas, estaban cerradas en las vertientes madrileñas.

El miliciano que corrió mucho, corrió mucho porque lo hizo en dos direcciones: hacia atrás y hacia adelante. Huyendo de las tormentas de fuego, a veces; y haciendo retroceder ese mismo fuego, otras. Pegujaleros y artesanos que no se habían preparado para la guerra, de la que no tenían una referencia exacta, ni aun habiendo leído el libro de Remarque, no es chocante que le volviesen la espalda en los primeros días de tomar contacto con ella. Tenían, para escaparse, libertad de obediencia y automóviles rápidos que, en pocos minutos, los situaban en la Puerta del Sol o en los cafés de la calle de Alcalá donde podían aplacar la sed y quitarse el susto de la muerte. Ese mismo susto les hacía ver traidores que no existían y traiciones que sólo su fantasía desconfiada podía justificar. Esas olas de pánico colectivo que envolvían a milicias enteras, se conocieron también en la vertiente contraria, y las padecieron, con características similares, soldados, cadetes y oficiales, que no por educandos de Marte, dejaban de ser de carne y hueso. Fuera de sus posesiones de ventaja, inaccesibles a los disparos, su heroísmo para la resistencia desaparecía. Prueba irrefutable de esa verdad es que su victoria inicial no tuvo consecuencias y que los frentes, después de combates reiterados, llegaron a estabilizarse y caer en el marasmo de los frentes perezosos. En lo sucesivo, los ataques a la capital no se harían por la Sierra. ¿Qué mejor confesión de fracaso? La victoria en ese punto fue netamente republicana. Los combates se reñían por nuestra iniciativa, buscando destruir una superioridad de emplazamiento que nos impedía extendernos hacia Segovia y La Granja. Siempre que se abordaba a un intento de esa naturaleza me venía al recuerdo la angustia y el apremio con que un camarada de Segovia buscaba por Madrid unas docenas de fusiles con los que armar a un grupo de trabajadores, leñadores en su mayoría, que se comprometían a impedir el acceso de los rebeldes a las alturas de Guadarrama.

—La operación es para nosotros sencilla. Conocemos la Sierra mejor que ellos y con unos cuantos fusiles y muchos pinos les cerramos el paso. El problema es de horas. Perder un día será perder el Alto del León.

Desgraciadamente no teníamos fusiles que darles y cuando fugitivos de Segovia pudieron disponer de ellos, desde las alturas del puerto se nos hacía ya un fuego violento. Fuego en el que perecieron los cuadros más selectos de las organizaciones sindicales y políticas que habían asumido, en la capital, la defensa de la República. Podría citar los nombres de aquellos compañeros míos que, brillantes los ojos de pasión, montaban en los camiones que les conducían a la muerte, convencidos de una victoria fácil y segura. Sus fisonomías me andan en la memoria visual y todavía creo percibir el calor de sus manos. Pero esos compañeros míos no estuvieron solos. A su sangre se mezcló otra sangre. A su sacrificio se unieron otros sacrificios. Todo era, en aquel esfuerzo gigante, anónimo. El ministro de la Guerra, que ahora lo era Hernández Saravia —su antecesor, el general Castelló, se había vuelto loco y fue preciso recluirle—, podía, en sus viajes a los frentes del Guadarrama, discernir ascensos sin error. El miliciano que tropezaba con su vista lo merecía. Podía no ser un soldado; pero, desde luego, era un valiente, y con este solo mérito habían hecho en Marruecos su carrera muchos de los sublevados. No eran, sin embargo, ascensos, lo que los milicianos pedían al ministro, que la fiebre de estrellas no había prendido todavía en ellos, sino aviación, que los primeros aparatos rebeldes castigaban nuestras líneas con impunidad. Aviones que se fijaban como moscas sobre los objetivos sin defensa antiaérea y los pulverizaban. ¡Aviones! ¡Aviones! La reclamación, como en otro período la de ¡Armas! ¡Armas!, se hacía constante y violenta. Más que con fines militares, con designios psicológicos, se enviaron a la Sierra algunos aparatos que, después de una fugaz demostración, volvían a sus bases para enderezar sus vuelos hacia las ciudades que convenía bombardear. El efecto psicológico que se buscaba se producía en sentido inverso. Los milicianos que habían visto los aparatos republicanos, y que con ayuda de su fantasía los multiplicaban, no acertaban a explicarse cómo dejaban el cielo libre a los que les atacaban con enconada reiteración. Las quejas se hacían irritadas y las demandas, intemperantes. La verdad de nuestra pobreza en alas y motores estaba cuidadosamente tapada y esto, unido al fetichismo a que la aviación dio origen, provocaba en la Sierra reacciones peligrosas, de las que los más ecuánimes llegaron a contagiarse. Con aviación se podía osar a todo; sin aviación, a nada. Uno de nuestros mejores pilotos civiles. Mellado, hombre de serenidad y de calma poco comunes, se enfadaba cuando hacía memoria de las exigencias que los infantes tenían para con el trabajo de los aviadores.

