La noticia de la insurrección militar la supimos en la redacción de El Socialista por conducto de Indalecio Prieto que, tan pronto como la conoció, se apresuró a comunicárnosla. Los informes de nuestro camarada eran firmes, aun cuando carecían de los detalles complementarios. Un comandante y unos capitanes en una de las plazas del protectorado de Marruecos habían enarbolado la bandera insurreccional, dando comienzo a un reparto de armas entre los hombres civiles y los moros adheridos al movimiento.
La noticia hubiera sido verosímil en todos los casos, pero notificada por Prieto, que disponía siempre de una información exacta, no nos ofreció la menor duda.
El ambiente, de otra parte, coincidía perfectamente con el desventurado suceso que se ponía en marcha en Marruecos.
Prieto no nos ocultó su inquietud. Temía lo peor. Estaba persuadido de que la insurrección no tardaría en extenderse rápidamente a la Península y reputaba difícil, a menos de proceder sin demora y con gran energía, descoyuntar el movimiento, o como entonces se decía, yugularlo. Los insurrectos traían, además de mucho impulso, un gran aliento, como no tardaríamos en llegar a conocer.
Las dudas de Prieto en cuanto a una reacción inmediata y enérgica de parte del Gobierno, que le asegurase de la victoria, se iban a confirmar. En la presidencia del Consejo de ministros, regenteando al mismo tiempo la cartera de Guerra, estaba un republicano sin reproche: Casares Quiroga. Destituido de la presidencia de la República don Niceto Alcalá Zamora y exaltado a ese puesto don Manuel Azaña, acontecimientos políticos muy destacables en los que tuvo una participación personal grande Indalecio Prieto, el nuevo primer magistrado republicano, que comenzó su gestión sin las asistencias políticas a que tenía derecho, necesitó la formación de su primer ministerio a don Santiago Casares Quiroga, unido a su política y a su persona por una devoción que no será excesivo hacer rayar en la idolatría. De ese ministerio, por propia y voluntaria decisión, quedaron ausentes los socialistas. Entonces se atribuía a este apartamiento no sé exactamente bien qué suerte de ventajas tranquilizadoras ante la opinión reaccionaria.
A su vez, los socialistas, en quienes estaba demasiado patente el recuerdo de las jornadas revolucionarias de Octubre, y que fueron revolucionarias por el heroísmo de los mineros de Asturias y por la ejemplaridad de un pueblecito de Castilla, próximo a Valladolid, Rioseco, se congratulaban de su posición, esperando derivar de ella una saludable acentuación de su valor como partido proletario y marxista.
Prieto, que operaba en política con una sagacidad innegable y con un pragmatismo conveniente, no pudo acceder al requerimiento de don Manuel Azaña, cuando este, reputándolo hombre del momento, se propuso encargarle la formación del Gobierno. Sus camaradas no le consintieron admitir el encargo y él mismo, exuberante de escrúpulos, vacilaba en aceptarlo, recordando sus esfuerzos, que en lo sucesivo podían no parecer desinteresados, porque prevaleciese la candidatura de Azaña a la presidencia de la República, Sólo la unanimidad de sus camaradas podía exonerarle de esos temores y decidirle a aceptar un cometido en el que la victoria no se presentaba nada fácil ni asequible.
La unanimidad que apetecía no era posible. Las divergencias entre los socialistas eran de un volumen demasiado considerable para que se pudiese pensar en reducirlas. La polémica no iba a tardar en hacerse desapoderada y brutal, con agresiones personales, del tipo de la muy lamentable de Écija de los Caballeros, en que la defensa de la vida de Prieto necesitaron hacerla unos cuantos amigos suyos, entre los que se encontraba el doctor Negrín, llegando al uso de las pistolas.
