CAPÍTULO XXIII

1

Arthur Calgary repasó una y otra vez las notas que había escrito en la habitación del hotel. De cuando en cuando, asentía.

Sí, ahora iba por buen camino. Al empezar, había cometido el error de concentrar su atención en Mrs. Argyle. En nueve de cada diez casos, era lo acertado, pero éste era el número diez.

Durante todo el tiempo había presentido la presencia de un factor desconocido. Si pudiera llegar a aislar e identificar aquel factor, el caso quedaría solucionado. Al buscarlo, se había dejado obsesionar por la muerta. Pero la muerta, ahora lo veía, no era realmente importante. En cierto sentido, cualquier víctima hubiera servido.

Había variado el punto de vista, lo había llevado al punto de partida, de nuevo hasta Jacko. Siempre consideró a éste, no como un joven injustamente sancionado por un crimen que no había cometido, sino como Jacko, el ser humano. ¿Era Jacko, según la frase de la antigua doctrina calvinista, «un navío encaminado sin remedio a la destrucción?». ¿Había tenido todas las oportunidades? En opinión del doctor MacMaster, Jacko era una de esas personas nacidas para ir por el mal camino. Ningún ambiente le hubiera ayudado o salvado. ¿Sería eso cierto? Leo Argyle había hablado de él con indulgencia, con compasión. ¿Cómo había dicho: «un inadaptado»? Había adoptado la actitud de la moderna psiquiatría. Era un enfermo, no un criminal. ¿Qué era lo que había dicho Hester? ¡Había dicho, bruscamente, que Jacko siempre había sido terrible!

Una afirmación infantil y sin eufemismos. ¿Y qué había opinado Kirsten Lindstrom? Que Jacko era «perverso». Tina había afirmado: «Nunca le quise ni confié en él». De modo que, en términos generales, todos estaban de acuerdo. Únicamente en el caso de la viuda había descendido de lo general a lo particular. Maureen Clegg había pensado en Jacko desde su punto de vista personal. Había malgastado su tiempo con Jacko. Había sido arrastrada por su encanto y se arrepentía de ello. Ahora, en la seguridad de su segundo matrimonio, se hacía eco de las opiniones de su marido. Le había relatado a Calgary con toda franqueza algunos de los turbios asuntos de Jacko y los medios de que se había valido para conseguir dinero. Dinero.

En la mente cansada de Arthur Calgary, la palabra parecía bailar con letras gigantescas. ¡Dinero! ¡Dinero! ¡Dinero! Como el motif de una ópera, pensó. ¡El dinero del fideicomiso! ¡El resto del capital que había dejado a su esposo! ¡El dinero sacado del banco! ¡El dinero del cajón de la mesa! Hester, que iba corriendo a coger el coche sin dinero en el bolso y había recibido dos libras de Kirsten Lindstrom. El dinero encontrado en poder de Jacko, dinero que Jacko juró habérselo dado su madre.

Todo ello formaba como un patrón, un patrón sacado de los irrelevantes detalles sobre el dinero.

Y en aquel patrón, el factor desconocido estaba apareciendo con claridad.

Miró su reloj. Había prometido telefonear a Hester a una hora determinada. Cogió el teléfono y pidió el número.

Poco después oyó la voz de Hester, clara, infantil.

—Hester. ¿Está usted bien?

—Sí, yo sí.

Tardó unos segundos en comprender lo que implicaba el énfasis puesto en el pronombre. Luego dijo vivamente:

—¿Qué ha ocurrido?

—Philip ha sido asesinado.

—¡Philip! ¿Philip Durrant?

La voz de Calgary sonó incrédula.

—Sí. Y Tina también. Quiero decir que no se ha muerto todavía. Está en el hospital.

—Cuéntemelo.

Ella se lo contó, y Calgary le preguntó una y otra vez, hasta conseguir todos los datos. Luego añadió sombrío:

—Espere, Hester, voy en seguida. Estaré con usted —echó una ojeada a su reloj— dentro de una hora. Antes tengo que ver al superintendente Huish.

2

—¿Qué es lo que quiere usted saber, doctor Calgary? —preguntó el superintendente. Pero antes de que Calgary pudiera hablar, sonó el teléfono y Huish lo cogió—. Sí, sí, al habla. Un momento. —Cogió un trozo de papel y una pluma, y se dispuso a escribir—. Sí, sí, prosiga. ¿Qué? ¿Quiere deletrear la última palabra? Ah, comprendo. Sí, no parece que tenga mucho sentido, ¿verdad? Bien. ¿Nada más? Gracias. Era del hospital.

—¿Tina?

El superintendente asintió.

—Recobró el conocimiento durante unos minutos.

—¿Dijo algo?

—En realidad, doctor Calgary, no sé por qué razón he de decírselo.

—Le pido que me lo diga, porque creo que puedo ayudarle en este asunto.

Huish le miró pensativo.

—Se lo ha tomado usted muy a pecho, ¿verdad, doctor Calgary?

—Sí, es cierto. Me siento responsable de la revisión del caso. Me siento incluso responsable de estas dos tragedias. ¿Vivirá la chica?

