En el aprecio popular, la guerra estaba ganada. La fuerza de esta convicción colectiva tuvo su origen en la rendición de los cuarteles madrileños y, también, en una deficiente información de lo que ocurría en las provincias donde los militares sublevados habían conseguido la victoria. No se sabía, o se sabía a medias, forma de mayor ignorancia, el material humano que los rebeldes habían comenzado a transportar a la Península de la zona del Protectorado. Estos tiradores marroquíes, de fusil certero y grandes condiciones guerreras, vendrían a ser, con los muchachos navarros, los mejores soldados de Franco Su capacidad para la pelea se acreditará una vez más, con la ventaja de su parte que, bien encuadrados por mandos idóneos aun queriendo retroceder no podrían hacerlo. La disciplina confiada a las pistolas de la oficialidad, era implacable Un episodio, elegido entre muchos, puede demostrarlo. En los encuentros de la Sierra de Guadarrama fue hecho prisionero un combatiente que, interrogado, confesó su condición de afiliado sindical de la UGT Se trataba de un obrero de una capital castellana. El mismo se adelantó a la sentencia, diciendo a quienes le interrogaban: «Procede que me fusiléis». Como le preguntasen si era fascista, contestó negativamente. «Soy lo contrario —dijo— pero he disparado contra vosotros, que sois mis compañeros. Mi delito es de cobardía y debo pagarlo». El interrogatorio se hizo más amplio. El prisionero confesó que había sido compelido a tomar las armas, única manera de escapar a la muerte. «Me pusieron frente a vosotros y comencé a disparar en falso: contra las nubes, a los árboles, sobre las peñas… Me consideraba en paz con mi conciencia; pero el oficial que me espiaba debió darse cuenta de mi proceder y encañonándome (pon su arma, me dijo: “Un disparo más como los anteriores y te mato”. Desde ese momento, conociendo mi pecado, pero temiendo a la muerte que me acechaba a la espalda, he disparado contra vosotros. Es justo que me fusiléis. Os pido que lo hagáis para pagaros mi miedo». Rompió una congoja convulsiva. Sus jueces se sintieron tocados de una noble emoción y le absolvieron. La muerte, no; la muerte se adueñó de él cuando luchaba, en la misma Sierra, con sus camaradas. Las pistolas de los oficiales de Franco eran implacables. Vigilaban los desfallecimientos de los soldados y los corregían con un golpe seco en uno de los parietales, imponiendo una moral de guerra que les proporcionó ventajas incuestionables. Esa sistematización del terror coactivo les fue favorable. Lo nuestro era, por entonces, improvisación y autodisciplina. El combatiente que se cansaba de hacer fuego, se concedía un descanso cuya duración era él mismo el encargado de medir.
Cuando se sentía en vena de aceptar una disciplina, la aceptaba únicamente del compañero de su grupo que, casi siempre en razón de un ascendiente moral, se había puesto unos galones. Fuera de ésos, no reconocían otros y todas las jerarquías les molestaban por pretenciosas. Eran muchos los que haciendo la guerra con pasión vehementísima, la desarrollaban, sin embargo, con tarifa y jornada sindicales. Es posible que ese criterio fuese una consecuencia de la seguridad en el triunfo y de la creencia en la rapidez con que sería alcanzado. Difícilmente se hubiese encontrado una persona que supusiese al conflicto la duración que había de tener. Todo era confianza. En Madrid se habían ido cumpliendo los vaticinios optimistas de Martínez Aragón. La cuartelada había sido abortada. Las milicias victoriosas, que se otorgaban nombres de sabor romántico, se extendieron ambiciosamente y cayeron como tromba sobre Guadalajara, después de poseer Alcalá de Henares, donde los militares, encerrados en prisión por la República, se habían adueñado del pueblo en colaboración con los cadetes de Intendencia. La lucha fue recia. Los militares sublevados, bien preparados, hicieron una defensa valerosa, resistiéndose en los edificios públicos y en la propia prisión. Más que hubiesen sido sus elementos, y mayor su tenacidad, la derrota era inmodificable. Las fuerzas que los atacaban valían, mucho más que por su número y por sus armas, por su fe arrolladora. Cuando salieron de Madrid, sembrados adelante, llevaban en el puño la victoria, como el cetrero su alcotán obediente. Guadalajara se les rindió entre resplandores de incendios y descargas de fusilería, con las que se consumaban justicias sin misericordia.
