CAPÍTULO XXIV

1

Anochecía cuando Arthur Calgary llegó a Sunny Point, en una tarde muy parecida a aquella en que había ido allí por vez primera. «Viper's Point», pensó mientras pulsaba el timbre.

Los hechos parecían repetirse. Hester le abrió la puerta. Su rostro tenía la misma expresión de reto, el mismo aire de tragedia desesperada. Detrás de ella, en el vestíbulo, vio, como entonces, la vigilante y desconfiada figura de Kirsten Lindstrom. La historia se repetía.

Luego el dibujo osciló y cambió. La desconfianza y la desesperación desaparecieron del rostro de Hester, al que asomó una encantadora sonrisa de bienvenida.

Usted. ¡Me alegro muchísimo de que haya venido!

Él cogió sus manos entre las suyas.

—Quiero ver a su padre, Hester. ¿Está en la biblioteca?

—Sí, sí, está con Gwenda.

Kirsten Lindstrom se acercó a ellos.

—¿Para qué ha vuelto usted? —preguntó en tono acusatorio—. ¡Mire los disgustos que nos trajo la otra vez! Mire lo que nos ha pasado a todos. La vida de Hester destrozada, la vida de Mr. Argyle destrozada ¡y dos muertes! ¡Dios mío! ¡Philip Durrant y la pequeña Tina! Y todo es culpa suya, ¡culpa suya!

—Tina no está muerta aún —respondió Calgary—, y tengo algo muy importante que hacer aquí que no puede quedar sin hacer.

—¿Qué es lo que tiene usted que hacer?

Kirsten le impidió el paso a la escalera.

—Tengo que terminar lo que empecé.

Con mucha suavidad, puso una mano en el hombro de Kirsten y la apartó. Subió las escaleras y Hester le siguió. Calgary le dijo a Kirsten por encima del hombro:

—Venga usted también, miss Lindstrom. Me gustaría que estuvieran presentes todos ustedes.

En la biblioteca, Leo Argyle estaba sentado en una butaca junto a su escritorio. Gwenda Vaughan estaba arrodillada delante del fuego, con la vista fija en las ascuas. Los dos alzaron la vista, un poco sorprendidos.

—Perdonen que me presente aquí de este modo —se disculpó Calgary—, pero, como acabo de decirles a Hester y a miss Lindstrom, he venido a terminar lo que empecé. ¿Sigue aquí Mrs. Durrant? Me gustaría que estuviera aquí ella también.

—Está acostada, creo —respondió Leo—. Está… lo está llevando muy mal.

—De todos modos, me gustaría que estuviera aquí —Calgary miró a Kirsten—. ¿Quiere usted ir a buscarla, por favor?

—Quizá no quiera venir —señaló Kirsten con expresión sombría.

—Dígale que hay ciertas cosas sobre la muerte de su marido que pueden interesarla.

—Vamos, Kirsty —intervino Hester—, no seas tan desconfiada ni te pongas tan protectora con todos nosotros. No sé lo que va a decir el doctor Calgary, pero debemos estar aquí todos.

—Como quieras.

Salió de la habitación.

—Siéntese —dijo Leo. Señaló una butaca al otro lado de la chimenea y Calgary se sentó—. Perdone si le digo que en este momento desearía que nunca hubiese venido a esta casa, doctor Calgary.

—Eso es una injusticia —intervino Hester con firmeza—. Es una injusticia que digas eso.

—Sé cómo debe sentirse usted. Creo que yo, en su lugar, me sentiría igual. Puede que incluso haya compartido su punto de vista durante cierto tiempo pero, pensando en ello, no veo qué otra cosa podía haber hecho.

Kirsten volvió a entrar en la habitación.

—Ahora viene Mary —anunció.

Esperaron en silencio y, poco después, Mary Durrant entró en la habitación. Calgary la miró con interés, ya que era la primera vez que la veía. Parecía tranquila y aplomada, vestía con pulcritud y no tenía un pelo fuera de su sitio. Pero su rostro, desprovisto de expresión, parecía una máscara y tenía un aire como de sonámbula.

Leo hizo las presentaciones. Ella inclinó ligeramente la cabeza.

—Le agradezco que haya venido, Mrs. Durrant —dijo Calgary—. Me pareció que debía oír lo que voy a decirles.