La polémica subía en aquellos días de temperatura. Los prestigios populares del Partido Socialista y de los sindicatos los reunía casi íntegramente Largo Caballero, cuya posición intransigente en orden a los republicanos encontraba ecos de simpatía caliente entre los comunistas españoles. Se enfrentaban dos posiciones igualmente desinteresadas y honestas en el seno del Partido Socialista: la mayoritaria, encabezada por Largo Caballero, que consideraba cancelada la experiencia republicana y defendía la constitución de la unidad obrera con vistas al ejercicio íntegro del poder, desde el cual desarrollar una política eminentemente socialista; la minoritaria, corporizada en Prieto, que tomaba en cuenta la realidad española, en la que operaban con fuerza los partidos conservadores y reputaba peligrosísimo separarse de los republicanos y de la República. El mismo sincero desinterés de las posiciones las hacía irreconciliables.
Conforme a la dolorosa observación de Ganivet, unos y otros polemistas pasaron pronto a arrojarse sus respectivas razones como si se tratase de cantos puntiagudos. Nada que procediese del contradictor se escuchaba. Así, cuando Prieto, en quien la videncia era menos que la información, advirtió pública y solemnemente que se avecinaban días de gravedad extraordinaria, sus correligionarios, en contradicción, lo atajaron con una frase que, cualquiera que sea el tiempo que la empolve, quedará inolvidable; «¡Bah! Cuentos de miedo». La gravedad de ella es que era sincera. Por lo menos lo era en Largo Caballero que, obseso en su ideal, no podía comprender otras violencias que las que desencadenase, en busca de su victoria, la clase obrera. ¿Movimiento de carácter militar? Largo Caballero y con él sus principales colaboradores, Araquistain y Álvarez del Vayo, creían saber que toda cuartelada estaba fatalmente condenada al fracaso, tanto por la oposición que le hiciese el Estado como por la intervención, mediante la huelga general, de los trabajadores.
Carecían, como más tarde se vio, de intuición y de información. Lo primero no es sorprendente; era una consecuencia, no de la falta de dotes, sino de un dogmatismo marxista al que, por haberse adherido con algún retraso, ofrendaban una fidelidad ciega. De tal naturaleza era ese embeleso, que la interpretación de todos los signos sociales de aquel período de la vida española, lejos de producirles la menor inquietud, provocaba en ellos un secreto contentamiento, en cuanto las huelgas, los altercados y los encontronazos sangrientos representaban el fracaso gubernamental de los republicanos.
Las profecías de Prieto, catalogado como republicanoide, no alcanzaban a conmover sino a un número muy reducido de sus compañeros. El propio ministerio republicano no hacía gran caso de ellas. A este respecto recuerdo, como particularmente significativas, las palabras que me dijo Manuel Azaña, por entonces jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, al final de un almuerzo en un restaurante de la calle del Príncipe. Había yo comentado en El Socialista, con visible inquietud, unas determinadas actividades militares, de cuyo hecho tenía seguridad por deber la información a militares amigos, y Don Manuel, que había leído mi comentario, se dirigió a mí en presencia de Marcelino Pascua, para darme la seguridad de que en el Ejército la autoridad de la República y del Gobierno eran absolutas: Esos comentarios públicos, cuya inspiración se queda en lo oscuro, perjudican más que benefician. Si usted conociese tan bien como yo a los militares, sabría el caso que debe hacerse de sus quejas y disgustos. ¿Es que no soy una garantía para El Socialista? Declaro que las palabras de Azaña me produjeron, más que contrariedad por lo que suponían de censura, inquietud manifiesta por lo que testimoniaban de confianza. La reacción del doctor Pascua fue más viva que la mía, pero se proyectaba sobre el mismo fondo. La verdad es que Azaña, por aquellos días, tenía muy serios motivos para sentirse contrariado, no por los militares, que mantenían cuidadosamente tapados sus designios con el ejercicio de una perfecta disciplina, pero sí por la suma fabulosa de conflictos sociales y de orden público que le provocaban los electores que habían hecho triunfar las candidaturas del Frente Popular. El sobresalto de ese día estaba en Granada, donde se habían producido grandes disturbios, que tenían irritado a Azaña, quien habiendo llegado a la hora del café al restaurante donde habíamos almorzado un grupo de socialistas —en homenaje a una amiga. Adoración García, que había tenido escondido en su casa a Prieto—, nos dio la noticia del nuevo barullo que amenazaba degenerar en otra huelga general, y dirigiéndose a Prieto, a quien había ido a ver creyendo encontrarlo con escaso número de amigos, le notificó su manera de obrar en tales casos:
—Invito a un par de amigos y me voy al cine, que hace mucho tiempo no frecuentaba.
