Afganistán fue objeto de las codicias de Rusia y Gran Bretaña a lo largo del siglo XIX. Las intrigas y maniobras de poder en torno a esta tierra recibieron, no precisamente con exageración, el nombre de «gran juego», un episodio que aparece reflejado, por ejemplo, en el Kim de Rudyard Kipling. La retirada británica de la India en 1948, fruto del proceso de descolonización, y, especialmente, el avance imperialista de la URSS en cuatro continentes produjeron una presión creciente sobre Afganistán que llegó a su punto culminante a finales de los años sesenta, precisamente cuando la presidencia de Jimmy Carter en Estados Unidos transmitía una imagen de debilidad frente al desafío comunista.

Fruto de esta combinación de factores, durante la segunda semana de diciembre de 1979, se desplegaron en Kabul (Afganistán) las primeras unidades soviéticas aerotransportadas. El día 20 tuvo lugar la llegada de más tropas paracaidistas procedentes de la URSS, pero el golpe de Estado pro soviético no se produjo hasta el día de Navidad. El punto de inicio se dio cuando el entonces presidente afgano Hafizullah Amin, pro marxista, fue muerto a tiros en su propio despacho por agentes soviéticos. Amin había derrocado previamente al también marxista Nur Mohammed Taraki y había sido ahora derribado por Babrak Karmal, un personaje que había contado con el respaldo soviético para su toma del poder.

Apenas consumados los primeros pasos, Karmal solicitó inmediatamente ayuda soviética, lo que en apariencia legitimó la entrada en territorio afgano de un contingente de 85 000 soldados del ejército de la URSS. El mando invasor contaba con apuntalar a Karmal mediante la permanencia de un contingente que contara con una cifra de entre ocho y diez mil soldados en Kabul, pero no pensaba en una campaña larga. A fin de cuentas, en términos geoestratégicos no se habían producido cambios, ya que Afganistán era aliado de la URSS desde hacía casi una década y, posiblemente, lo único que deseaban los soviéticos era evitar trastornos políticos en el seno de un país amigo. Sin embargo, la medida —un cruento golpe de Estado con intervención militar soviética— causó en aquellos momentos una comprensible preocupación en el presidente norteamericano Carter, que decidió enfrentarse a la situación reduciendo los envíos de trigo a la URSS, boicoteando los Juegos Olímpicos de 1980, que se celebrarían en Moscú, y retirándose de las conversaciones de desarme SALT II.

Carter no se limitó a dar estos pasos que, en términos generales, apenas sobrepasaban el nivel de gestos. Al mismo tiempo, realizó acercamientos a los gobiernos de Egipto y de China para que prestaran ayuda a los rebeldes afganos, unos rebeldes que, de acuerdo con la regla que afirma que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, se convertían en aliados de Occidente en la lucha contra la URSS. Las peticiones de Carter no fueron desatendidas.

Egipto, efectivamente, proporcionó bases para transportar armas a Afganistán. En cuanto a China, vendió algunas armas soviéticas a Estados Unidos y envió algunos equipos de entrenamiento a Afganistán para ayudar a los rebeldes.

Mientras la fuerza expedicionaria soviética crecía hasta alcanzar los 140 000 hombres —un volumen de combatientes realmente impresionante para dominar a un ejército de armamento bien atrasado—, Estados Unidos comenzó a pensar en la articulación de acciones encubiertas contra los soviéticos. El proyecto finalmente se convirtió en realidad al llegar Ronald Reagan a la presidencia. Si la administración Carter llegó a entregar a los afganos material por valor de unos treinta millones de dólares, Reagan ordenó unos incrementos que establecieron el presupuesto de ayuda del año 1987 en 630 millones. La ayuda revistió también —como suele ser habitual en el caso de Estados Unidos— carácter humanitario, y así la administración Reagan se hizo cargo de los gastos ocasionados por los refugiados afganos en Pakistán hasta una cuantía de un millón de dólares al día.