—Como quiera. Pero nada de lo que usted o nadie pueda decir le devolverá la vida a Philip.

Se apartó un poco de los demás y se sentó en una silla junto a la ventana.

—Permítanme que primero les diga una cosa. Cuando vine aquí por vez primera, con la noticia de que podía limpiar la memoria de Jacko, el modo en que recibieron ustedes la noticia me asombró muchísimo. Ahora comprendo esa reacción. Pero lo que me impresionó fue lo que esta joven —miró a Hester— dijo cuando me marchaba. Que lo importante no era hacer justicia, sino lo que les ocurriera a los inocentes. Hay una frase en el libro de Job que describe esto muy bien. La tragedia de los inocentes. Eso es lo que ustedes han estado sufriendo, como resultado de la noticia que les traje. Los inocentes no deben sufrir y, para poner fin al sufrimiento de los inocentes, hoy estoy aquí y voy a exponer lo que tengo que decir.

Guardó silencio unos segundos, pero nadie habló. Arthur Calgary prosiguió con su voz tranquila y educada:

—Cuando vine por vez primera, no les traje, como yo creía, lo que podríamos llamar una buena nueva. Todos habían aceptado la culpabilidad de Jacko. Todos, si me es permitido decirlo, estaban satisfechos. Era la mejor solución posible al asesinato de Mrs. Argyle para estar tranquilos.

—¿No cree usted que se expresa con mucha dureza? —le recriminó Leo.

—No, es la verdad. Al no ser posible que un extraño hubiera cometido el asesinato, a todos ustedes les satisfacía que el criminal fuera Jacko, porque en el caso de Jacko podían encontrar las disculpas pertinentes. ¡Era un desgraciado, un enfermo mental, que no era responsable de sus actos, un chico con problemas, un delincuente precoz! Todas las frases que se pueden utilizar hoy en día tan alegremente para justificar los delitos. Dijo usted, Mr. Argyle, que no lo condenaba. Que su madre, la víctima, no lo hubiera condenado —Calgary miró a Kirsten Lindstrom—. Usted sí lo condenó. Dijo lisa y llanamente que era perverso. Ésa es la palabra que empleo: «Jacko era perverso». La recuerdo bien.

—Puede que sí —reconoció Kirsten Lindstrom—. Puede que sí, que lo haya dicho. Era la verdad.

—Sí, era la verdad. Era perverso. Si no hubiera sido perverso no hubiera ocurrido nada de esto. Sin embargo, sabe usted muy bien que los datos que yo aporté le exculparon del crimen.

—No siempre puede creerse en las pruebas. Usted sufrió una conmoción cerebral. Sé muy bien lo que les pasa a las personas que sufren conmoción cerebral. No recuerdan las cosas claramente, sino en una especie de neblina.

—¿De modo que esa es su teoría? ¿Cree usted que Jacko cometió el crimen y se las arregló de algún modo para conseguir una coartada falsa? ¿Digo bien?

—No sé los detalles. Sí, algo por el estilo. Sigo diciendo que fue él. Todo lo que se ha sufrido en esta casa y las muertes, sí, esas muertes tan horribles, son obra suya. ¡Todo ha sido obra de Jacko!

—¡Pero Kirsten, siempre habías demostrado querer mucho a Jacko! —exclamó Hester.

—Puede que sí —aceptó Kirsten—. Sí, es posible. Pero sigo diciendo que era perverso.

—Creo que en eso tiene usted razón —señaló Calgary—, pero en otras cosas no la tiene. Con conmoción o sin ella, mi memoria es clarísima. La noche en que murió Mrs. Argyle llevé a Jacko en el coche a la hora establecida. No existe la menor posibilidad, y lo repito categóricamente, no existe la menor posibilidad de que Jacko Argyle matara aquella noche a su madre adoptiva. Su coartada sigue en pie.

