En 1704, España se hallaba desgarrada por una terrible guerra civil. El final de la dinastía de los Austrias en la figura de Carlos II el Hechizado había abierto un proceso sucesorio que, en puro derecho, tenía que haber comenzado y concluido con el entronizamiento de Felipe de Borbón como rey de España. Sin embargo, el temor a una alianza francoespañola provocó de manera inmediata una reacción internacional y la aparición de un candidato alternativo en la persona del archiduque Carlos de Austria. Apoyaban a éste Holanda, el Imperio germánico y, muy especialmente, Inglaterra que bajo ningún concepto deseaba la existencia de una potencia fuerte en el continente al que, al parecer, no pertenecía. El 4 de agosto del citado año, la ciudad, castillo y fortaleza de Gibraltar fueron objeto de un ataque llevado a cabo por una fuerza combinada angloholandesa. Gibraltar, como la casi totalidad de España, ya había prestado obediencia a Felipe V de Borbón y, de manera lógica, decidió resistir al ataque de unas tropas que representaban los intereses del archiduque Carlos. La resistencia estaba condenada al fracaso dada la superioridad del enemigo y, finalmente, vecinos y guarnición terminaron por rendirse. A la sazón, el territorio de Gibraltar comprendía la comarca costera de la bahía de Algeciras y, con su ciudad de más de cinco mil habitantes, era la capital de una zona extensa superior a alguna provincia española. La acción, en teoría, no debería haber tenido mayor trascendencia en la medida en que, como ya queda dicho, ingleses y holandeses eran aliados de un aspirante al trono español y sólo tomaban posiciones en territorio de la nación española. Lamentablemente, el almirante inglés Rooke decidió pasar por alto reglas tan elementales del derecho y mediante un vergonzoso acto de piratería tomó posesión de la plaza no en nombre del archiduque Carlos sino de la reina Ana, entonces soberana de Inglaterra. Acababa de darse inicio a un conflicto que se prolongaría durante siglos.

Que el comportamiento del inglés resultaba indefendible fue algo que no se escapó de la mente de nadie… ni siquiera de la de los propios ingleses. De hecho, la edición de 1879 de la Encyclopedia Britannica (volumen 10, p. 586) no se recataba de señalar lo taimado de semejante acción atribuyendo el acto de piratería llevado a cabo por Rooke a su propia responsabilidad («his own responsibility») y añadía que, desde luego, había ido en contra del honor de Inglaterra el que hubiera sancionado y ratificado una ocupación desprovista de principios como aquélla. El comportamiento de Rooke, por seguir el texto de la Britannica, había sido el de un patriotismo carente de escrúpulos («unscrupulous patriotism») y por ello no resultaba extraño que los españoles hubieran sentido profundamente la injusticia perpetrada con ellos.