El hecho de que Afganistán se convirtiera en la guerra encubierta más cara de la historia de Estados Unidos no fue del gusto de la CIA y explica que contara con una participación muy magra de la agencia. No le faltaban razones a sus funcionarios para sentirse a disgusto, ya que los fondos proporcionados por Estados Unidos eran administrados a través de un conjunto de generales pakistaníes no exentos de sospecha o, dicho más claramente, cargados de motivos para atribuirles una notable predisposición hacia los comportamientos corruptos. La mayor parte de la ayuda norteamericana se concretó así en el envío de armas no especialmente sofisticadas —250 ametralladoras hasta la primavera de 1984, por ejemplo— e incluso obsoletas, como los 7 500 rifles Lee-Enfield entregados a los rebeldes. Conociendo los canales de transmisión, no puede extrañar que, por añadidura, no pocas armas se perdieran por el camino. Los ejemplos, desde luego, no resultaron escasos. Así, en enero de 1985, la CIA empleó cincuenta millones de dólares en comprar cuarenta cañones antiaéreos suizos marca Oerlikon. En 1987, sólo once de estos cañones habían llegado a los rebeldes.

Tampoco el envío de asesores de Estados Unidos a Afganistán parece que estuviera conectado con la CIA, e incluso las tareas de entrenamiento se realizaron fuera de Afganistán, a diferencia del comportamiento que siguieron los agentes chinos. Por ejemplo, Andrew Eiva, un oficial de los boinas verdes, entrenó a combatientes afganos que lucharon contra la URSS pero llevó a cabo su labor en Pakistán y Alemania occidental.

Se trató, sin embargo, de casos excepcionales y en absoluto cabe afirmar que la resistencia afgana era meramente una pantalla de la intervención norteamericana, como denunciaron medios de comunicación cercanos a la URSS o meramente contrarios a Estados Unidos. En términos generales, la mayoría de las fuerzas afganas que se enfrentaron con los invasores soviéticos eran totalmente nativas, no contaban con muchos medios y carecían de presencia extranjera en sus filas. La resistencia generalizada, el sistema de guerrillas, la accidentada geografía y la imposibilidad de controlar las zonas rurales resultaron decisivas en la derrota soviética, aunque también influyeron la insospechada incompetencia militar de los invasores —que no pudo ser compensada por una crueldad casi ilimitada— y, en menor medida, el armamento aportado por distintas potencias.

Precisamente por todo lo anterior —que constituye un relato documentado y no un típico fruto de tertulia desinformada y locuaz— resulta más que dudoso que la CIA entrenara a Ben Laden para combatir en Afganistán y eso por dos razones. Primero, porque no existen pruebas de que desarrollara ese tipo de acciones y, segundo, porque incluso los asesores norteamericanos que intervinieron en ese tipo de tareas fueron escasos y operaron por regla general fuera del país.

Existe, además, otro factor no despreciable a la hora de rechazar esa hipótesis y es que, en esas fechas, Ben Laden ya había adoptado una orientación claramente antinorteamericana y mantenía conexiones con operaciones terroristas contra objetivos occidentales, como fue el ataque del 23 de octubre de 1983 contra acantonamientos de los marines y de militares franceses en Beirut, que se tradujo en la muerte de 58 galos y 241 norteamericanos, o el atentado contra la embajada norteamericana de la misma ciudad el 20 de septiembre de 1984.

Semejantes actos encajan totalmente con el Ben Laden terrorista islámico y antioccidental pero no, desde luego, con un agente de la CIA o incluso con un guerrillero entrenado por ésta.

Por tanto, a la cuestión de si Ben Laden recibió entrenamiento de la CIA habría que responder negativamente no sólo porque ésta limitó su intervención en Afganistán a proporcionar armas de manera indirecta a los rebeldes sino también porque Ben Laden ya estaba en aquellas fechas claramente comprometido en la lucha islámica contra Occidente.

Se trata de una respuesta que, muy posiblemente, no satisfará a las personas que están obsesionadas con culpar a Estados Unidos de todo cuanto de malo se da cita debajo del sol pero que, sin ningún género de dudas, responde a la realidad histórica.