Un poco más tarde. Prieto nos daba la explicación de esas palabras con estas otras:
—Cuando Azaña tiene esas efusiones y afecta despreocupación por los problemas, es cuando más grande es su irritación y su disgusto. No me sorprendería nada que hubiese pensado en dimitir.
Desconozco si Azaña pensó en dimitir. Motivos le sobraban. No bien el Gobierno había conseguido salir difícilmente de una perturbación, cuando ya se le había presentado otra. En Madrid tenía, con carácter grave, la huelga del ramo de la construcción, donde la organización sindicalista había conseguido imponerse a los obreros de la UGT La victoria electoral, que no había sido tan rotunda como para menospreciar la fuerza de las derechas, quiso ser aprovechada sobre la marcha y de esta prisa se siguió una pérdida evidente de autoridad. Una parte de la opinión que había concedido el sufragio a las izquierdas se sintió arrepentida de su acto. Lamentaba no habérselo dado a la CEDA Este estado social, que podríamos llamar coloide, sirvió a maravilla para que la juventud encuadrada en Falange Española se moviese con una actividad extraordinaria. Las ideas de José Antonio Primo de Rivera y las de sus colaboradores más directos distaban mucho de ser claras y más que un cuerpo de doctrina eran un código de conducta en cuya observancia ponían una fe extraordinaria y apasionada. Una parte de la juventud universitaria se sintió fuertemente atraída por el movimiento falangista, en el que si no las ideas, la literatura, unas veces buena, otras regular y en ocasiones bastante mala, contaba con mucho. Algunos de aquellos estudiantes aprendieron a jugarse la vida saliendo al paso de la del adversario. No recusaban el diálogo de las pistolas y, a decir verdad, se complacían en él. Tenían un sentido heroico de su papel y tanto matar como morir se les antojaba cosa natural. Su táctica guardaba una gran analogía con la que en diferentes épocas de su vida colectiva habían puesto en práctica los sindicalistas, movimiento proletario al que los falangistas trataban de atraerse. Si de la CNT les interesaba la masa de los militantes, del Partido Socialista les hubiera gustado captar algunas personalidades, a una de las cuales se manifestaban dispuestas a concederle la jefatura nacional. Esa persona, que Primo de Rivera cortejaba a distancia, era Indalecio Prieto. No conocía ese dato, que nos lo reveló a un grupo de diputados socialistas, con ocasión de una reunión que celebrábamos en uno de los nuevos comedores del primer piso del viejo Café Colonial, el doctor Negrín, que defendía con apasionamiento al rojo blanco la necesidad de que el Partido autorizase a Prieto a formar Gobierno y, en caso de que la autorización le fuese negada, nos recomendaba que tomásemos a nuestro cargo esa responsabilidad, en razón del inmenso servicio que rendiríamos al país. ¿En qué noticias fundamentaba Negrín su pasión apremiante e incluso escisionista? Parece que él había sido la persona a quien los falangistas, utilizando como vehículo a una discípula suya, se habían dirigido tratando de conquistarle y conquistar a Prieto para su movimiento. Esa misma discípula de nuestro camarada, a quien él profesaba un sincero afecto, le tuvo avisado de que existía el propósito de atentar contra su vida, lo que indujo a Negrín a proveerse de una pistola inverosímilmente pequeña, que ocultaba en el bolsillo de su chaleco. Recordando aquellos esfuerzos suyos para que Prieto se hubiese hecho cargo del poder, le he oído decir varias veces, siempre coincidiendo con momentos apurados de la guerra:
—Si me toca perder la guerra, se podrá decir de mí todo, menos que soy yo quien tiene responsabilidades en su desencadenamiento. Esto es de la cuenta de otras personas. ¡Allá los que no supieron ver lo que estaba a la vista!