Leo se movió un poco impaciente. Calgary prosiguió:

—¿Creen ustedes que estoy repitiendo una y otra vez la misma cosa? No del todo. Hay que considerar otros extremos. Uno de ellos es la afirmación del superintendente de que Jacko había estado muy locuaz y confiado al establecer su coartada. Lo tenía todo a punto, las horas, el lugar, casi como si supiera que podía «necesitarlo». Eso encaja con la conversación que tuve sobre Jacko con el doctor MacMaster, que tiene gran experiencia con enfermos al borde de la delincuencia. No le había sorprendió que Jacko tuviera tendencias asesinas, pero sí le sorprendió que cometiera un asesinato. Según él, lo lógico era que indujera a otra persona a cometerlo. Y de este modo llegué a un punto en que me pregunté: ¿Sabía Jacko que aquella noche iba a cometerse un crimen? ¿Sabía que iba a necesitar una coartada y deliberadamente salió a buscársela? En ese caso, fue otra persona la que mató a Mrs. Argyle. Pero Jacko sabía que iba a ser asesinada y podemos decir con justicia que fue el instigador del crimen.

Calgary se dirigió a Kirsten Lindstrom.

¿Eso es lo que usted cree, verdad? ¿Lo cree usted o quiere usted creerlo? Cree usted que fue Jacko quien la mató, no usted. Cree usted que lo hizo obedeciendo órdenes suyas, bajo su influencia. ¡Y, por consiguiente, quiere que cargue él con toda la culpa!

—¿Yo? —gritó Kirsten Lindstrom—. ¿Yo? ¿Qué está usted diciendo?

—Estoy diciendo que sólo hay una persona en la casa que pueda encajar en el papel de cómplice de Jacko Argyle. Y esa persona es usted, miss Lindstrom. En el historial de Jacko figura su capacidad para inspirar pasiones en mujeres de mediana edad. Jacko utilizó este poder deliberadamente. Tenía el don de hacerse querer. Le hizo creer que la quería, que se casaría con usted cuando pasara esto y tuviera mayor control sobre el dinero de su madre, que se casarían y se marcharían de aquí. ¿Estoy en lo cierto, verdad?

Kirsten fijó en él su mirada. No dijo nada. Estaba como paralizada.

—Lo hizo cruel, despiadada y deliberadamente —continuó Arthur Calgary—. Vino aquí aquella noche, desesperado, en busca de dinero, con la amenaza de ser arrestado y condenado a ir a la cárcel. Mrs. Argyle se negó a darle dinero. Cuando Mrs. Argyle se lo negó, acudió a usted.

—¿Cree usted que yo hubiera cogido el dinero de Mrs. Argyle para dárselo, en vez de darle el mío?

—No, le hubiera dado usted el suyo si lo hubiera tenido. Tenía usted una buena renta, procedente de la anualidad que le había dejado Mrs. Argyle, pero creo que ya se lo había dado todo. Aquella noche estaba muy desesperado, y cuando Mrs. Argyle subió a la biblioteca a ver a su marido, usted fue a reunirse con Jacko en el lugar en que estaba esperándola y él le dijo lo que tenía que hacer. Primero tenía que darle usted el dinero y luego, antes de que el robo fuera descubierto, debía matar a Mrs. Argyle, porque ella no hubiera encubierto el robo. Le dijo que sería fácil. Sólo tenía que sacar los cajones para que pareciera obra de un ladrón y darle un golpe en la nuca. No le dolería, le dijo. No sentiría nada. Él se buscaría una coartada, de modo que tenía usted que tener cuidado en hacer las cosas dentro del horario previsto, entre las siete y las siete y media.

—No es cierto —chilló Kirsten. Estaba temblando—. Está usted loco.

Sin embargo, en su voz no había indignación. Cosa extraña, era una voz mecánica y cansada.

—Aunque fuera verdad lo que usted dice —añadió Kirsten—, ¿cree usted que hubiera dejado cargar con el asesinato a Jacko?

—Sí, lo creo. Después de todo, él le había dicho que se buscaría una coartada. Usted esperaba, quizá, que lo arrestaran y que luego demostrara su inocencia. Todo eso formaba parte del plan.

—Pero cuando no pudo demostrar su inocencia —dijo Kirsten—, ¿cómo no iba a salvarlo entonces?

—Quizá lo hubiera hecho de no ser por un imprevisto. Durante la mañana siguiente al asesinato, la mujer de Jacko se presentó aquí. Usted no sabía que estuviera casado. La chica tuvo que repetir su afirmación dos o tres veces para que usted la creyera. En ese momento, el mundo se desplomó a su alrededor. Vio usted a Jacko tal como era: despiadado, intrigante, sin el menor afecto por usted. Se dio cuenta de lo que le había hecho hacer.

De pronto, Kirsten Lindstrom empezó a hablar. Las palabras salían de sus labios precipitadas e incoherentes.

