Casi todas las fuentes parecen coincidir en que los niños que llegaron a la URSS —unos cuatro mil trescientos, aproximadamente— inicialmente fueron objeto de un buen trato. Se les asignaron escuelas en las que conservaron maestros españoles y se les dispensó la enseñanza en su lengua natal. Sin embargo, la situación cambió radicalmente al producirse el final del conflicto español y, especialmente, desde el momento en que Stalin firmó su pacto de no agresión con la Alemania de Hitler. Para entonces, España había dejado de ser interesante para el dictador del Kremlin. No es extraño por ello que, a la vez que cerraba las puertas a nuevos refugiados españoles, los niños fueron arrancados de su situación inicial para verse sumergidos en otra muy distinta.
Obligados a estudiar predominantemente en ruso, debieron sumar a su actividad escolar trabajos físicos de notable envergadura. En los días de invierno, semejante deber se tradujo en la tala de árboles previa al desayuno y, en el verano, en las más diversas faenas agrícolas. El resultado de este sistema tuvo terribles consecuencias para los niños. No sólo se resintió su rendimiento escolar —que cayó en picado—, sino también su salud. Para el curso 1941-1942, una inspección médica realizada por el Comisariado de Educación puso de manifiesto que más de un cincuenta por ciento de los niños padecían tuberculosis y otro treinta por ciento se hallaba en un estado de pretuberculosis. En ese curso, según algunas fuentes, no menos del quince por ciento de los niños había muerto.
Pero la desgracia no se limitaba a los niños ya escolarizados. En buena medida, el destino de los recién nacidos resultaba peor. Por ejemplo, en 1940, en Krematorsk, de los catorce niños nacidos, trece murieron a las pocas semanas como consecuencia de la desnutrición. El cuadro —que se repetía también en lugares como Gorky, Járkov y Róstov— se debía fundamentalmente a la actitud de las autoridades soviéticas especialmente cicateras a la hora de entregar leche o medicinas a los españoles. No resulta sorprendente que en ese contexto alguno de los mandos del PCE considerara conveniente recomendar a los adolescentes que se enrolaran en el Ejército Rojo, no por identificación ideológica, sino como la única manera de eludir el espectro del hambre. Así lo hicieron muchos, y encontraron la muerte en el frente no menos de un cuarenta por ciento, una proporción realmente abrumadora. Lamentablemente, lo peor quedaba por venir.
La invasión de la URSS por Hitler dejó pronto de manifiesto las peores deficiencias del régimen soviético. Purgados por Stalin y equivocados en cuanto a las conclusiones extraídas de la guerra de España, los ejércitos soviéticos sufrieron el efecto devastador de batallas de cerco en las que desaparecieron centenares de miles de sus hombres. Por lo que se refiere a las colonias españolas, no eran aún sospechosas y pudieron librarse de las deportaciones étnicas que el aparato represor de Beria realizó en paralelo a las derrotas militares. Aun así, su suerte distó de ser buena. Los niños españoles fueron enviados a los lugares más remotos e inhóspitos de la URSS, que iban de Samarkanda y Kakán en Asia central a las estribaciones de los Urales. Para aquel entonces, buena parte de ellos estaban absolutamente desengañados del sistema. Un ejemplo palpable fue el de los niños de Krasnoarmeinsk. En esta localidad dieciséis criaturas cayeron en manos de los alemanes, que los trasladaron al territorio del Reich con la finalidad de entregarlos a la Falange. Hambrientos y descreídos, no costó mucho convertirlos en una baza propagandística.
El futuro que esperaba a los niños españoles en sus distintos destinos se reveló no pocas veces horrible. Enfrentados con el hambre y los maltratos, muchos se vieron obligados a someterse a un sistema que consideraban odioso o a delinquir. En Tashkent, por ejemplo, constituyeron bandas dedicadas a perpetrar hurtos convencidos de que era mejor morir en esa situación que regresar a las instituciones estatales. En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas —de las que no pocas quedaron embarazadas— llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido. Ni siquiera los hijos de los héroes se vieron libres de aquella negra situación. Un hijo del coronel Carrasco, que había servido en el ejército republicano y ahora enseñaba en la escuela militar Frunzé de Moscú, fue detenido mientras robaba en una panadería de Kakán. Posteriormente, murió en prisión de tuberculosis. Era uno de los muchos niños españoles —en torno al diez por ciento— que se vieron detenidos y obligados a cumplir una pena de reclusión.
El hecho de que se establecieran agudas divisiones de clase entre los españoles que vivían en la URSS y el que se realizaran prácticas tan odiosas como la delación —aspectos ambos denunciados por jerarcas como Enrique Castro Delgado, Jesús Hernández o el Campesino— no dejó siquiera a salvo el mundo de los niños. No resulta por ello extraño que algunos pensaran en la posibilidad de vengarse de las personas a las que consideraban culpables de su suerte o que solicitaran abandonar el país con la intención incluso de regresar a una España gobernada por Franco. Por regla general, la respuesta de las autoridades fue radicalmente negativa.
