Los estudios sobre los niños españoles enviados a la URSS han adolecido no pocas veces de la falta de contraste de datos a la hora de establecer conclusiones. El resultado ha sido, por regla general, la redacción de cuadros oficialistas e incluso escorados ideológicamente. Ése es el caso, por ejemplo, de la obra Los niños de la guerra de España en la Unión soviética. De la evacuación al retorno (1937-1999) (Madrid, Fundación Largo Caballero, 1999), debida a Alicia Alted Vigil, E. Nicolás Marín y R. González Martell. Algo muy similar sucede con Los niños españoles en la URSS (1937-1997): Narración y memoria (Barcelona, 2001), de Marie Jose Devillard, Alvaro Pazos, Susana Castillo y Nuria Medina. En ambos casos falta la referencia a obras fundamentales que exponen el otro lado de la historia y que permiten reconstruir un cuadro que no fue nada ideal ni puede transmitirse como tal si se persigue actuar con rigor histórico. Asimismo —especialmente en el primer caso— existe una enorme escasez de contraste con fuentes soviéticas. Con todo, se mencionan algunas que, desde luego, proporcionan datos preocupantes. Así, en Los niños españoles… se reconoce que un diez por ciento estuvo encarcelado (p. 241) o que de los «voluntarios» murió un cuarenta y dos por ciento en el frente (p. 237), datos ambos que son más que suficientes para poner en cuarentena cualquier visión edulcorada del episodio.
Entre las fuentes testimoniales siguen siendo de lectura obligatoria la de Jesús Hernández, En el país de la gran mentira (Madrid, 1974), la de Rafael Miralles, Españoles en Rusia (Madrid, 1947), la de Enrique Castro Delgado, Mi fe se perdió en Moscú (Barcelona, 1964), y la de Valentín González El Campesino, Comunista en España y antistalinista en la URSS (Gijón, 1979). Hernández, Castro y el Campesino fueron altos dirigentes del PCE y conocieron de primera mano la situación de los niños, por lo que no extraña que se los haya vilipendiado repetidamente acusándolos de traidores a la causa proletaria. El Campesino fue incluso objeto de toda una vil campaña internacional cuando se atrevió a corroborar el testimonio de Kravchenko sobre la represión en la URSS. Por supuesto, Kravchenko decía la verdad —como el Campesino—, pero eso no ha evitado que los responsables de su linchamiento moral hayan salido impunes. Por lo que se refiere a Miralles —una fuente realmente aborrecida por los comunistas—, fue diplomático cubano en la URSS.
En algunos casos se percibe una cierta evolución en el recuerdo de los niños después de la caída del Muro de Berlín. José Fernández Sánchez —que fue premio Pushkin en 1987— parece bastante más objetivo en cuanto a su relato de lo que era la vida en la URSS en su Memorias de un niño de Moscú (Barcelona, 1999), que en otras dos obras anteriores.
La tarea de investigación final sobre este episodio queda ciertamente por hacer y exigirá un análisis directo de las fuentes soviéticas, amén de todas las españolas. A pesar de todo, el cuadro que emerge de los datos que han llegado hasta nosotros dista mucho de encajar con la propaganda interesada emitida durante décadas y continuada todavía en nuestros días.