—Creen que sí. El cuchillo no tocó el corazón, pero la herida es grave. —Meneó la cabeza y añadió—: Es lo de siempre. La gente no cree que los asesinos sean peligrosos. Parece raro, pero es así. Todos sabían que había un asesino entre ellos. Debían haber dicho lo que sabían. Si un asesino anda a nuestro alrededor, la única manera de estar seguros es decirle a la policía inmediatamente todo lo que se sabe. Pero no lo hicieron. Se negaron a decírmelo. Philip Durrant era un tipo agradable, un tipo inteligente, pero consideraba este asunto como un juego. Andaba husmeando y poniendo trampas a la gente. Consiguió algo, o por lo menos lo creyó. Y alguien más pensó que lo había logrado. Resultado: una llamada telefónica para decirme que lo han matado de una puñalada en la nuca. Eso es lo que pasa por andar jugando con asesinos, sin darse cuenta que es peligroso.

Calló y se aclaró la garganta.

—¿Y la chica?

—La chica sabía algo. Algo que no quería decir. En mi opinión, estaba enamorada de él.

—¿Está usted hablando de Micky?

—Sí. Yo creo que Micky también la quería a su modo. Pero tenerle cariño a una persona no es suficiente, si está uno muerto de miedo. Lo que ella sabía, fuera lo que fuese, probablemente era mucho más mortífero de lo que ella misma creía. Por eso, cuando después de encontrar muerto a Durrant, se precipitó en sus brazos, Micky la apuñaló.

—Eso son suposiciones suyas, nada más, ¿no es así, superintendente?

—No del todo, doctor Calgary. El cuchillo estaba en su bolsillo.

—¿El cuchillo homicida?

—Sí. Estaba manchado de sangre. Vamos a analizar la sangre, pero será de ella, seguro. ¡De ella y de Philip Durrant!

—¡Pero no pudo ser así!

—¿Quién dice que no pudo?

—Hester. La llamé inmediatamente por teléfono y me lo contó.

—¿Sí, eh? Los hechos son muy sencillos. Mary Durrant bajó a la cocina, dejando vivo a su marido, a las cuatro menos diez. A esa hora estaban en casa Leo Argyle y Gwenda Vaughan en la biblioteca, Hester Argyle en su habitación, que está en el primer piso, y Kirsten Lindstrom en la cocina. Inmediatamente después de las cuatro, llegaron Micky y Tina. Micky se fue al jardín y Tina subió, pisándole los talones a Kirsten, que acababa de subirle a Philip café y unas galletas. Tina se paró a hablar con Hester, luego siguió su camino, se encontró con miss Lindstrom y juntas encontraron el cadáver de Philip.

—Y durante todo ese tiempo, Micky estaba en el jardín. ¿No le parece una coartada perfecta?

—Lo que no sabe usted, doctor Calgary, es que hay una magnolia en uno de los lados de la casa. Los chicos solían subir por el árbol. Especialmente Micky. Lo utilizaba para entrar y salir de la casa. Pudo haber trepado, dirigirse al cuarto de Durrant, apuñalarlo y bajar otra vez por el mismo camino. Ya sé que tuvo que calcular hasta los segundos, pero es extraordinario lo que la audacia es capaz de hacer en algunas ocasiones. Y él estaba desesperado. A toda costa tenía que matarlos a los dos.

Calgary consideró la cuestión durante unos segundos.

—Dijo usted hace un momento, superintendente, que Tina ha recobrado el conocimiento. ¿Ha dicho quién la apuñaló?

—No habló con mucha coherencia —respondió Huish lentamente—. La verdad es que dudo que estuviera consciente, en el verdadero sentido de la palabra.

Sonrió con sonrisa cansada.

—Está bien, doctor Calgary. Le diré exactamente lo que dijo. Primero pronunció un nombre: Micky.

—Lo acusó, entonces.

—Eso parece. El resto de lo que dijo no tiene sentido. Es algo incoherente.

—¿Qué dijo?

Huish consultó el cuaderno de notas que tenía frente a él.

—«Micky», luego, una pausa. Luego: «La taza estaba vacía». Luego, otra pausa, y por último: «La paloma en el mástil». —Huish miró a Calgary—. ¿Saca usted algo en limpio de todo eso?

—No. —Meneó la cabeza y repitió extrañado—: «La paloma en el mástil». ¡Qué cosa más extraordinaria!

—No sabemos nada de palomas ni de mástiles —manifestó Huish—. Pero para ella significa algo, algo que tiene en la cabeza. Cualquiera sabe por qué mundos de la fantasía anda flotando.

Calgary guardó silencio durante unos segundos, pensando profundamente. Luego preguntó:

—¿Han detenido a Micky?

—Lo hemos detenido. Será acusado dentro de las próximas veinticuatro horas.

Huish miró a Calgary con curiosidad.

—¿Parece que este muchacho, Micky, no era su solución al problema?

—No. No, Micky no era mi solución. Incluso ahora no sé. —Se levantó—. Sigo creyendo que tengo razón, pero comprendo muy bien que no tengo bastantes pruebas para convencerlo. Tengo que volver allí. Tengo que verlos a todos otra vez.

—Bueno, tenga cuidado, doctor Calgary. Y a propósito, ¿cuál es su teoría?

—¿Le serviría de algo que le dijera que, en mi opinión, este crimen fue un crimen pasional?

Huish enarcó las cejas.

—Hay pasiones y pasiones, doctor Calgary. El odio, la avaricia, el miedo, son todos pasiones.

—Al decir un crimen pasional, quise decir exactamente lo que suele uno entender claramente por tal término.

—Si se refiere usted a Leo Argyle y Gwenda Vaughan, eso es lo que nosotros hemos pensado todo el tiempo, pero no parece que encaje.

—Es más complicado que eso —aseguró Arthur Calgary.