CAPÍTULO XXII

1

Tina aparcó el coche en la hierba, junto al muro del cementerio. Desenvolvió cuidadosamente el ramo de flores que llevaba y entró en el cementerio por el camino central. No le gustaba el cementerio nuevo. Hubiera preferido enterrar a Mrs. Argyle en el viejo cementerio que rodeaba la iglesia. Allí había una paz de otros tiempos, con los tejos y las piedras musgosas. Este cementerio, tan nuevo, tan bien ordenado, con su paseo principal, del que partían los caminos secundarios, parecía tan pulido y fabricado en serie como las mercancías en un supermercado.

La sepultura de Mrs. Argyle estaba bien cuidada, con pequeñas losas de granito, cubierta con tierra y rodeada con un bordillo de mármol, a uno de cuyos lados se alzaba una cruz de granito.

Tina, sosteniendo sus claveles, se inclinó para leer el epitafio: «A la memoria de Rachel Louise Argyle», y más abajo: «Sus hijos se levantarán y la bendecirán».

Oyó pasos y volvió la cabeza, sobresaltada.

—¡Micky!

—Vi tu coche. Te he seguido. Bueno, pensaba venir de todos modos.

—¿Ibas a venir aquí? ¿Para qué?

—No sé. Puede que a decirle adiós.

—¿A decirle adiós a ella?

Él asintió.

—Sí. Acepté aquel empleo de que te hablé, en la compañía petrolera. Me marcho dentro de unas tres semanas.

—¿Y vienes aquí a despedirte de mamá?

—Sí. Quizás a darle las gracias y a pedirle perdón.

—¿Qué tiene que perdonarte, Micky?

—No tiene que perdonarme que la haya matado, si es eso lo que tratas de insinuar. ¿Creías que yo la maté, Tina?

—No estaba segura.

—Tampoco puedes estarlo ahora, ¿verdad? No sirve de nada que te diga que no la maté.

—¿Qué tiene que perdonarte?

—Hizo mucho por mí —respondió Micky lentamente—. Nunca se lo agradecí. Me ofendía todo lo que hacía. Nunca le dije una palabra amable ni la miré con cariño. Ahora siento no haberlo hecho, eso es todo.

—¿Cuándo dejaste de odiarla? ¿Después de muerta?

—Sí, sí, me figuro que sí.

—No era a ella a quien odiabas, ¿verdad?

—No, no. Tenías razón en eso. A quien odiaba era a mi verdadera madre. Porque la quería. Porque la quería y yo no le importaba un comino.

—¿Y ahora ya no te importa?

—No. Supongo que ella no podía evitarlo. Después de todo, uno nace tal como es. Ella era una persona muy alegre. Le gustaban demasiado los hombres y el vino y era agradable con sus hijos cuando le venía en gana. No hubiera permitido que nadie más los tocara. ¡Bueno, quedamos en que no me quería! Durante todos estos años me he negado a aceptar esa idea. Ahora la he aceptado. —Extendió una mano hacia Tina—. ¿Me das uno de tus claveles, Tina? —Lo cogió e, inclinándose, lo depositó en la tumba, debajo del epitafio—. Toma, mamá. He sido un mal hijo y no creo que tú hayas sido una madre muy acertada. Pero tu intención era buena. —Miró a Tina—. ¿Te parece una disculpa razonable?

—Creo que puede pasar.

Tina se inclinó y depositó su ramo de claveles.

—¿Vienes aquí con frecuencia?

—Una vez al año.

—¡La pequeña Tina!

Dieron media vuelta y se marcharon juntos por el camino del cementerio.

—Yo no la maté, Tina. Te juro que no la maté. Quiero que me creas.

—Estuve allí aquella noche.

Él se detuvo sorprendido.

—¿Que estuviste allí? ¿Quieres decir en Sunny Point?

—Sí. Pensaba cambiar de empleo. Quería consultar el asunto con papá y mamá.

—Bueno. Continúa.

Al ver que Tina no respondía, la cogió por un brazo y la sacudió.

—Sigue, Tina. Tienes que contármelo.

—No sé lo he dicho a nadie hasta ahora.

—Sigue.

—Fui allí en el coche. No lo llevé hasta la verja. ¿No conoces ese sitio a mitad del camino, donde es más fácil dar la vuelta?

Micky asintió.

—Me bajé del coche y caminé hacia la casa. Me sentía un poco insegura. Ya sabes lo difícil que era hablar con mamá algunas veces. Quiero decir que ella tenía sus ideas propias. Quería exponerle la situación lo más claramente posible. De modo que caminé hasta la casa, y luego volví al coche, y después otra vez hasta la casa, pensándolo todo muy bien.

—¿Qué hora era? —preguntó Micky.

—No lo sé. Ahora no lo recuerdo. Ya sabes que el tiempo nunca ha significado mucho para mí.

—No, cariño, tú siempre pareces tener todo el tiempo del mundo.