—Nos piden que hagamos puntería sobre los objetivos más minúsculos. Si no la conseguimos, y no la conseguiremos nunca, a menos que intervenga la casualidad, nos arman unas chillerías en las que deslizan puntas hirientes de sospecha. He reñido muchas veces con González Peña. Este quiere que le rindamos ¡Asturias y entrar él a la cabeza de sus hombres, como en un paseo militar!.

Hernández Saravia prometía que, a su hora, tendríamos aviación. Esa hora iba a tardar mucho tiempo en sonar. La adquisición de aparatos era difícil y complicada. El Comité de No Intervención, discurrido en nuestro daño, nos lo hacía en abundancia. Nuestros compradores, inexpertos en esa clase de negocios, caían en las más absurdas celadas, discurridas contra nuestro dinero por una turbamulta de simuladores y tramposos. Materiales viejos, retirados de servicio por otros ejércitos, nos eran cobrados a precios altísimos. ¿Aviones? No malo que pudiéramos ir recibiendo fusiles, variados de tipos y calibres, lo que introducía un nuevo motivo de enredo en nuestros defectuosos sistemas de organización. Así ocurría que, en los trances más apurados, las municiones consignadas a un batallón llegasen a otro que, por la diferencia del calibre, no podía utilizarlas. Para esto y otros contratiempos de mayor importancia nadie tenía, ni el propio ministro de la Guerra, otro remedio que el de la esperanza de días mejores, esperanza que se concretaba en promesas diferidas para cuando se pudiese cumplirlas.

—Llegará la aviación. Tendremos armamento en abundancia. Necesitábamos cubrir esta etapa difícil ¡Animo! ¡Fortaleza!

Masticando invectivas, sudando rabias inconcretas, los milicianos se hacían piedra en el granito, madera en el árbol, tierra en la selva, y resistían. El turismo militar de los inconscientes que hacían la guerra con jornada de linotipista pudo ser cortado en seco. Fusil que subía a la Sierra, en la Sierra se quedaba. Se le asignaba puesto fijo del que no podía desertar hasta que le llegase el relevo.

La disciplina iba ganando cuerpo. Se abolió la temeridad de cuantos, y fueron muchos, consideraban vergonzoso ocultarse y se ofrecían a la puntería del adversario. Esos caudales de valor personal que no aceptaba consejo comenzaron a administrarse. Se arañó la tierra para hacer trincheras. La técnica empezó a ser tenida en cuenta. El concepto anarquista de la autodisciplina se batía en retirada. Sin violencia, rindiéndose ellos mismos a la experiencia. Los jefes militares podían hacerse escuchar. Quedaba sin vencer una última reserva; suscitaban dudas por profesionales. En otra parte he referido el caso del infortunado teniente coronel Cuervo, militante del Partido Socialista y contradictor por tierras de Salamanca de la política de Gil Robles, a quien por sospechoso de comunicación con el adversario, los soldados de Galán le formaron juicio sumarísimo y a pesar de sus poderosas alegaciones, le condenaron a muerte y, sobre la marcha, ejecutaron la sentencia. Cuervo murió vitoreando a la República. Sus objetos particulares vinieron a parar a mis manos: una cartera con papeles y un reloj de oro, que tardamos un tiempo en hacer seguir a su viuda, ignorante de la tragedia.

