La carrera del general Prim fue de una brillantez excepcional. Nacido en Reus, Tarragona, en 1814 en el seno de una familia liberal, tuvo una actitud destacada en la primera guerra carlista. En 1841, fue elegido diputado progresista por Tarragona y al producirse la caída del general Espartero fue nombrado gobernador militar de Barcelona. En el curso de las décadas siguientes simultaneó con rara habilidad la política con la milicia. Capitán general de Puerto Rico (1847-1848), capitán general de Granada (1855-1856), teniente general en la guerra de Marruecos (1859-1860) —lo que le valió el título de Grande de España y el marquesado de los Castillejos—, jefe de la expedición española a México (1861)…, cinco años después se había sumado a las filas de los conspiradores que buscaban el destronamiento de Isabel II.

El 19 de septiembre de 1868, después de proclamar el manifiesto España con honra apoyado por Práxedes Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, con la ayuda de Francisco Serrano Bedoya y Juan Bautista Topete, desembarcó en Cádiz con la intención de derrocar a la reina Isabel II. A la caída de Isabel II, Prim fue nombrado ministro de la Guerra y muy pronto, en junio de 1869, asumió la presidencia del gobierno aunque sin abandonar las mencionadas funciones ministeriales. Defensor de la monarquía constitucional, a él se debieron las gestiones para encontrar un rey no Borbón que ocupara el trono de España. Finalmente, presentó la candidatura de Amadeo de Saboya, que las Cortes aceptaron en el mes de noviembre de 1870. Precisamente en ese momento esencial de la Historia española, Prim sufrió el atentado que le costó la vida.

En contra de lo que se suele creer y de lo que proclamaba la coplilla infantil, el general Prim no murió en la calle del Turco —hoy, Marqués de Cuba—, donde se perpetró el atentado. Quedó muy malherido, eso sí, pero ayudado por sus sirvientes consiguió llegar hasta su dormitorio, sito en su residencia del palacio de Buenavista.

Había sido aquella tarde de mucho trabajo dedicado en las Cortes a discutir el sueldo de Amadeo de Saboya, el futuro monarca de origen italiano que el día anterior había partido de Génova, a bordo de la fragata española Numancia, para llegar a España. Antes de abandonar el hemiciclo, Prim fue requerido sucesivamente por dos masones para que acudiera a una reunión que celebrarían los hermanos en el hotel Las Cuatro Naciones de la calle Arenal. Prim se excusó diciendo que tenía mucho trabajo —se había distanciado de la masonería considerablemente en los últimos tiempos— y atendió al gobernador civil de Madrid, que vino a referirle detalles de una conjura republicana contra su persona. Finalmente, logró subir al coche de caballos en compañía de Sagasta y de Herreros de Tejada. Ya se hallaban los tres instalados cuando los citados acompañantes recordaron que tenían que hacer «otra cosa» y dejaron solo al general en el vehículo.

Al doblar el coche por la esquina de la calle del Sordo, el comandante Moya, que iba con Prim, vio cómo un hombre encendía un cigarrillo y cuando entraban por la calle del Turco contempló un gesto similar en otro peatón. La circunstancia le llamó la atención porque nevaba y hacía mucho frío y no parecía que se tratara del momento más adecuado para fumar. Unos instantes después, una berlina cortó el paso del coche de Prim y Moya apenas tuvo tiempo de gritarle que se lanzara al suelo porque iban a disparar sobre ellos. Efectivamente, primero abrieron fuego y destrozaron la mano diestra del general, y luego le causaron impactos en el hombro izquierdo y el pecho. El impacto mortal —como ha indicado un estudio reciente sobre el sumario del crimen— vino, por añadidura, del interior del coche. Previamente, una voz había anunciado a Prim que iba a morir, voz que el general identificaría con la de Paúl y Angulo, periodista y enemigo suyo.

