Un hombre entra en una habitación y se encuentra con un personaje que le resulta absolutamente desconocido. Éste le mira y a continuación comenta:
—Vaya, vaya, así que ha estado usted en el ejército.
—Sí, señor.
—Y se ha licenciado hace poco…
—Ciertamente, señor.
—Regimiento de las Highlands…
—Efectivamente, señor.
—Suboficial…
—Sí, señor.
—Destacado en Barbados…
—Ciertamente, señor.
—Ya ven, señores —dice entonces el desconocido dirigiéndose a sus acompañantes—. Este hombre es educado aunque no se haya quitado el sombrero. En el ejército no se lo quitan… y se le habrían pegado los modales de la sociedad civil de llevar más tiempo licenciado. Tiene un aire autoritario y no cabe duda de que su acento es escocés. Por lo que se refiere a Barbados… padece elefantiasis, una dolencia que es propia de las Antillas pero no de las islas Británicas.
Quien así hablaba —y la historia ha sido transmitida por un testigo ocular— no era Sherlock Holmes, el detective creado por Arthur Conan Doyle, pero sí su modelo real, el personaje histórico en el que el genial escritor se basó para crear al investigador más famoso de todos los tiempos.
Se llamaba Joseph Bell y era médico de la enfermería de Edimburgo. Delgado, nervudo, de cabello negro, rostro afilado y nariz poderosa, destacaba como un cirujano ciertamente habilidoso, pero sus mayores logros los alcanzaba al diagnosticar. De hecho, le bastaba con observar a un enfermo para desencadenar un torrente de deducciones como el reproducido al inicio de este capítulo. Entre sus alumnos, Bell tuvo a un muchacho llamado Arthur Conan Doyle con el que simpatizó pronto y al que escogió para que le ayudara a atender a los pacientes externos. Doyle se ocupaba de darles hora para la cita, redactaba notas sencillas sobre sus casos y luego los hacía pasar de uno en uno a una gran sala, donde Bell los examinaba ante una verdadera legión de ayudantes y de alumnos.
Doyle, como todos los presentes, quedó admirado ante las dotes deductivas de Bell, pero con el paso de los años lo echó en el olvido. Sin embargo, según propia confesión, al contraer matrimonio experimentó un notable impulso creativo y no pasó mucho tiempo antes de que se le ocurriera crear un personaje que, remedando los logros del investigador Dupin creado por Edgar Allan Poe, se convirtiera en protagonista de relatos detectivescos. Fue en ese momento cuando Doyle recordó a su antiguo profesor y decidió tomarlo como modelo directo de su nueva creación.
Inicialmente, Doyle pensó en llamarlo Sherringford Holmes pero, finalmente, decidió cambiarle el nombre por el de Sherlock, que resultaba más contundente e incluso, según su propia confesión, afilado como la hoja de un cuchillo.
Del recuerdo de la manera en que había asistido a Bell surgió también para Doyle la idea de crear a un personaje, Watson, doctor como el propio escritor, que fuera dejando constancia de los logros de Holmes.
Doyle comunicó a su antiguo profesor el plan y se encontró con que el ya anciano doctor lo acogía con entusiasmo e incluso se permitía hacerle algunas sugerencias que, al parecer, no quedaron luego fijadas en el papel. Fuera como fuese, así se reanudó un contacto que había permanecido interrumpido durante años. Cuando en 1901 Arthur Conan Doyle decidió presentarse al Parlamento por la circunscripción de Edimburgo, descubrió con agrado que el doctor Bell acudía a prestarle su más caluroso apoyo público.
Al fin y a la postre, ni Holmes ni Watson fueron personajes reales pero los modelos en que se inspiraron no desmerecieron en absoluto de las creaciones literarias. Sin embargo, es más que dudoso que el genial detective que vivía en Baker Street, 221 bis hubiera apoyado nunca a Watson para que obtuviera un escaño en el Parlamento.