En ese ambiente de desconfianza, que se fomentaba intencionadamente, y con buen éxito por la defección de muchos leales geográficos, los militares no podían desarrollar todo su juego. La mala interpretación de una orden podía costarles, sin apelación, que la justicia era expedita, la vida. Este era el principal inconveniente de un mal deslinde de campos. El derecho a la desconfianza era legítimo en unos milicianos que habían visto evadirse a muchos oficiales y habían presenciado cómo un coronel de la Guardia Civil, de cara a sus tropas y rodeado de oficiales, antes de darles orden de entrar en fuego, desenfundó su pistola, se la arrimó al parietal y se quitó la vida. Sin una palabra, sin un gesto, con la sobriedad de quien cumple un rito conocido y habitual. Aquella lección de honor de un conjurado arrepentido de no haber correspondido al juramento, prendió entre los suyos, que, aprovechando las horas de la noche, se trasladaban en masa a las posiciones rebeldes. Y siendo perjudiciales estas evasiones colectivas, nos ocasionaban menos quebranto que la permanencia en nuestras líneas de los que se nos mostraban adictos, constantes consumidores de municiones y acechadores de oportunidades para causamos bajas. Esta conducta de la mayoría de la Guardia Civil aumentó el odio popular contra ese instituto, odio del que fueron víctimas combatientes que se habían adscrito de la mejor buena fe a la defensa de la República, y que no pudiendo soportar reticencias, desdenes y humillaciones, acabaron por pasarse a las filas de Franco, donde por el hecho de ser guardias civiles eran aceptados con júbilo. Siendo ministro, los oficiales de ese cuerpo, que habían pasado a formar parte del de Seguridad, me refirieron el caso de un sargento que, antes de abandonar nuestras líneas, había enviado una carta a su superior en la que hacía constar que a pesar de sus convicciones republicanas, a las que había sido fiel en todo tiempo, se pasaba a las trincheras de Franco porque le era imposible soportar las vejaciones de que le hacían objeto los guardias de Asalto en cuya compañía venía luchando desde hacía varios meses. Según el juicio de las personas que me informaban, el caso de ese sargento se había generalizado de un modo alarmante, y ellos mismos —me dijeron— no acababan de encontrar en el nuevo instituto a que pertenecían la cordialidad y el trato a que se creían con derecho. De su conducta podía responder yo, que los conocía de nuestra insurrección de Octubre, garantía que me era difícil dar para sus debeladores; a quienes necesitaba creer por su palabra, que dejaba de serme grata cuando, sin que viniese a cuento, se jactaban de su participación personal en el atentado que costó la vida a Calvo Sotelo.

Uno de los que con mayor frecuencia creía adornarse con ese mérito, lo aducía ante mí en tantas ocasiones como me fue preciso significarle una censura o criticarle la conducta. Este mismo oficial, al ponerse por primera vez a mis órdenes, me hizo conocer que sus disciplinas eran tres: Obedezco al Gobierno, a mi partido y a la Masonería. Esta última fue la que intentó apuntalar su prestigio, que se vino ruidosamente al suelo, sin que haya podido hacer nada por evitar su ejecución, ocurrida al perderse la guerra. De entre los jefes y oficiales que traté en función de mi cargo, nadie me dio tan cabal prueba de disciplinada obediencia como el coronel de la Guardia Civil señor Escobar, que, sin que le estorbase su catolicismo, se puso a las órdenes incondicionales de la República, aceptando sin la más tenue vacilación, a pesar de su edad, las comisiones más ásperas, en la primera de las cuales recibió dos balazos, que le pusieron al borde de la tumba y determinaron su ascenso a general, y la segunda, la muerte, que le fue dada por el enemigo al hacerle prisionero. Siempre que me visitó lo hizo para pedirme un destino activo y su palabra, correcta y medida, tenía los acentos reglamentarios. No omitía el tratamiento y se conservaba en posición militar. Para las horas que vivíamos era un anacronismo ejemplar. Con muchos anacronismos como el suyo, la guerra hubiese seguido derroteros distintos. Desde luego, la evasión colectiva de los guardias civiles no se hubiese producido. El suicidio de su colega de jerarquía y cuerpo no nos hubiese sido tan nefasto.