—Le quería, le quería con todo mi corazón. Fui una estúpida, una vieja estúpida y crédula. Me lo tragué. Decía que nunca le habían gustado las jóvenes. Decía… no puedo decirles todo lo que decía. Le quería. Le digo que le quería. Y entonces vino aquella tonta, con su carita boba, aquella criatura vulgar. Comprendí que todo eran mentiras, perversidad. Su perversidad, no la mía.

—La noche que vine aquí por vez primera tuvo usted miedo, ¿no es verdad? Tuvo usted miedo de lo que iba a ocurrir. Tuvo miedo por los demás. Por Hester, a quien quería mucho. Por Leo, a quien profesaba un afecto profundo. Quizá comprendió algo de lo que iban a sufrir. Pero sobre todo tuvo miedo por usted. Y ya ve dónde le ha llevado el miedo. Ahora tiene sobre su conciencia dos muertes más.

—¿Está usted diciendo que he matado a Tina y a Philip?

—Desde luego. Tina ha recobrado el conocimiento.

La desesperación hundió los hombros de Kirsten.

—De modo que ha dicho que yo la apuñalé. No creí que se diera cuenta. Estaba loca, claro. Estaba loca, loca de miedo. Estaba acercándose tanto, tanto.

—¿Quiere saber lo que dijo Tina cuando recobró el conocimiento? Dijo: «La taza estaba vacía». Comprendí lo que eso quería decir. Usted hizo como que le iba a llevar a Philip Durrant una taza de café, pero en realidad ya le había apuñalado y salía de la habitación cuando oyó venir a Tina. Entonces se volvió, fingiendo que iba a entrar con la bandeja. Después, aunque la muerte de Philip Durrant le impresionó tanto que estaba a punto de perder el conocimiento, Tina observó de un modo automático que la taza que se había caído al suelo estaba vacía y no había manchas de café en el suelo.

—¡Pero Kirsten no pudo haberla apuñalado! —gritó Hester—. Tina bajó las escaleras y se reunió con Micky.

—Querida —dijo Calgary—, se han dado casos de personas que caminaron toda la calle sin darse cuenta de que habían sido apuñaladas. En el estado en que se encontraba Tina, no era probable que sintiera nada. Un pinchazo o un pequeño dolor. —Volvió a dirigirse de nuevo a Kirsten—: Y después deslizó usted el cuchillo en el bolsillo de Micky. Eso fue lo más despreciable de todo.

Kirsten extendió las manos en actitud de súplica.

—No pude evitarlo, no pude evitarlo. Estaba tan cerca. Todos habían empezado a descubrir la verdad. Philip estaba descubriéndola y Tina… creo que Tina debió haber oído a Jacko hablar conmigo junto a la cocina aquella noche. Todos lo estaban descubriendo. Yo quería estar segura. Yo quería… ¡nunca se puede estar segura! —Dejó caer las manos—. No quería matar a Tina. Y en cuanto a Philip…

Mary Durrant se puso de pie. Cruzó la habitación despacio, pero con creciente determinación.

—¿Mataste a Philip? ¡Mataste a Philip!

De pronto, como una tigresa, saltó sobre la otra mujer. Fue Gwenda quien se puso de pie de un salto y la contuvo. Calgary unió sus esfuerzos a los de Gwenda y entre los dos la sujetaron.

—Eres… eres… —gritó Mary Durrant.

Kirsten Lindstrom la miró.

—¿Qué tenía él que ver con esto? ¿Por qué tenía que husmear y hacer preguntas? A él no le amenazaba ningún peligro. Para él no era cuestión de vida o muerte. Era solamente una diversión.

Se volvió para encaminarse lentamente hacia la puerta. Salió sin mirar a nadie.

—Detenedla —gritó Hester—. Tenemos que detenerla.

—Déjala, Hester —replicó Leo Argyle.

—Pero se va a matar.

—No lo creo —intervino Calgary.

—Ha sido una amiga leal para nosotros durante tanto tiempo —se dolió Leo—. Leal y abnegada. ¡Y ahora esto!

—¿Cree usted que… que se entregará? —preguntó Gwenda.

—Es mucho más probable que vaya a la estación más cercana y coja un tren para Londres —opinó Calgary—. Claro que no conseguirá escapar. Le seguirán la pista y la encontrarán.