Allí murió, por pocos días, un general sin gloria y con veneno, Barrera, de quien yo poseía, en Madrid, la más distinguida colección de fotografías, que a decir verdad no he lamentado perder, ya que no eran, en modo alguno, testimonio de buen gusto. Quizá hubiesen servido para ilustrar aquella campaña de moderación y buenas costumbres en la que se hizo participar, acaso por el obispo de la diócesis, al general aludido, a quien tan prematuramente se le dio por muerto. La señora que cooperaba con él en las escenas y posturas habrá podido aprovechar, en mucha medida, la cruzada por la moralidad; tanto, cuando menos, como aquellas damas y señores, de sangre real, que pertenecían a la llamada «Orden de María Luisa» —lindo homenaje a la esposa de Carlos IV— y que, también en diversas fotografías, variadas y movidas, desarrollaban adánicamente juegos voluptuosos. Sin mi resuelta negativa, aquellas pruebas hubiesen sido expuestas en una vitrina que alguno de los redactores me proponían hacer construir.
Contra todas las certezas que se dieron, el general no murió en Guadalajara, donde se hizo matar otro militar, Ortiz de Zarate, ásperamente monárquico. El encuentro fue decisivo, pero breve. Si los defensores de la plaza no escatimaron la bravura, los atacantes alcanzaron a domeñarla con la suya. Esta victoria, conseguida con víctimas, ganadas por la alianza de las armas con el coraje, exaltó hasta el paroxismo el entusiasmo de los republicanos, que esperaban, de una hora para la otra, la buena noticia de la toma de Oviedo. La confianza en los asturianos era firme y no conociendo bien las particularidades de la lucha en el Norte, se cotizaba como inminente la caída de la capital del principado, donde Aranda había hecho una preparación material y moral invencible. La espera no se hacía demasiado ingrata. Los esfuerzos populares iban siendo remuneradores para el régimen. Albacete, que se había perdido para la República, volvió a ser rescatado. El optimismo estaba a nivel de los sucesos.
En Valencia, donde los cuarteles tenían una posición parecida a los de Madrid, la cirugía para reducirlos, después de varios días de vacilaciones por las dos partes, resultó más sencilla. Barcelona mandaba sus primeras columnas a la conquista de Aragón, con la esperanza de alcanzar fácilmente la meta de Zaragoza, donde Cabanellas, antiguo republicano, había encabezado el movimiento militar, que pudo triunfar por la ventaja de la sorpresa. El general Núñez del Prado, hombre resuelto y militar de absoluta confianza, fue enviado de Madrid a Zaragoza con la esperanza de que, influyendo en el republicanismo de su colega Cabanellas, consiguiese sofocar la cuartelada. Núñez del Prado obedece a cierra ojos y ya en Zaragoza, donde llegó en avión, se presentó a Cabanellas, que lo recibió normalmente, comunicándole que quedaba detenido. No debió haber ocasión a conferencia. Cabanellas, según una referencia que no está falta de fundamento, era el general, pero no el dueño de la situación. Sus subordinados, conociéndole las afecciones republicanas, aun cuando estas habían evolucionado hacia el lerrouxismo, que ya desde el 10 de Agosto, en la intentona que abanderó Sanjurjo, andaba en complicidades culpables con los militares, desconfiaban de él y montaban la guardia para prohibirle toda debilidad. Lo que leda por descubrir es hasta qué punto complacía a Cabanellas este estado de cosas del que, en caso de perder los militares, podía sacar atenuantes para su comportamiento con la República. A este general le oí yo, en los pasillos del Congreso, al final de un debate parlamentario, decirle a Largo Caballero, que impugnaba la conducta de los radicales:
—Si lo que usted pronostica llegase a suceder, usted sabe, Don Francisco, que nos encontraremos juntos en el monte defendiendo la misma República.