Desgraciadamente, aquel acto de piratería sólo iba a ser el inicio de una larga cadena de abusos ingleses que llevan a pensar al historiador imparcial que el calificativo de «pérfida Albión» no carece totalmente de fundamento al menos en su trato con España. Desde luego, no resulta extraño que Felipe V intentara reconquistar la plaza ya en septiembre de 1704 y que se irritara profundamente cuando le recordaban la villanía inglesa. Con el paso del tiempo, el monarca caería en un lamentable desarreglo mental al que me he referido en alguno de mis libros, pero en lo tangente al tema de Gibraltar estaba cargado de razón. A fin de cuentas, Gibraltar formaba parte del territorio hispánico desde la época de la colonización romana, nunca había dejado de estar sometido a entidades políticas españolas —cristianas o islámicas— e incluso míticamente se asociaba con la fundación de España por el mismo Hércules. En términos cronológicos, distintas instituciones políticas hispánicas dominarían la plaza por un período de tiempo hasta ocho veces superior al de la existencia de la colonia británica. De hecho, cuando en 1713 el Tratado de Utrecht puso fin a la guerra de Sucesión y en su artículo décimo se recogió la ocupación de Gibraltar por Inglaterra, España se guardó muy mucho de aceptar la legitimidad de aquel acto. La cesión quedó por añadidura condicionada a la supresión del comercio entre la plaza y el territorio vecino, a la prohibición de residencia en Gibraltar de determinadas personas para garantizar la seguridad española y al respeto por parte de Inglaterra del culto católico en la plaza. Finalmente, el texto incluía una cláusula resolutiva de la crisis en la que se afirmaba que si en algún tiempo Gran Bretaña decidía «dar, vender o enajenar» Gibraltar se daría «a la Corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla». A partir de ese momento, España intentaría vez tras vez recuperar un territorio propio, y Gran Bretaña, mantener en su poder la colonia. Los abusos cometidos por esta potencia formarían una verdadera legión. Por ejemplo, en las negociaciones preliminares al Tratado de Madrid de 13 de junio de 1721 se planteó como condición previa la devolución de Gibraltar a España. El ministro inglés en Madrid, William Stanhope, y el secretario de Estado español, el marqués de Grimaldi, se comprometieron así a que el tratado no sería ratificado mientras Jorge I de Inglaterra no comunicara la restitución de Gibraltar. El 1 de junio, Jorge I envió una carta en ese sentido, pero una vez que el 5 de julio del mismo año España ratificó el tratado, el monarca inglés faltó a su palabra. Las promesas británicas volvieron a repetirse en ocasiones en que Gran Bretaña se vio amenazada por un enemigo más poderoso que España, pero siempre para quedar en nada.

Por si fuera poco, Inglaterra fue sumando a sus desafueros diplomáticos una larga lista de incumplimientos del Tratado de Utrecht desde el mismo siglo XVIII cuya simple exposición sería material para una docena de libros como el presente. Así, nada más firmarse el acuerdo, las tropas inglesas procedieron a ocupar militarmente la torre del Diablo a levante y el Molino a poniente no incluidos en el mismo. El 19 de agosto de 1723, William Stanhope sostenía con evidente descaro que Inglaterra tenía derecho a ampliar el terreno cedido por el Tratado de Utrecht a «todo el terreno cubierto por la artillería de la Plaza», aunque reconocía que tal extremo no estaba contemplado en el texto firmado por ambas naciones.

El intolerable comportamiento británico llegó incluso a aprovecharse de la buena fe y de la caridad de los españoles para ir robando nuevos territorios cercanos a la plaza. En 1815, por ejemplo, una epidemia de fiebre amarilla diezmó a los ingleses de Gibraltar. España ofreció entonces generosa ayuda humanitaria a los británicos y éstos aprovecharon la situación para apoderarse de nuevos territorios españoles en la zona. En 1854, las autoridades británicas volverían a utilizar una ocasión similar —la generosa ayuda española prestada con ocasión de una epidemia— para repetir su taimado proceso expansivo. En 1908, en claro antecedente del Muro de la vergüenza berlinés, el gobierno británico levantó incluso una verja de hierro que separaba físicamente a España de una colonia gibraltareña que no había dejado de crecer territorialmente en las últimas décadas. A esas alturas, los ingleses eran más que conscientes de que su colonia era incapaz de automantenerse —a diferencia de otras bajo pabellón británico— y reconocían que Gibraltar sobrevivía gracias a actividades ilegales como el contrabando, una situación, dicho sea de paso, que no ha cambiado mucho desde entonces. El 25 de agosto de 1841, por ejemplo, lord Palmerston, en una bochornosa nota enviada a la legación española en Londres, afirmaba que los barcos de contrabandistas irían armados con cañones para defenderse de los guardacostas españoles.