De los dramas que semejante actitud provocó es un claro paradigma la historia de Florentino Meana Carrillo y su hermano. Desesperado por salir de la URSS —a la que denominó «inmenso campo de concentración y de hambre»—, Florentino se bebió un vaso de ácido sulfúrico con la intención de quitarse la vida. Su hermano decidió vengarlo. Sabedor de que la Pasionaria era la única persona autorizada por las autoridades comunistas para conceder o denegar los permisos de salida de los españoles, el joven se dirigió, armado con un cuchillo, al hotel Lux. Su intención era matar a la dirigente comunista. Para fortuna de Pasionaria, aquel día estaba ausente y fue José Antonio Uribe, el suplente del buró político, el que se convirtió en nuevo objetivo. No le costó mucho contener al muchacho a la espera de que lo redujeran. Después se lo tragarían las fauces del sistema represor soviético. Todavía décadas después, algunos de los antiguos niños de la URSS identificados con la ideología comunista intentarían quitar importancia al episodio alegando que el muchacho era un desequilibrado. Quizá, pero aun en su desequilibrio había sabido mantener los ojos abiertos frente a dramas terribles que los militantes comunistas preferían no ver o incluso negar descaradamente.
No resulta por ello extraño que para muchos se fuera abriendo camino la idea de que la única esperanza de supervivencia se hallaba en poder abandonar la URSS. Países como México —donde se asentaba una importante colonia de exiliados— estaban más que resueltos a recibir con los brazos abiertos a los niños. Sin embargo, ni la URSS ni el PCE estaban dispuestos a que se supiera la verdad del paraíso del proletariado y del trato que venía dispensando a los niños desde hacía años. Pasionaria se convirtió, al parecer sin resistencia, en la pieza clave que impidió la salida de aquellas víctimas hacia otros países. Sus razones —reproducidas por Jesús Hernández, comunista y antiguo ministro republicano— no podían ser más obvias: «No podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí como furibundos antisoviéticos». Constituía toda una confesión de los resultados reales —ocultados por la propaganda— de vivir en la URSS.
Puestos a delinquir, los niños españoles difícilmente podrían haberlo hecho en un medio más duro. Desde su establecimiento, el sistema soviético —sin precedentes en cuanto a su dureza— se había mostrado especialmente riguroso con los niños. En 1926, el Código Penal soviético ya había incluido condenas de campo de concentración y de prisión para los niños que hubieran cumplido doce años. Los resultados de aquella norma fueron fulminantes. Al año siguiente de su promulgación, el cuarenta y ocho por ciento de la población del Gulag tenía entre dieciséis y veinticuatro años. Pese a todo, no pareció suficiente a los administradores del inmenso sistema. El 7 de abril de 1935 se decretó que la pena de muerte sería también aplicable a los niños que hubieran cumplido doce años. La incomparable ferocidad del sistema —en aquellos momentos incluso superior a la de los campos de concentración de Hitler— no hizo ninguna excepción con los niños españoles. El campo de Karagandá, abierto en 1936, fue tan sólo uno de aquellos terribles enclaves donde los españoles —adultos y niños— fueron explotados como esclavos y murieron de frío, hambre y agotamiento. Diversos testimonios hablan de sodomizaciones de niños en los traslados hasta Karagandá y de niñas sometidas a lo que eufemísticamente se denominó tranvía, es decir, una violación colectiva a manos de otros reclusos o de guardianes. Solia ser únicamente el antecedente de una jornada de trabajos forzados de diez horas diarias con una dieta de hambre. Pero aquel régimen de trabajo no era todo. A él se sumaba un universo donde los niños se convertían en malolietki —miembros de una banda de ladrones en el campo— o en víctimas de cualquier malolietka. Por lo que se refiere a la alimentación, nada tenía que envidiar a la de los campos de exterminio nazis. Frenkel, el funcionario soviético encargado de fijar las raciones alimentarias del Gulag, había sido estricto en su delimitación: los que realizaban menos del treinta por ciento de la norma recibían diariamente trescientos gramos de pan y una escudilla de balanda; los que conseguían entre el treinta por ciento y el ochenta contaban con cuatrocientos gramos de pan y dos escudillas, y del ochenta y uno al ciento por ciento, quinientos gramos de pan y tres escudillas. Los que recibían menos no cubrían su desgaste físico, pero los que recibían mayor cantidad morían antes porque el deterioro físico era más acelerado y el incremento de ración no lo compensaba.
