La figura de Ricardo Corazón de León —nacido en Oxford en septiembre de 1157— es una de las más sugestivas de la historia medieval europea. Hijo del brillantísimo monarca anglonormando Enrique II y de la no menos sugestiva Leonor de Aquitania, al ser el tercer vástago del matrimonio contaba con escasas posibilidades de ceñirse la corona de Inglaterra. Sin embargo, era el favorito de Leonor y, además, se vio ayudado por la oportuna muerte del primogénito.
En 1172, su madre le cedió el ducado de Aquitania, de enorme importancia económica y estratégica, y diecisiete años después accedió al trono inglés. Para aquel entonces, su fama ya resultaba extraordinaria. No sólo había demostrado ser un soldado excepcional combatiendo contra su padre, sino que además había escrito canciones y poemas que le acreditaban como un notable trovador y persona de refinada cultura. La llegada al trono vino unida, además, a una circunstancia que catapultaría su fama más allá de su época. Nos referimos a su marcha hacia la III Cruzada. En esta gesta debían acompañarle el emperador alemán Federico Barbarroja —que moriría en la empresa al atravesar el torrente Salef— y el rey francés Felipe II Augusto.
Al llegar a Sicilia camino de Tierra Santa, Ricardo discutió con Felipe II y, como consecuencia directa de unas desavenencias que venían de tiempo atrás, se negó a contraer matrimonio con la hermana del monarca francés, a pesar de que se trataba de un compromiso pactado con anterioridad. El episodio podía haber resultado de importancia pasajera de no ser porque Leonor de Aquitania aprovechó para recordar a Ricardo la pasión que años atrás había sentido por Berenguela, la hija del rey Sancho de Navarra. Efectivamente, unos años antes el rey inglés había estado enamorado de la joven e incluso le había dedicado algunas poesías cargadas de apasionamiento amoroso. Ahora decidió que no era mala idea casarse con ella y dispuso que la condujeran hasta Sicilia para contraer matrimonio. Por lo que sabemos, también la princesa navarra se sentía atraída por Ricardo y no resultó difícil convencerla para que aceptara su solicitud. Sin embargo, el joven rey sintió escrúpulos de conciencia en aquellos momentos no sólo porque la recepción del sacramento tenía que darse en condiciones de gracia espiritual, sino también porque la empresa de la cruzada exigía una limpieza de corazón indispensable. Tras hacer examen de conciencia, Ricardo compareció ante la catedral de Mesina y, semidesnudo, suplicó perdón por el pecado que más oprimía su conciencia, quizá porque nunca se había liberado de él a través de la penitencia. El pecado en cuestión no era otro que la comisión de algunos actos homosexuales.
El sacerdote encargado de imponer la penitencia correspondiente a Ricardo debió de juzgar que el vicio contra natura no había llegado hasta el extremo de apoderarse totalmente del alma del rey, y tan sólo le ordenó que marchara cuanto antes al encuentro de Berenguela y consumara —eso sí— el matrimonio a la mayor prontitud. La ceremonia se celebró finalmente en Chipre, una isla que Ricardo conquistó en 1191, y a continuación prosiguió su viaje hacia Tierra Santa acompañado de su esposa. Durante los años siguientes, Berenguela residió en San Juan de Acre, la actual Ako —escenario de otra de las victorias de Ricardo— y todo parece indicar que mantuvo con él una vida marital normal. La situación cambió cuando en 1192 Ricardo decidió regresar a Inglaterra y, de camino, fue capturado por Leopoldo V, duque de Austria. El austríaco —aristócrata felón y villano donde los hubiera— entregó a Ricardo al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, que decidió ponerlo en libertad sólo a cambio de un sustancioso rescate. En 1194, la suma fue aportada y Ricardo regresó a Inglaterra sometiendo a su hermano Juan Sin Tierra, que en su ausencia se había aliado con Felipe II de Francia para usurpar el trono inglés. La respuesta de Ricardo a una alianza tan cargada de maldad fue fulminante y en 1194 cruzó el canal para ajustarle las cuentas a Felipe II. Durante el lustro siguiente, el monarca inglés no dejó de derrotar una y otra vez al rey francés y de concluir treguas que Felipe Augusto violaba en cuanto tenía la menor oportunidad. Vez tras vez, se enfrentaban de esta manera la caballerosidad del inglés con el comportamiento maquiavélico, avant la lettre, del francés. Que triunfara siempre el primero se debió, no obstante, a su dominio superior del arte militar.
En 1196, en un nuevo acto penitencial de carácter público, Ricardo volvió a acusarse de haber caído en algún acto de sodomía. Ciertamente, sus relaciones con Berenguela se habían enfriado después de su liberación del cautiverio, pero es sabido que mantenía relaciones sexuales con diversas mujeres e incluso que había tenido un hijo bastardo de una de ellas, al que se bautizó con el nombre de Felipe.
Poco más viviría Ricardo después de su última confesión pública. En 1199, en el curso de una escaramuza sin trascendencia, el bravo rey fue herido por una flecha y perdió la vida en las cercanías del castillo de Chalus. Su labor de gobernante —que ha quedado opacada por sus gestas militares pero que fue asimismo excepcional— no permanecería. Su hermano Juan Sin Tierra fue derrotado en 1214 por Felipe II Augusto, que se impuso así finalmente a una Inglaterra a la que detestaba desde que era niño.
Por lo que se refiere a la vida privada de Ricardo, parece haber sido una mezcla de continuada y normal heterosexualidad, ya que contrajo matrimonio, tuvo varias amantes e incluso un hijo, en el curso de la cual se cruzaron episodios esporádicos de carácter homosexual. Todo parece indicar que este tipo de conducta le horrorizaba hasta la repugnancia, según se desprende de la manera en que realizó penitencia pública por ella, una circunstancia que no sucedió con otros pecados como el adulterio. Seguramente, consideraba que, de entre las transgresiones de la carne, las peores eran aquellas que se realizaban en contra del comportamiento dictado por la naturaleza que ha establecido la existencia de tan sólo dos sexos llamados a atraerse recíprocamente. El tormento que esas caídas esporádicas provocaron en su espíritu sólo podía, por tanto, verse aliviado con la confesión y la ulterior penitencia, un aspecto que dice mucho de la sensibilidad religiosa del personaje —monarca, poeta, músico y soldado— más famoso de la Inglaterra medieval.