En noviembre de 1917, mientras los bolcheviques llevaban a cabo un golpe que les entregaría el poder en Rusia, un joven oficial británico destacado en Oriente Medio sufría una experiencia que cambiaría radicalmente su vida. Disfrazado de árabe, se había acercado a inspeccionar una población de nombre Deraa y en el curso de su misión fue sorprendido por los soldados turcos. Confundido con un desertor circasiano, en virtud del color claro de su piel, de sus ojos y de sus cabellos, el oficial fue detenido y esa misma noche fue llevado ante la presencia de un mandatario turco que pudo ser el comandante de la guarnición Bimbashi Ismail Bey o el jefe de milicias Alí Riza Bey. Éste no pretendía interrogarle, como hubiera sido lógico esperar, sino mantener relaciones homosexuales con el prisionero. La respuesta del cautivo ante los primeros acercamientos del turco fue de tajante rechazo y el resultado final fue que los soldados lo torturaron salvajemente y facilitaron así su ulterior violación por parte de su superior. Años después, cuando la vida del oficial británico —que no era otro que el famoso Lawrence de Arabia— fuera llevada al cine, el episodio provocaría problemas al director David Lean y al guionista Robert Bolt. Ambos eran más que conscientes de que una violación homosexual no podía ser reflejada en la pantalla. Sin embargo, sabían también que Lawrence no había sido el mismo desde aquel terrible episodio y que el posterior enloquecimiento del personaje —un trastorno magistralmente interpretado por un Peter O’Toole que, paradójicamente, se parecía muy poco en el físico al héroe británico— hundía sus raíces más siniestras en la agresión homosexual sufrida en Deraa. Finalmente, se filmaría una secuencia en la que José Ferrer encarnaba al violador pero donde los hechos acontecidos se les escapaban a la mayoría de los espectadores que no conocían la historia. Ésta fue, sin ningún género de dudas, verdaderamente excepcional.

Thomas Edward Lawrence había nacido en Tremadoc, una población situada al norte de Gales, el 15 de agosto de 1888. Era hijo ilegítimo —una circunstancia recogida también de pasada en la película—, fruto de la unión entre un terrateniente angloirlandés llamado Thomas Chapman y una escocesa llamada Sarah Maden. Chapman había abandonado a su esposa e hijos para irse a vivir con Sarah, que era la institutriz de la familia. Sus padres se quisieron siempre de manera dulce y profunda y, de hecho, tuvieron varios hijos pero no pudieron casarse por la sencilla razón de que la esposa de Chapman se negó encarnizadamente a concederle el divorcio. Seguramente, esa empecinada conducta le produjo algún placer, si tenemos en cuenta los tormentos de conciencia a que sometió a su antiguo esposo y, sobre todo, a su nueva mujer, que era una piadosa y convencida evangélica a la que torturaba vivir una unión más cercana legalmente al concubinato que al matrimonio.

Desde los ocho años, la vida de Lawrence estuvo estrechamente ligada a la ciudad de Oxford, adonde se trasladó su familia, y aún no había cumplido los diez cuando comenzó a interesarse por la historia de Oriente Medio a impulsos de su afición por las Cruzadas. Su entrada en la universidad no hizo sino confirmar esa temprana vocación. En 1909 dedicó el verano a recorrer Siria a pie —una aventura verdaderamente extraordinaria— y al año siguiente leyó su tesis sobre Castillos cruzados, que fue calificada con un sobresaliente. La obra era notable e incluía abundantes dibujos de Lawrence. Agotada hace tiempo, pude comprobar recientemente que el precio de los ejemplares de viejo ronda los dos mil dólares.

A lo largo de los años inmediatamente anteriores al estallido de la primera guerra mundial, Lawrence participó en diversas expediciones arqueológicas en Mesopotamia y Egipto y fue en este último país donde conoció al amor de su vida, precisamente la persona conocida con las iniciales de S. A., a la que dedicaría Los siete pilares de la sabiduría, su obra cumbre. Durante décadas, el movimiento gay ha pretendido convertir a Lawrence en uno de sus miembros, una circunstancia que provoca escalofríos si tenemos en cuenta el episodio de Deraa, pero es que además S. A. no era sino una hermosa maestra egipcia de ojos rasgados y cabello negro que inició a Lawrence no sólo en el amor sino en los entresijos del nacionalismo árabe. Dedicada a la enseñanza, S. A. era una ardiente partidaria de la emancipación de los árabes. No convirtió a Lawrence en un nacionalista árabe por la sencilla razón de que el británico tenía serias dudas —dudas que se convertirían en amargas certezas— sobre la capacidad de los árabes para autogobernarse. No obstante, sí se vio arrastrado a soñar con la idea de utilizarlos para combatir a los turcos en el Próximo Oriente y, sobre todo, provocó en él sentimientos que sobrepasaban con mucho la política.

Lawrence continuó enamorado de ella y las cartas de amor que se conservan y que fueron publicadas hace un trienio por la prensa inglesa dejan de manifiesto que aquel idilio no sólo fue apasionado sino también único y que se extendió hasta el final de sus días.