—Estaba entre los árboles y caminaba sin hacer ruido…

—Como la gatita que eres —la interrumpió Micky con afecto.

—… cuando los oí.

—Oíste, ¿a quiénes?

—A dos personas que hablaban en voz baja.

—¿Sí? —El cuerpo de Micky se puso rígido—. ¿Qué decían?

—Decían… uno de ellos decía: «Entre las siete y las siete y media. Ésa es la hora. Acuérdate y no vayas a hacer una chapuza. Entre las siete y las siete y media». La otra persona murmuró: «Puedes confiar en mí». Y entonces dijo la primera voz: «Y después, mi vida, todo será maravilloso».

Permanecieron un momento en silencio.

—¿Por qué lo has callado?

—Porque no sabía… no sabía quiénes eran los que estaban hablando.

—¡Pero cómo! ¿Eran un hombre y una mujer?

—No lo sé. ¿No comprendes? Cuando dos personas están hablando en voz baja, no distingues la voz. Era… bueno, no era nada más que un susurro. Claro, creo que eran un hombre y una mujer, porque…

—¿Por lo que decían?

—Sí. Pero no sabía quiénes eran.

—¿Creíste que podían ser papá y Gwenda?

—Es posible, ¿no? Podía significar que Gwenda tenía que salir de casa y volver entre siete y siete y media, o que Gwenda le dijera a papá que bajara entre las siete y las siete y media.

—Si hubieran sido papá y Gwenda, no los hubieras delatado.

—Sí, si hubiera estado segura. Pero no lo estaba. Pudo haber sido cualquier otro. ¿Quizá Hester y alguien más? O Mary, pero Philip no. No, Philip no, claro.

—Al decir Hester y alguien más, ¿a quién te refieres?

—No sé.

—¿No viste al hombre?

—No, no le vi.

—Tina, creo que estás mintiendo. ¿Era un hombre, no es verdad?

—Volví al coche y entonces alguien vino por el otro lado de la calle, andando muy deprisa. En la oscuridad, sólo podía distinguir la sombra. Y entonces creí… creí oír arrancar un coche al final de la calle.

—Creíste que era yo.

—No lo sabía. Podías haber sido tú. Era poco más o menos de tu constitución y de tu estatura.

Llegaron al coche de Tina.

—Vamos, Tina. Sube. Voy contigo. Vamos a Sunny Point.

—Pero, Micky…

—No sirve de nada que te diga que no era yo, ¿verdad? ¿Qué más puedo decir? Anda, vamos a Sunny Point.

—¿Qué vas a hacer, Micky?

—¿Por qué crees que voy a hacer algo? ¿No ibas a Sunny Point?

—Sí. He recibido una carta de Philip. —Puso en marcha el coche. Micky, sentado a su lado, se mantenía muy erguido y rígido.

—Una carta de Philip. ¿Qué dice?

—Me pide que vaya a verle. Sabe que hoy es mi tarde libre.

—¡Ah! ¿Te dice para qué quiere verte?

—Quiere hacerme una pregunta y espera que se la responda. No necesito decirle nada, él me lo dirá. Sólo debo responderle sí o no. Cualquier cosa que le diga lo considerará confidencial.

—¿Así que se trae algo entre manos? Es interesante.

El trayecto hasta Sunny Point era muy corto. Cuando llegaron allí, Micky dijo:

—Entra, Tina. Voy a dar una vuelta por el jardín, tengo muchas cosas en que pensar. Anda, vete a ver a Philip.

—No irás a… no te…

Micky soltó una risita.

—¿Suicidarme desde el Salto de los Enamorados? Vamos, Tina, me conoces demasiado bien para pensar eso.

—Algunas veces creo que no conocemos a nadie.

Se encaminó lentamente hacia la casa. Micky la observó alejarse con la cabeza hacia delante y las manos en los bolsillos. Tenía el entrecejo fruncido. Luego dio la vuelta a la esquina de la casa, mirando hacia arriba, pensativo. Le vinieron a la memoria recuerdos de su infancia. Allí estaba la magnolia. Muchas veces había subido por el árbol y saltado por la ventana que daba al descansillo. Allí estaba el trocito de tierra considerado como su jardín particular. No es que hubiera tenido nunca gran afición a los jardines. Siempre había preferido hacer pedazos los juguetes mecánicos. «Era un demonio destructor», pensó con cierto regocijo.

Bueno, en realidad uno no cambia.

Tina se encontró con Mary en el vestíbulo. Mary se sobresaltó al verla.

—¡Tina! ¿Has venido desde Redmyn?

—Sí. ¿No sabías que vendría?

—Lo había olvidado. Creo que Philip lo dijo.

Se volvió.

—Voy a la cocina a ver si ha traído la leche vitaminada. A Philip le gusta beber un vaso antes de acostarse. Kirsten le acaba de subir el café. Prefiere el café al té. Dice que el té le produce indigestión.