A nadie se le ocultaba —como no se le oculta hoy— que Gibraltar no era viable económicamente salvo mediante la conjunción de prácticas económicas delictivas y colonialismo británico. Tan sólo este tema daría material más que sobrado para una voluminosísima tesis doctoral. Por supuesto, no todos los británicos veían con agrado semejante suma de desafueros. En 1856, sir Robert Gardiner en su Informe sobre Gibraltar. Una fortaleza y una colonia se preguntaba: «¿Cuáles deben ser los sentimientos de todos los españoles con esta noble roca a la vista siempre, ocupada por extranjeros?» Seis años después, John Bright afirmaba que «el Peñón de Gibraltar fue tomado y retenido por Inglaterra cuando no estábamos en guerra con España y su apropiación fue contraria a todas las leyes de la moral y del honor». No fueron los únicos.

Naturalmente, Gibraltar, que nunca ha sido algo distinto de una colonia, se vio afectada directamente por el proceso descolonizador. En 1950, el gobierno británico inició en Gibraltar un proceso de repoblación que, supuestamente, ayudaría a legitimar la supervivencia de la colonia. La acción —una burla absoluta del derecho internacional— fue contestada incluso en Gran Bretaña. En febrero de 1951, por ejemplo, William C. Atkinson indicaba cómo Inglaterra se había comportado en la situación de Gibraltar añadiendo «el insulto a la herida». El 17 de septiembre de 1954, Halliday Sutherland señalaba que la toma de Gibraltar en 1704 «fue un acto de piratería», y en 1966, Arnold J. Toynbee indicaba la injusticia de la ocupación británica de Gibraltar preguntándose: «¿Le agradaría al pueblo británico ver una fortaleza rusa o china en Land’s End o en las islas del Canal?» Sin embargo, lo más importante fue que la ONU reconoció públicamente que Gibraltar no era territorio británico, sino una colonia. El comité encargado por Resolución 1654 (XVI) de 27 de noviembre de 1961 del examen de cuestiones relacionadas con el proceso de descolonización —un comité que desde el 17 de diciembre de 1962 contaría con veinticuatro miembros— proclamó solemnemente en su resolución de 16 de octubre de 1964 que «las disposiciones de la Declaración sobre la concesión de independencia a los países y a los pueblos coloniales se aplican íntegramente al territorio de Gibraltar». El 16 de diciembre del año siguiente el plenario de la XX Asamblea General de la ONU aprobaba un proyecto de resolución sobre Gibraltar en el que volvía a insistir en el carácter colonial de este enclave. La resolución fue aprobada por 96 votos a favor y ninguno en contra. Desde entonces, el poder colonial de Gran Bretaña se ha visto mermado con episodios como el de la recuperada reintegración de Hong Kong a China. En la actualidad, sólo dos razones impiden que Gibraltar siga el camino de otras colonias británicas. La primera es el prurito británico de continuar manteniendo un peso colonial en un mundo afortunadamente poscolonial. La segunda —aún más inconfesable— es no entrar a fondo en la sentina de irregularidades legales que tiene como sede Gibraltar y que ha sido denunciada repetidamente desde las más diversas instancias. Resulta obvio que ninguna de estas razones es de recibo en el marco no sólo de la Unión Europea sino del cumplimiento más elemental del derecho internacional. La única salida justa y razonable para el contencioso de Gibraltar es la restitución de la soberanía de la plaza a España. Afortunadamente, la nación española es en la actualidad —a diferencia de la China a la que se ha reintegrado Hong Kong— un país moderno, libre y democrático, miembro de pleno derecho de la Unión Europea, una unión que no puede permitir en su seno la persistencia de colonias. El día que se llegue a ese punto, no sólo se habrá corregido una injusticia histórica, sino que habrá desaparecido el último contencioso entre dos grandes naciones que antaño enemigas son ahora amigas y aliadas pero, sobre todo, se habrá eliminado del territorio europeo una lacra tan vergonzosa y vergonzante como la existencia de una colonia; colonia —no lo olvidemos— creada sobre la base de un traicionero acto de piratería.