Siempre he creído que el apasionamiento de Negrín, la tarde en que cambiábamos nuestros pensamientos en el comedor del Colonial, procedía de los informes más o menos concretos que pudo obtener de aquella discípula suya, que habiendo figurado en los cuadros más liberales de los estudiantes de medicina, se había unido, inmediatamente después de su casamiento, a las ideas falangistas de su marido que habían de ocasionarle luto de viudez y prisión de sospechosa. Me consta de ella que sigue conservando por su profesor la misma devoción de siempre, lo que es bien lícito, ya que él le testimonió, durante el tiempo de su cautiverio, un afecto por encima de toda clase de molestias.
Ese tipo de confidencias no eran, en la víspera de la insurrección militar, nada difíciles. Un amanecer en que regresaba a mi casa después de haber cerrado el periódico, coincidí, en la calle Ancha de San Bernardo, con un escritor que, terminada su jornada, gustaba pasear y hablar sin cansancio. Viejos amigos, hacía tiempo que no habíamos coincidido. Reconozco que tengo por la persona a que me refiero una estimación cordial —y literaria— casi ilimitada. No sé de nadie que tenga un precio más alto para la amistad. Los amigos de este escritor, aun cuando tengan el mismo oficio, están siempre justificados a sus ojos, cualquiera que sea la falta en que se encuentren incursos. Sólo él, con bondad y talento suficientes para encontrar y publicar la disculpa adecuada. Recuerdo que como se hablase, en la tertulia que por entonces frecuentábamos en Bilbao, del embarazo de una muchacha soltera a la que él conocía en amistad, se creyó en el caso de atenuar el efecto que la noticia de la palabra embarazo nos había producido y corrigió: «Embarazada, embarazada… Un poco nada más». Este amigo no tardó en llevar la conversación al tema político.
—¿Han descontado ustedes la posibilidad de una sacudida de las derechas? Hace tiempo que no he tenido ocasión de conversar con Primo de Rivera. La última vez que lo vi se quejaba de la falta de medios con que se debatía Falange. Parece que con mucho esfuerzo habían llegado a reunir unas pocas pistolas roñosas. Pero no me pareció verle tan pesimista cuando hacía referencia al proselitismo que desarrollaba en los cuarteles. No creo que las izquierdas puedan confiarse demasiado. Existe un disgusto evidente que puede determinar las reacciones más inesperadas. Deben tener presente que ahora hay una juventud, más o menos numerosa, es pueril ponerse a contarla, que actúa como fermento entre las zonas conservadoras. Yo, que tengo ocasión de frecuentar a sus jefes, puedo medir bien el grado de su alucinación. Su fanatismo llega hasta considerar ventajoso el empleo de la violencia. Como las izquierdas se equivoquen, su pérdida se me antoja irremediable.
No desdeñé ese aviso, que coincidía con otros muchos. Di noticia de él a mis amigos, pero éstos, tan convencidos como yo de la proximidad de acontecimientos graves, eran impotentes para modificar la posición del Partido, que creía, o afectaba creer, lo que en definitiva daba el mismo resultado, que informes, avisos y rumores formaban un tapiz de embustes, los famosos cuentos de miedo, con el que unos cuantos tratábamos de hacer posible la exaltación de Prieto a la presidencia del Gobierno, suceso político que, en lo personal, podía tenernos tan sin cuidado como la transustanciación del verbo. Llegaron a ser útiles las más solemnes, aun cuando veladas notificaciones parlamentarias, una de las cuales corrió de cuenta de Gil Robles, conductor de las fuerzas políticas adscritas a la CEDA, muy numerosas y respaldadas por la doble edición de El Debate. La tarde de ese discurso fue uno de los días en que mayor preocupación observé en Prieto. A su inquietud se mezclaba una suerte de sorda irritación.