—Nuestra querida Kirsten —señaló Leo de nuevo. Su voz tembló—. Tan fiel, tan buena con todos nosotros.

Gwenda le cogió de un brazo y se lo sacudió.

—¿Cómo puedes hablar así, Leo, cómo puedes hablar así? Piensa en lo que nos hizo a todos, ¡en todo lo que nos hizo sufrir!

—Ya lo sé, querida, pero ella sufrió también. Creo que era el sufrimiento de ella lo que sentíamos en esta casa.

—Por lo que a ella respecta, podíamos haber seguido sufriendo toda la vida —replicó Gwenda—. Si no hubiera sido por el doctor Calgary… —Se volvió hacia él con expresión agradecida.

—De modo que he ayudado en algo, aunque un poco tarde.

—Demasiado tarde —afirmó Mary con amargura—. ¡Demasiado tarde! ¿Cómo no nos dimos cuenta, cómo no lo sospechamos? —Se volvió hacia Hester con actitud acusatoria—. Yo creía que habías sido . Siempre creí que habías sido .

Él no lo creyó —replicó Hester, mirando a Calgary.

—Quisiera morirme —dijo Mary en voz baja.

—Hijita, cómo quisiera poder ayudarte.

—Nadie puede ayudarme. Todo fue culpa de Philip, que quiso seguir y meterse en todo esto. Él se buscó que lo mataran. —Los miró a todos—. Ninguno de vosotros puede comprenderlo.

Salió de la habitación.

Calgary y Hester la siguieron. Al cruzar la puerta, Calgary miró hacia atrás y vio a Leo, que rodeaba a Gwenda con un brazo.

—Ella me advirtió —dijo Hester. Tenía los ojos muy abiertos y asustados—. Me dijo al principio que no confiara en ella, que tuviera tanto miedo de ella como de cualquiera de los demás.

—Olvídelo, querida. Eso es lo que tiene que hacer ahora: olvidar. Todos son libres. Los inocentes ya no siguen bajo la sombra de la culpabilidad.

—¿Y Tina? ¿Se pondrá bien? ¿No se morirá?

—No lo creo. Está enamorada de Micky, ¿no es verdad?

—Sí, puede que sí —comentó Hester sorprendida—. Nunca se me había ocurrido. Claro, siempre han sido como hermanos. Pero no son hermanos en realidad.

—Por cierto, Hester, ¿tiene usted idea de lo que Tina quiso decir cuando dijo: «La paloma en el mástil»?

—¿La paloma en el mástil? —Hester frunció el entrecejo—. Espere. Me resulta muy conocido. La paloma en el mástil, cuando íbamos a toda vela, lloraba, lloraba. ¿Es eso?

—Puede ser.

—Es una canción. Una canción de cuna. Kirsten nos la cantaba muchas veces. Sólo me acuerdo de algunos trozos. Mi amor permaneció a mi derecha, luego no sé qué, y luego: Oh, mi bienamada, no estoy aquí. No tengo lugar, ni patria, ni hogar, ni por tierra, ni por mar, sino en tu corazón.

—Comprendo. Sí, sí, comprendo.

—A lo mejor se casan cuando Tina se ponga bien. Y entonces podrá irse con él a Kuwait. Tina siempre quiso estar en un sitio donde hiciera calor. ¿Hace mucho calor en el golfo Pérsico, verdad?

—Casi demasiado para mi gusto.

—No hará demasiado calor para Tina.

—Y ahora, querida, será usted feliz —Calgary cogió las manos de Hester e hizo un esfuerzo por sonreír—. Se casará usted con un médico y sentará la cabeza, y se acabarán esas imaginaciones desbordantes y esas espantosas desesperaciones.

—¿Casarme con Don? —exclamó Hester con voz sorprendida—. ¡Claro que no voy a casarme con Don!

—Pero le quiere.

—No, creo que no, en realidad. Creí que le quería, nada más. Pero él no creyó en mí. Ni supo que era inocente. Debía de haberlo sabido. —Miró a Calgary—. ¡Usted lo supo! Usted creyó en mi inocencia. Creo que me gustaría casarme con usted.

—Pero Hester, soy muchos años mayor que usted. No es posible que…

—Es decir, si me quiere —señaló Hester con repentina desconfianza.

—¡Claro que la quiero! —gritó Arthur Calgary.