Largo Caballero sí anduvo por el monte en esa defensa, pero no así el general, que se limitó a presidir, no sé si con remordimientos o sin ellos, las crueldades de los falangistas, en las que perecieron innumerables militantes de las organizaciones sindicalistas y políticas de Aragón. Las formas de la crueldad fueron, en esa región española, particularmente insufribles.
Los suplicados pedían ser muertos y no pocos de ellos se mataron por su mano o mediante ataques rabiosos a sus verdugos. Núñez del Prado, retenido en rehenes durante los primeros días, fue fusilado. Por los días en que su muerte era incierta, su mujer me llamó al teléfono del periódico para reprocharme el crimen que se había cometido con su marido enviándolo a morir a una plaza sublevada. Su voz rota y llena de lágrimas me impresionó profundamente. El dolor le había asordado para las condolencias y todo su deseo era hablar a Prieto, gran amigo de su marido, en quien fiaba no sé qué última esperanza.
Para las columnas confederales que se pusieron en marcha desde Barcelona, Zaragoza era, por muchos motivos, plaza codiciada. Empezaba por ser ciudad en que su movimiento sindical predominaba. Iban, pues, tanto como en defensa de la República, en ayuda de sus compañeros. El camino, juzgado por las primeras jornadas, se les antojó llano. Creían poder avanzar sin inconveniente hasta el término de su empresa, más sentimental que estratégica. Esto segundo era, sin embargo, lo importante y lo que valoraban, de preferencia, los militares, que no a mucha costa establecieron la defensa, deteniendo en seco la progresión de los catalanes, que hubieron de establecer sus líneas a mucha distancia de Zaragoza, con un frente al que más tarde había de llamarse estático y perezoso, con profunda indignación de los anarquistas, que defendían de esa imputación a sus correligionarios, argumentando con la falta de materiales para atacar, falta que atribuyeron a una conjura de tipo político puesta en práctica con objeto de desacreditarles. Para el tiempo, primeras semanas de la contienda, su camino era bueno y las noticias de los pueblos rescatados contribuían a fortalecer la confianza en la victoria. Madrid levantaba sus gallardetes más azules. Todo iba bien. La República había pasado a la ofensiva con evidente éxito. Seguía haciéndole daño la incontinencia de los desorbitados y los energúmenos; pero aun en ese dominio moral, las mejores voluntades hacían tímidos ensayos de organización. Los obreros de las artes del hierro fueron los primeros en considerar su caso y resolverlo conforme a la conveniencia de la guerra. Necesitaban replantear su trabajo y aumentarlo. Había que fundir, estampar, tornear, ajustar y pulir, más y mejor, lo que necesitaban las milicias. También para el trabajo daban entusiasmo las victorias. Ese sentimiento colectivo de triunfo no dejó de ofrecernos la contrapartida. Beneficio tan seguro e importante exigió la preocupación de quién y cómo había de administrarlo. Los anarquistas, profundamente desconfiados, tomaban posiciones. Querían simultanear, cuando menos simultanear, la guerra y la revolución, esto es, ir creando en la retaguardia los nuevos órganos de la futura sociedad. En Barcelona, esa posición no era compartida por el POUM —Partido Obrero de Unificación Marxista— que, en su órgano de prensa