Durante tres días se pensó que Prim, que incluso había bromeado al despojarse de la ropa ensangrentada, sobreviviría. Lo cierto es que su existencia se prolongó muy poco y es hasta posible que muriera aquella misma noche y que la noticia se ocultara para no hacer peligrar la llegada de Amadeo de Saboya. La versión oficial insistiría, sin embargo, en que el general habría sobrevivido hasta que tuvo noticias de que el Numancia había llegado al puerto de Cartagena. Entonces habría dicho: «El rey ha llegado… y yo me muero», y a las ocho y cuarto del 30 de diciembre habría entregado su alma a Dios. Sea cual sea la verdad sobre el momento de su muerte, lo cierto es que su funeral estuvo acompañado de una manifestación multitudinaria de dolor público.

El asesinato de Prim había sido preconizado en los tiempos anteriores desde las páginas de El Combate por el periodista jerezano José Paúl y Angulo, partidario de matar a Prim «como a un perro». Paúl y Angulo no había estado solo en sus pretensiones. De hecho, a mediados de diciembre, Gutiérrez Gamero recibió en la sede de la Bolsa de Madrid la visita de un republicano que le avisó de que Prim iba a ser asesinado. El gobernador civil de Madrid, Ignacio Rojo Arias, le confirmó las noticias y le confesó consternado que el general Prim se encolerizaba cada vez que se veía acompañado por un escolta. Que no eran pocos los enemigos que buscaban arrebatarle la vida a Prim constituía, por tanto, un secreto a voces, pero ¿quién dio la orden de asesinar a Prim?

Las candidaturas a tan dudoso honor han sido diversas. Por supuesto, se ha apuntado a los negreros —que temían que Prim acabara con su negocio— y a los masones que habían ido contemplando cómo la amistad con el general se enfriaba y temían verse desplazados en la nueva monarquía. Quizá, se ha pensado, la invitación para acudir a la cena la noche del atentado fue un último intento por mantenerlo a su lado y salvarlo. Rechazado, sólo le esperaba la muerte.

Desde luego, no cabe duda de que los conspiradores eran importantes porque buen número de los asesinos a pesar de conocerse su identidad pudieron escapar de España gracias a «misteriosas ayudas». El sumario —18000 folios— estuvo lleno de irregularidades, como demostró en su día Antonio Pedrol Rius en su riguroso estudio del mismo. Sin embargo, existen razones para pensar que el propio Pedrol no fue ajeno del todo al desorden ulterior en que quedaron los folios de la causa por razones presuntamente políticas, como la de ocultar al verdadero culpable de la conspiración.

Desde luego, determinadas responsabilidades resultan difíciles de negar. Por ejemplo, que existió una participación republicana no puede dudarse. Paúl y Angulo formaba parte de la misma y, efectivamente, fue uno de los que abrió fuego sobre el general. Sin embargo, los republicanos quizá no pasaron de ser «tontos útiles» en la conjura. Por encima, se encontraban el general Serrano —envidioso de la suerte de Prim— y, sobre todo, el duque de Montpensier, que ambicionaba la Corona española y al que la participación en un duelo que concluyó con la muerte de su adversario colocó fuera de la lista de aspirantes. Todas estas responsabilidades emanan del estudio de una causa que, no obstante, quedó en nada por razones no tan difíciles de explicar.

Montpensier, que aborrecía a Prim y que fue el más directo culpable del crimen, resultó también el más beneficiado. Finalmente, su hija Mercedes contraería matrimonio con Alfonso XII y llegaría a convertirse en reina de España. Por lo que a la nación se refiere, su destino no pudo ser más aciago tras el asesinato del general. Cánovas del Castillo tuvo noticias del atentado de Prim cuando estaba cenando y no dudó en señalar que aquello sería el inicio del caos. No se equivocó. La monarquía del joven Amadeo —tan sólo treinta años de edad tenía al llegar a España— fracasó, y tras ella se produjo la desastrosa Primera República que desembocó, de manera obligada, en una restauración borbónica. Concluía así un sexenio —el denominado revolucionario— en el que España pasó de ser famosa por su talante pacifico y avanzado al derribar incruentamente a Isabel II a arrastrar el sambenito de la ingobernabilidad.