—Esta es una Cámara sin sensibilidad. No sé si es que estamos sordos o que lo fingimos. El discurso que ha pronunciado Gil Robles esta tarde es de una gravedad inmensa. Usted ha tenido ocasión de oírlo como yo. Cuando detrás de mi banco oía risotadas o interrupciones estúpidas, no podía evitar el sentirme abochornado. Gil Robles, que tenía conciencia de lo que estaba diciendo, debía considerarnos con mezcla de piedad y desprecio. Recuerde que el jefe de la CEDA nos ha dicho que su fuerza política, después de madurado examen, había venido desarrollando su actividad en el área de la República y que él personalmente no sabía si había cometido una ligereza culpable al aconsejar a sus amigos esa conducta, pero que, en todo caso, cada día era menor su autoridad para convencerlos de que no se debía romper con ella. «Esa merma de mi autoridad procede —decía— de la conducta de la República y de la disminución de mi propia fe en que pueda acabar siendo un cauce legal y una voluntad nacional». Y todavía ha añadido: «Condeno la violencia, de la que ningún bien me prometo, y deploro que amigos muy queridos y numerosos se acojan a esa esperanza como última solución». La interpretación de estas palabras no puede ser más diáfana. La propia CEDA está siendo absorbida por el movimiento que, en connivencia con los militares, están preparando los monárquicos. Con una suerte de desánimo fatalista, Prieto añadió:
—Una sola cosa está clara; que nos vamos a merecer por estupidez la catástrofe.
Me decidí a preguntarle.
—¿Cree usted que aún estamos a tiempo de evitarla? ¿Se considera usted con fuerzas para impedirla?
Su respuesta fue categórica:
—¡Sí! Creo que hemos perdido mucho tiempo y que la tarea es más difícil cada día; pero a la pregunta que me formula le contesto afirmativamente. Aún existen posibilidades de acción, lo que no se puede asegurar que suceda la semana que viene. El medio se va enrareciendo de hora en hora.
—Mi opinión —le dije— es que estamos en la obligación de poner a la minoría parlamentaria ante su responsabilidad, y si no alcanza a comprenderla, seguir el consejo de Negrín y proceder por nuestra cuenta. Todo menos resignamos a acatamientos que nos pueden costar caros.
Prieto se calló su juicio y yo me volví al periódico a hacer un artículo más de la serie de los cuentos de miedo. Casares Quiroga, que ocupaba la presidencia del Consejo de ministros, y era ministro de la Guerra, debía leerlos, si como supongo los leía, con un frío e irónico escepticismo. En Buenavista, la disciplina protocolaria de los militares seguía siendo de lo más exquisita. Si se ordenaba el traslado de Goded a las Baleares, el general Goded, en quien hacía tiempo se presentía un general de golpe de Estado, se iba sin rechistar a las Baleares. El general Franco, trasladado a su vez a Canarias, rubricaba la obediencia con un taconazo y tomaba el avión para su nuevo destino. Del general Mola, de los tres el más capaz políticamente, con viejos antecedentes republicanos que abandonó al encomendarle el general Berenguer la Dirección General de Seguridad, seguía confinado, esa es la palabra que oí emplear al referirse a él, en Navarra.
Esta obediencia falaz y no mal calculada, que tuvo su exponente máximo en el coronel Aranda, daba respiros de tranquilidad al ministro de la Guerra. Sus colaboradores inmediatos debían contribuir en mucho a su sosiego, explicándole con arreglo a un patrón absurdo la psicología de los militares, según la cual nada era lícito temer de ellos. Una noche en que salimos a cenar al campo, en la sucursal veraniega de un restaurante acreditado, coincidimos con Azaña, a quien sus antiguos ayudantes militares obsequiaban con una cena. Nos reunimos a tomar el café y uno de los militares, notorio republicano y más notorio panglosiano, me tranquilizaba con respecto a todo militar refiriéndome una anécdota según la cual, en cierta ocasión que decidieron sublevarse, demoraron la fecha del alzamiento hasta haber cobrado, y una vez que lo hubieron hecho cayeron en la cuenta de que, con dinero fresco, resultaba inconcebible aventurarse en una empresa dudosa. Me parece recordar que mi amable narrador de aquella noche estaba entre los que rodeaban a Casares Quiroga, que en trance de sentirse inquieto, tenía mayores motivos para mirar con hostilidad a la Casa del Pueblo y a los sindicatos obreros.
Prieto, a quien ningún deber perentorio retenía aquel verano en Madrid, se fue a Bilbao, donde pocos días después hube de buscarle, telefónicamente, para darle un recado urgente, una grave noticia, y con ello mi consejo de que abandonase inmediatamente su descanso de Pedernales, donde se encontraba en vacaciones, para trasladarse a Madrid.