La Batalla, propugnaba la victoria de la revolución como único medio seguro de ganar la guerra. El POUM, que llegó a tener representación propia en la Generalidad de Cataluña, concretaba aún más que los anarquistas el odio de los comunistas, que lo tenían en concepto de trosquista, y lo trataban con menosprecio y violencia. Fuera de Cataluña y Valencia, y muy poco en Madrid, el POUM, cuyos dirigentes eran antiguos comunistas, como Andrade, Nin, Gorkin, no había conseguido popularidad y arraigo; pero en Cataluña tenía, por opositores del comunismo oficial, la simpatía y la defensa de la CNT El POUM había llegado hasta sentarse en las Cortes, donde envió a su principal caudillo Maurín, al que el movimiento había sorprendido en zona rebelde y de quien se llegó a decir que estaba escondido, siendo posible concertar un canje al que los ministros comunistas, después de hacer unas observaciones, no negaron su aprobación. Seguro que cuando se habló de ese canje, el diputado del POUM había pagado con su vida la fidelidad a sus convicciones revolucionarias. Esas polémicas, que llegarían a manifestarse violenta y dramáticamente, causaban profundas lesiones a los intereses generales de la victoria. No es disparatado suponer que el adversario arrimaba combustibles a esa hoguera, si bien los que la alimentaban con mayor pasión lo hacían con un dogmatismo revolucionario al que no se le podía hacer el reproche de venal. Siempre escribiré lo mismo, porque esa es mi fe. Ninguno de los que anteponían la revolución a la guerra se hacía cargo, sin embargo, del quebranto que nos inferían y se inferían. Necesitando del auxilio del exterior, tanto por lo menos como de la bravura del interior, esas campañas y las consecuencias que las seguían nos presentaban ante las democracias como indeseables, señaladamente en Inglaterra, donde la divulgación exclusiva de nuestras crueldades había determinado un movimiento de hostilidad contra todo lo republicano, que exigiría muchos meses y muchos esfuerzos, a los que no ha sido ajena la pluma fecunda de Ramos Oliveira, apretada de estilo y suelta de arrojo, para ser modificado. Y no solamente nos era adversa la gran masa, protestante y sentimental, del pueblo inglés, sino que por otras razones de naturaleza menos vagarosa nos repudiaban los gobernantes del Reino Unido. El anarquismo español seguía menospreciando esos factores y creyendo que la contienda se ventilaba exclusivamente entre fuerzas españolas. Para nuestro daño, la política internacional de Francia estaba supeditada a la iniciativa inglesa.
Cuando Blum reivindica la paternidad de la «no intervención», comete, evidentemente, una falsedad. El engendro es de confección inglesa e inglés es todo el esfuerzo porque la ficción, aun después de descubierta, no se fuese al suelo con estrépito. Esa verdad, demasiado evidente para que necesitase confirmación, la tuvo, sin embargo, en una entrevista privada que celebraron en Ginebra Mr. Edén, en la ocasión ministro del Foreign Office, y el doctor Negrín, jefe del Gobierno español. Como este se doliese del mal trato que los republicanos españoles recibíamos de las potencias democráticas, Mr. Edén, aludiendo a la intervención de alemanes e italianos en España, se limitó a decir:
—Son muchas las indignidades por las que Inglaterra está pasando. ¡Demasiadas!