La suma de hambre, maltratos y represión se tradujo pronto en unos resultados sobrecogedores. En 1943, cuando José Hernández abandonó la URSS, afirmó que cerca de un cuarenta por ciento de los niños españoles había muerto. La cifra podía ser cierta —incluso algo limitada— en relación con los que se habían alistado «voluntariamente» en el Ejército Rojo. Resultaba abultada si se tenían en cuenta otros sectores de los niños. A los supervivientes aún les quedaba por recorrer un viacrucis que incluyó un nuevo y doloroso paso al concluir la guerra. Contra lo esperado ingenuamente por millones de personas, el final del conflicto no se tradujo en una amnistía de los presos de la URSS ni tampoco en una reducción del impacto represivo sobre la población. Pronto los tres millones y medio de reclusos que tenía en 1945 el Gulag —sin contar los de las colonias penales y los de las cárceles— comenzaron a recibir lo que Solzhenitsyn denominó con término dramáticamente gráfico nuevas riadas. Fueron trasvases de polacos y húngaros, de ucranianos y soviéticos, de muchachas que habían fraternizado con los alemanes… y de niños españoles. En 1946-1947, éstos contaron con su propia riada. No se los consideraba seguros y, desde luego, los jerarcas del PCE, siguiendo su trayectoria previa, no estaban dispuestos a arriesgar su estatus para salvarlos. Aquellos seres a los que se había arrancado la infancia insistían en abandonar el paraíso soviético y lo pagaron caro. Por regla general, se les aplicó el artículo 7-35 (socialmente peligrosos) o el terrible y polifacético 58-6, acusándoseles de espionaje… ¡en favor de Estados Unidos!
En 1947, con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, los antaño niños fueron reunidos en el teatro Stanislavsky de Moscú. No llegaban a dos mil. El resto prefería no correr riesgos, había muerto o se hallaba atrapado en las redes del sistema concentracionario. Pero ni siquiera todos los supervivientes habían quedado convencidos de las excelencias del sistema. A pesar de que aquel año se les hizo firmar un documento en el que declaraban su voluntad de no abandonar la URSS y de que no faltarían los testimonios favorables al trato recibido, los ejemplos de la repulsión sentida hacia aquel régimen no fueron escasos. Como muestra tómese este botón colectivo: en septiembre de 1956, 534 españoles lograron regresar a España. Se trataba de un testimonio bien elocuente porque, puestos a elegir entre el gobierno del execrado Franco y la patria del proletariado, no lo habían dudado.
La historia de los niños españoles en la URSS constituye, sin duda, un drama sombrío pero, posiblemente, uno de sus aspectos más escalofriantes fue el de la colaboración y el silencio de los jerarcas del PCE en aquel proceso de abandono, primero, y exterminio, después. Acomodados en condiciones privilegiadas que no deseaban perder, las excepciones a aquella norma de vergonzante silencio fueron tan escasas que pueden mencionarse casi al completo. En primer lugar estuvo Valentin González el Campesino, uno de los caudillos comunistas más incensados por la propaganda bélica pero que no pudo soportar el choque con la realidad que significó su conocimiento directo de la URSS. Horrorizado por el trato que recibían los españoles, no dudó en manifestar sus opiniones. Lo pagó siendo condenado al Gulag. Sus captores pensaban en deshacerse de él, pero logró evadirse. Para los reclusos soviéticos que lo conocieron durante su cautiverio se convirtió en un auténtico mito de valentía. Solzhenitsyn llegó a conocer a una tal Zhora Ingal que, en el campo de concentración, iba escribiendo una novela —que nunca llegó a publicarse— sobre el Campesino. A su regreso a Occidente, el PCE hizo todo lo posible por silenciarlo.
El caso de Jesús Hernández fue aún más escandaloso. Horrorizado por lo que denominó el País de la gran mentira, en 1943 lo abandonó —perdiendo a su madre y a su hermana en él— y se atrevió a contar la realidad.
Por lo que se refiere al secretario general del PCE, José Díaz, ya había sido enviado a la URSS antes de acabar la guerra civil. Arrinconado por los soviéticos y por Pasionaria, fue cayendo en una postración progresiva al comprobar que nadie atendía a sus quejas relacionadas con la situación de los españoles en la URSS. El 19 de marzo de 1942 cayó desde el cuarto piso en el que vivía y murió en el acto. Se habló de suicidio —lo que encaja con su depresión ante la suerte de los compatriotas—, pero también de un asesinato motivado por el deseo de librarse de tan molesto testigo.
Hernández y el Campesino fueron acusados sin vacilación de embusteros, de agentes del imperialismo mundial, de traidores. No era verdad. De hecho, incluso los que continuaban su lucha contra el gobierno español de la época y podían jactarse de un impecable pasado antifascista levantaron su voz. En abril de 1948, José Ester (deportado de Mauthausen n. 64553) y José Doménech (deportado de Neuengamme n. 40202) convocaron una conferencia de prensa en París en nombre de la Federación Española de Deportados e Internados Políticos. Su finalidad era denunciar la presencia de 59 presos políticos españoles en el campo 99 de Karagandá. Su denuncia venía justificada porque, según sus palabras, «habían conocido la dominación inquisitorial de la Gestapo y de las SS» y para ellos tenían un sentido «las palabras Libertad y Derecho de gentes». La realidad, sin embargo, resultaba demasiado terrible para el PCE como para que éste aceptara desvelarla o, ya conocida, asumirla. No sólo sus iconos más queridos —como Pasionaria— habrían quedado en mal lugar, sino que lo mismo habría sucedido con uno de sus mitos más alabados, el de la ayuda desinteresada de la URSS a la causa republicana. Así, la propaganda política optó no sólo por falsear la realidad sino también por ocultar uno de los dramas más terribles derivados de la guerra civil. Como en tantas ocasiones, las razones de partido prevalecieron sobre la verdad, la compasión y la mera decencia.