En 1914, al estallar la primera guerra mundial, el ejército británico destinó a Lawrence al Departamento de Inteligencia en El Cairo, en parte, por sus conocimientos de preguerra y, en parte, porque Lawrence era un hombrecillo de tan sólo metro sesenta y seis de estatura que transmitía una imagen de fragilidad. En semejante enclave vegetó hasta la primavera de 1916, en que fue enviado a Mesopotamia. Para aquel entonces sus hermanos Frank y Will ya habían muerto combatiendo en las trincheras del frente occidental. Ni los británicos fueron los únicos en impulsar la rebelión de los árabes —el papel francés fue también muy notable— ni Lawrence fue el único oficial que desempeñó un cometido de primer orden en la sublevación. Sin embargo, Lawrence supo escribir un libro extraordinario sobre aquel escenario de tercer orden en el cuadro global de la guerra y se ocupó conscientemente de reducir el papel de los franceses (a los que aborrecía) y de sus compañeros de armas (hacia los que no abrigaba los mejores sentimientos) en todas y cada una de sus páginas. Fue, sin embargo, muy generoso en su descripción de los árabes que, a diferencia de los encarnados por Omar Sharif, Anthony Quinn y Alec Guinness en la conocida película, no sólo dieron muestras repetidas de cabilismo e incompetencia militar sino que se movieron fundamentalmente por intereses tribales y personales y estuvieron más de una vez a un paso de traicionar a los aliados y firmar una paz por separado con los turcos. Como, también de pasada, queda reflejado en la película, cuando llegaban determinadas épocas del año, los árabes se volvían a los lares tribales y el oficial británico se quedaba solo y desasistido a la espera de tiempos mejores para continuar la lucha contra los turcos. Lawrence —una nueva diferencia con la película— no creyó jamás en la causa de la independencia árabe, porque consideraba que sus dirigentes nativos eran demasiado sectarios y torpes como para fundar naciones estables que pudieran progresar. Así, a pesar de sentir cierta simpatía personal por algunos de ellos, a favor de los cuales abogó durante la conferencia de paz de París de 1919, era partidario del establecimiento de protectorados británicos en Oriente Medio que permitieran la perduración del imperio de su majestad y, poco a poco, llevaran a los árabes hacia la senda de la civilización.

También era Lawrence un defensor del sionismo y participó, entre otros episodios, en un acuerdo firmado entre Feisal y Weizmann el 3 de enero de 1919, en virtud del cual los árabes permitirían el asentamiento de cinco millones de judíos en Palestina y su participación en las tareas de gobierno a cambio de su ayuda técnica. En el incumplimiento de ese acuerdo se cimentarían terribles dramas posteriores, como el de la imposibilidad de huir del holocausto nazi o el actual conflicto de Oriente Medio.

En el curso de la inmediata posguerra, mientras redactaba Los siete pilares y seguía recordando de manera un tanto misteriosa a la bellísima S. A., Lawrence tuvo que intervenir en Jordania para que la monarquía recientemente creada no se entregara a un baño de sangre pero, sobre todo, buscó una paz interior que le había abandonado desde la violación en Deraa. Estuvo a punto de lograrla cuando se alistó en la RAF en agosto de 1922 bajo el nombre de John Hume Ross y vivió la existencia rutinaria de un soldado raso ocupado fundamentalmente de limpiar barracones y tener el equipo listo. Aquella experiencia —que permanecería reflejada en su obra El troquel— duró poco. En diciembre de 1922 fue descubierto por la prensa y en enero de 1923 se le expulsó de la RAF. Los siguientes años estuvieron marcados por un intento tras otro de salvar el trauma de Deraa, a la vez que intentaba dar un sentido satisfactorio a una vida que había quedado marcada para siempre por una violación. En junio de 1925, estuvo incluso a punto de suicidarse pero, en paralelo, continuó sirviendo en el ejército —la RAF lo readmitió— y escribiendo. Incluso en mayo de 1928 dio inicio a una traducción de la Odisea de Homero cuya lectura resulta especialmente grata. Al comenzar la década de los años treinta parecía a punto de superar sus trastornos gracias a la afición por las máquinas, que iban desde las lanchas rápidas hasta novedosos modelos de aviones.

Cuando en febrero de 1935 se licenció de la RAF y se instaló en Clouds Hill, daba toda la impresión de ser un hombre en paz y dispuesto a disfrutar de la existencia. Como comentaría a lady Astor al rechazar una de sus invitaciones, estaba «bien alimentado, rodeado de buenas compañías y sanas costumbres». La mañana del 13 de mayo, cuando se dirigía a su casa en una motocicleta, se encontró con dos niños que venían de frente montados en bicicleta. Maniobró para no atropellarlos pero aun así no pudo evitar chocar con uno de ellos, que resultó herido levemente. Lawrence, por el contrario, se estrelló y se fracturó el cráneo. Murió el día 19 sin haber recuperado el conocimiento. Tras una ceremonia religiosa a la que asistieron amigos y camaradas de armas, fue enterrado en el cementerio de Moreton bajo la sombra acogedora de un cedro blanquecino. De su vida íntima, de su yo más interior, sólo había permitido que aflorara una dedicatoria enigmática relacionada con una egipcia a la que amó durante años.