Aún había de pasar por muchos más, aun cuando Mr. Edén eludiese toda responsabilidad en ellas separándose del Gobierno. Él era la sola voluntad dispuesta a venir en nuestra ayuda, arruinando o dando eficacia rigurosa al Comité de No Intervención. Poco hicimos por ayudarle a triunfar. Discutíamos demasiado con sobrecarga de palabras estridentes. En dictamen diplomático, la República, con triunfo o derrota de los militares, podía considerarse perdida. La abundancia y variedad de las incautaciones, así como de los incautadores, daba fuerza a la conclusión que esgrimían contra nosotros las cancillerías. Los soldados propios de la República, ¿dónde estaban? No digo que no existiesen, lo que afirmo es que no se hacían notar por sus querellas ni por sus depredaciones. En ese mismo silencio, que no será excesivo llamar eficaz, se sumergían los soldados socialistas. Su único ruido era el de los combates en lo alto de la sierra madrileña y con mayor dramatismo y angustia en Irún. La más recia de las batallas primeras es la que se riñó por la posesión de la pequeña villa fronteriza. Con abolengo republicano y tradición socialista, Irún se batió heroicamente por la República. La intuición militar del general Mola, que proyectaba adueñarse del Norte, partiendo de Pamplona y acaudillando tropas navarras, idénticas ambiciones que un siglo antes no consiguiera realizar Zumalacárregui, único, auténtico general de Don Carlos, le indujo a aconsejar un ataque contra Irún, al solo efecto de poder dejar, a la zona gubernamental de las Vascongadas, Santander y Asturias sin la comunicación con Francia, por donde le podía llegar un auxilio eficaz, cosa que no ocurriría por mar, cuya posesión estaba, pese a la superioridad marítima de la República, en perpetuo litigio. Nuestros marinos, que no dieron tan poco de sí como algunos creen, aun cuando no rindieran, por razones diversas, cuanto hubiera sido de desear, quedaron sin crédito en el Norte, cuyos nautas civiles, tripulando bous artillados, reverdecieron lejanas aventuras de los intrépidos mareantes vascongados. Estoy muy cerca en el afecto de todos ellos para que olvide decirles, ahora que es ocasión, en cuánto se estimó la bravura de su comportamiento y la audacia de su confrontación con fuerzas superiores a las que no temían. Su historia, por marina tentadora para mí, tendrá que ser contada con amor de vientos y nostalgia de mares, siguiendo los datos de los cuadernos de bitácora. Mola quiso poner por obra la que en la guerra carlista fue iniciativa de Córdoba: aislar al enemigo. Lo que no alcanzó a lograr el general cristino, por estorbárselo como disparatado la política, lo iba a conseguir, a precio de mucha sangre, el general franquista, transformado, ¡mudanza del tiempo!, de republicano, en caudillo de la Navarra carlista.
El nuevo juego estratégico era infinitamente más sencillo que el del siglo pasado. Ahora se reducía a rendir a las fuerzas, en su mayor parte civiles, de improvisados soldados que guarnecían a Irún. Oficiales de todos los oficios que en el apremio de las horas dramáticas se consideraban con bravura suficiente para impedir la victoria de Mola. No se conformaron con esperarle, sino que, por entre vaguadas y desfiladeros, le salieron al encuentro, riñendo en las mismas campas donde habían festejado a la vida con romerías jocundas las primeras batallas desiguales. Los encinares y castaños, que habían retenido bajo sus copas los sones de los chistus, se estremecieron por las descargas, y los arroyos, que dieron su agua a la sed de los contrabandistas, aliviaron heridas y se mancharon de sangre. Del lado de Navarra, las gargantas vibraban por última vez con el Oriamendi; del lado de Guipúzcoa, con la Marsellesa o la Internacional. Los carlistas pisaban más recio. Dueños de la iniciativa, habían podido elegir con calma, sin más que dejarse guiar por el instinto, que el navarro no necesitaba para ello de instrucciones militares, las cotas más altas y los pasos más ventajosos. Esa ciencia la aprendieron con Zumalacárregui en las dos Amezcuas. Es un bien mostrenco que los carlistas navarros reciben, con la boina del abuelo y el retrato del Pretendiente, en la cuna. Batían a sus adversarios, pero no con facilidad. Cada pedazo de monte les era disputado, y entre los helechos, quedaban mojones de la muerte, víctimas definitivas y temporales. Los «¡Detente, bala!», de los requetés, no surtían el menor efecto. El plomo republicano no sabía leer en los amuletos religiosos que las madres navarras, fieles a la tradición, pero inquietas por el nuevo sacrificio que en nombre de ella se les exigía, colgaban del pecho de sus hijos. Los días tenían sus alternativas. Carlistas y republicanos se hacían sus emboscadas y quienes caían en ellas se abstenían, por inútil, de pedir clemencia. La guerra se llevaba con el tren del cura de Santa Cruz y no con las debilidades del general Lizárraga a vida o muerte. Sin piedad para el vencido. La rudeza de esas batallas no tenía eco en Madrid. ¡Se reñían tan lejos! ¡Eran tan deficientes las comunicaciones! Además, la disputa de los montes no se pensaba que afectase tan en lo vivo al resultado final de la guerra. La clave de ella estaba en las ciudades.