A las batallas de la Sierra —que costaron muchas vidas y entre ellas la del ayudante de don José Giral, Ristori, que se desplomó en los brazos de nuestro cronista de guerra— asomaron su curiosidad muchos hombres públicos. La presencia de Casares Quiroga se hizo notar rápidamente y suscitó un justificado temor. Se pensó que el ex–presidente del Consejo subía a la Sierra con el deliberado propósito de hacerse matar. No sé si Prieto, que estaba en esa creencia, avisó a los republicanos para que hiciesen desistir a su correligionario de aquellas aproximaciones al frente. Otro de los hombres que visitaron a los milicianos, entre los que gozaba de prestigio considerable, que tendrían ocasión de poner de relieve, fue Largo Caballero, al que acompañaban varios amigos íntimos. El líder obrero se informaba por los combatientes del curso de las operaciones y recogía sus quejas en cuanto a la escasez de material. No creo equivocarme si pienso que en sus visitas a la Sierra entraba por mucho un sentimiento paternal, extremadamente acusado en él, después de la detención de su hijo, por el que tenía una evidente pasión. Desde la Sierra acortaba la distancia que le separaba del muchacho, preso en La Granja, según entonces se decía. Si nuestros ataques alcanzaban fortuna, el prisionero podía ser recuperado. Con acierto, o con error, yo enjuiciaba así los viajes de Largo Caballero y la que yo suponía razón de ellos no dejaba de conmoverme.

El que subía a la Sierra con un sentido estrictamente militar era Negrín. Se había adherido a la columna que mandaba Sabio, y participó con ese militar, que desde entonces fue su amigo, en diversas acciones de guerra que, partiendo de Peguerinos, les permitieron llegar hasta la carretera de San Rafael. Cuando bajaba a Madrid, venía convertido en el recadista de la columna. Pedía teléfonos para los puestos de mando. Reclamaba municiones, armas, mantas… Se sentaba a descansar en mi despacho del periódico y, con la última palabra del diálogo, caía en un sueño profundo. Cuando despertaba se marchaba a su casa a bañarse y por la mañana se incorporaba a la columna, cuidadosamente cepillado y con el nudo de la corbata bien hecho. Esa atención por la indumentaria pudo costarle la vida. Más de dos veces la tuvo en litigio entre los propios soldados de que se preocupaba. Y otras tantas la arriesgó, caballero en un caballejo que difícilmente podía con su humanidad, al aventurarse en la noche por caminos que no se sabía adonde iban a dar. Sabio no le cedía en materia de pulimento. Su gran capacidad, bastante mal aprovechada por los mandos, como tuviese necesidad de emplearla la dedicaba, en lo que le sobraba para sus deberes, a diseñar sus propios capotes, de un corte militar irreprochable. Pude apreciar que tal cuidado personal tenía una saludable repercusión en la oficialidad y en la tropa. Los oficiales de Sabio, en cuya compañía viví en Arganda en varias ocasiones, obedecían con la misma puntualidad que se hacían obedecer. Ello puede explicar el que, en la operación combinada que se discurrió para cortar la espalda a los rebeldes del Alto del León, los soldados de Sabio alcanzasen el objetivo que se les había señalado, en tanto que los que mandaban Enciso, de un lado, y Mangada, de otro, no consiguieron los suyos. En esta ocasión, el general del pueblo vino a tropezar con las fuerzas que mandaba el comandante Doval, conocido por su crueldad, atasco del que le sacó la aviación, que deshizo la columna facciosa, y permitió a Mangada recoger un botín excelente, lo que le valió una rama más del laurel popular, con el peso de las cuales había de ser retirado a una plaza de la retaguardia, donde se puso a cultivar su musa cojitranca, a dar recetas para fabricar jabón sin sosa y a descubrir yacimientos petrolíferos. Ignoro cuál ha sido el destino último de este general, que se nos perdió en la facilidad por la literatura y en su pasión por el esperanto. Si ha muerto fusilado, su último vítor ha sido para la República, a la que amaba entrañablemente y a la que sirvió lo mejor que pudo. En su honor pueden redoblar los tambores y sonar las trompetas de aquellos sus últimos versos: Tararí–tarari… Rataplan–plán–rataplán… El pueblo madrileño, que no tiene más metro que el de su emoción, le quería. Y tenía razón Para quererle.