Rendir y rescatar ciudades. Eso era lo importante. No se vio lo suficientemente pronto que el camino de monte que hacían los soldados navarros, reforzados por tropas extrañas, les conducía al objetivo de Irún. La plaza ambicionada no parecía correr peligro. Acontecimientos saludables, ocurridos en San Sebastián, permitían respiros a la esperanza. El hotel María Cristina, donde los militares rebeldes se habían hecho fuertes, fue tomado por los republicanos después de varios asaltos violentos. Quedaban terqueando, en posición similar al Cuartel de la Montaña, los cuarteles de Loyola. Atrincherados en los nuevos edificios, capaces por su fortaleza para una resistencia larga, la oficialidad no se mostraba propicia a ceder, pero no tenía el suficiente ánimo para iniciar una salida que, dada la escasez de recursos de los sitiadores, hubiese significado el final del asedio y la victoria sobre San Sebastián, donde el gobernador, un militar de historia republicana. Ortega, pedía continuamente a Bilbao que le enviasen recursos, recursos que Bilbao no podía enviarle porque carecía de ellos. Bilbao le dio una primera columna de hombres, todos ellos excepcionales, que le consintió vencer. Pero municiones, que es lo que necesitaba, no podía dárselas, porque no las tenía. A pique de quedarse sin ellas, el que gobernaba la defensa militar de Vizcaya, Paulino Gómez, le mandó unas pocas cajas, determinando la exigüidad del envío un violento diálogo telefónico, en el que el hombre civil tenía razón sobre el militar. Los cuarteles de Loyola, tremendamente inquietantes por la atracción sentimental y militar que ejercían sobre los militares vencedores en Navarra, acabaron rindiéndose, después de un parlamento en el que intervinieron varios de los diputados a Cortes por Guipúzcoa. La capitulación comportaba unos deberes que no fueron respetados por los republicanos donostiarras. Ese incumplimiento de una cláusula sagrada, que afectaba a la vida de los rendidos, no es atribuible a la autoridad. Y menos a los diputados, alguno de los cuales arriesgó su prestigio y su propia seguridad defendiendo la intangibilidad del compromiso en el que él había puesto su firma. La pasión lo desconoció todo y sacó adelante su pobre venganza. En el propio Irún, en cuyo fuerte existían detenidos varios hombres políticos, de significación derechista, se realizaron violencias fatales.
Pradera fue una de las personas que perdieron la vida; el conde de Romanones —para quien las capas populares españolas han reservado siempre un resto de simpatía, quizás en homenaje al gracejo que adorna su política monárquica—, de las que la salvó. El Conde dejó escrito un papel de reconocimiento en el que daba fe de haber sido tratado con toda suerte de respetos y consideraciones. Los carlistas tuvieron una conducta de parecida generosidad con Pío Baroja, en cuyas novelas se sentían tan agraviados, al detener al escritor cuando en un rapto de invencible curiosidad abandonó su casa de Vera para ver la repetición viva de las campañas de que durante tantos años había sido apasionado historiador. Se pudo temer por su suerte, pero el hombre malo de Iztea, a quien los buenos católicos hacían la cruz como al diablo, se salvó de las venganzas rencorosas, y más tarde, después de aventuras de las que salió bien con su astucia aldeana, pudo ganar la frontera merced a la estimación literaria de un hijo de Martínez Anido, general al que el escritor había dedicado páginas de una crueldad inaudita. El novelista tiene de qué felicitarse. Su reserva prudente, que entre los republicanos se juzgaba con aspereza, está, a mi juicio, bien justificada.
Por Bilbao las cosas ocurrieron de modo más sencillo. El regimiento de Careliano, en cuya historia hay antecedentes revolucionarios, estaba complicado, como todos los regimientos, en la insurrección. Su actividad interior y su estado de ánimo eran bien conocidos de los republicanos, gracias, preferentemente, a las confidencias del herrero de un batallón, que cuidaba de conocer toda la clandestinidad del cuarto de banderas a fin de tener informados a los republicanos. Su concurso fue precioso. Permitió, con ayuda del jefe de los guardias de Asalto, Aizpurúa, que tenía absoluta confianza en su tropa, rodear el cuartel Basurto y hacer abortar el movimiento. Entre las pocas personas que jugaron papel predominante en aquellos momentos debe citarse al teniente coronel Colina, de la Guardia Civil. Este hombre, como algunos otros militares del mismo cuerpo, se atenía, sin entrar a discernir sus simpatías y diferencias, a la fuerza de obediencia del juramento prestado. Para saber lo que tenían que hacer les sobraba con preguntar qué mandaba el Gobierno. Lo que él mandase, eso se haría. Eso hizo este don Juan Colina, hombre de poco discurso, pero de acrisolada lealtad. Ponerse a la disposición de la República. Necesitaba órdenes claras y sin complicación, cosa que en lo sucesivo, con el barullo de las reformas y las disoluciones de los cuerpos armados, le iba a resultar difícil poseer. Tenía ascendiente y autoridad moral sobre la tropa a sus órdenes y la Guardia Civil sirvió lo que él servía.
Careliano no pudo intentar nada. Simultáneamente a esas previsiones, una movilización civil unánime, que comenzaba en los nacionalistas vascos y acababa en los anarquistas, disuadió a los militares de todo alboroto. Habían perdido la partida y se resignaron, ocultando en el silencio de la resignación un encono corrosivo. Toda la fuerza militar de la plaza quedó a los órdenes del director general de Defensa, Paulino Gómez, ejemplar en su dureza y hombre de una sola dirección y de un solo metro. Algo así como un calvinista de fuego que no consintiéndose ninguna debilidad, no se la toleraba a nadie. No era un discursivo, era un hombre de acción, que se pega al deber con la alegría de su moral rígida. Su gestión, en aquellos momentos confusos, fue ejemplar. Lo veía y lo ordenaba todo, desde su despacho de la Sociedad Bilbaína, del que no le separaron las primeras bombas de aviación que destruyeron la casa de enfrente, el edificio de la Caja de Ahorros, entidad en la que había trabajado con un amor que no supieron agradecer. Decir que comía y dormía en su puesto sería metafórico, porque no le daba el tiempo ni para comer ni para dormir. El adversario golpeaba por Ochandiano y su afán era, no sólo detenerlo, sino derrotarlo. Aspiraba a mejor fortuna que el conde de Mirasol, a impedir que Bilbao llegase a ser sitiado. Disponía de Colina y de Aizpurúa y de una masa de combatientes civiles selecta por su bravura, deficiente por su armamento. Colina le secundaba con una fidelidad absoluta. De secreto, le admiraba. Podía hacerlo. Cuando fue acusado y llevado ante un tribunal. Paulino Gómez le defendió calurosamente y consiguió de sus jueces no sólo la absolución, sino también la declaración de «ciudadano meritísimo que merecía bien de la República». Acusación que, bajo otra forma, resucitó en Barcelona, conduciéndole injustamente a la cárcel, de donde le sacaron las tropas de Franco para fusilarle. En su último instante pudo pensar con desprecio en quienes, constándonos su inocencia, no hicimos más, por encima de la tontuna de un juez desconocedor de aquella vida torpe y leal, por salvarle de la acusación que le sonrojaba y de la muerte que le amenazaba. Su hoja de servicios que afirma su permanencia en el Norte hasta el último instante y su traslado, sin descanso en Francia, a la zona leal, no le fue computada. De cuenta de Bilbao queda, si la libertad se reconquista, la tardía reparación.