—¿Por qué lo tratas como a un inválido, Mary? No lo es.

En los ojos de Mary apareció una expresión de fría cólera.

—Cuando te cases, Tina, sabrás mejor cómo hay que tratar a los maridos.

—Perdona —murmuró Tina suavemente.

—Si pudiéramos salir de esta casa. Le hace tanto daño a Philip estar aquí. Y Hester vuelve hoy.

—¿Hester? —Tina parecía sorprendida—. ¿De verdad? ¿Por qué?

—¡Yo qué sé! Llamó anoche y dijo que venía. No sé en qué tren. Supongo que en el expreso, como de costumbre. Tendrá que ir alguien a Drymouth a esperarla.

Mary desapareció a lo largo del pasillo, en dirección a la cocina. Tina titubeó un momento y luego subió la escalera. En el descansillo se abrió la primera puerta de la derecha y Hester salió por ella. Pareció sorprenderse al ver a Tina.

—¡Hester! No tenía idea de que habías llegado.

—El doctor Calgary me trajo en coche. Subí directamente a mi habitación, no creo que nadie sepa que he llegado.

—¿Está aquí el doctor Calgary?

—No. Me dejó aquí y continuó hasta Drymouth. Tenía que ver a alguien allí.

—Mary no sabía que estás aquí.

—Mary nunca sabe nada. Ella y Philip se aíslan de todo lo que sucede a su alrededor. Supongo que papá y Gwenda estarán en la biblioteca. Parece que todo sigue igual que siempre.

—¿Por qué no iba a seguir igual que siempre?

—No lo sé —replicó Hester vagamente—. Tenía la sospecha de que todo sería distinto ahora.

Pasó junto a Tina y bajó la escalera. Tina pasó por delante de la biblioteca y continuó por el pasillo, hasta la suite que ocupaban los Durrant. Kirsten Lindstrom, que se encontraba junto a la puerta del cuarto de Philip, con una bandeja en la mano, volvió la cabeza.

—¡Tina, qué susto me has dado! Traigo el café y unas galletas para Philip.

Llamó a la puerta. Tina se acercó a ella. Después de llamar, Kirsten entró. Iba delante de Tina, pero Tina oyó el grito contenido de Kirsten. Dejó caer la bandeja contra el guardafuegos y se hicieron añicos los platos y las tazas.

—¡No! —exclamó—. ¡Oh, no!

«¿Philip?», se preguntó Tina.

Pasó por delante de la otra mujer y se acercó a la silla de Philip Durrant, colocada cerca de la mesa. Había estado escribiendo, pensó Tina. Cerca de su mano derecha había un bolígrafo, pero la cabeza la tenía caída hacia delante en una postura extraña y forzada. Y en la base del cráneo, Tina vio como un rombo color rojo oscuro que manchaba la blancura del cuello de la camisa.

—Lo han matado —gritó Kirsten—. Lo han matado, apuñalado. Ahí, en la parte inferior del cuello. Una puñalada. Se lo advertí. Hice todo lo que pude. Pero se portaba como un niño, divirtiéndose jugando con instrumentos peligrosos, sin darse cuenta de lo que hacía.

Era como una pesadilla, pensó Tina. Se quedó allí, muy cerca de Philip, mirándole, mientras Kirsten alzaba la mano flácida y palpaba la muñeca, en busca de un pulso inexistente. ¿Qué habría querido preguntarle? Fuera lo que fuese, ya nunca lo haría. Sin pensar de un modo consciente, la mente de Tina percibía y anotaba varios detalles. Philip había estado escribiendo, en efecto. Ahí estaba el bolígrafo, pero no había ningún papel a la vista. No había nada escrito. La persona que lo había matado se había llevado la hoja.

—Tenemos que decírselo a los demás —murmuró.

—Sí, sí. Tenemos que ir a decírselo. Tenemos que decírselo a tu padre.

Las dos mujeres se dirigieron juntas a la puerta. Kirsten rodeó a Tina con el brazo. Tina miró la vajilla rota.

—No importa —dijo Kirsten—. Ya lo recogeremos más tarde.

Tina estuvo a punto de caerse, pero el brazo de Kirsten la sostuvo.

—Ten cuidado. Te vas a caer.

Continuaron a lo largo del pasillo. La puerta de la biblioteca se abrió y Leo y Gwenda salieron. Con su voz clara y profunda, Tina anunció.

—Han matado a Philip. Apuñalado.

Era como un sueño, pensó Tina. Las exclamaciones de horror de su padre, Gwenda, corriendo hacia la habitación de Philip. De Philip, que estaba muerto. Kirsten la dejó y bajó la escalera apresuradamente.

—Tengo que decírselo a Mary. Hay que darle la noticia con cuidado. Pobre Mary. Va a ser un golpe terrible para ella.

Tina la siguió lentamente. Se sentía cada vez más aturdida, como en un sueño, y un dolor extraño atenazaba su corazón. ¿Adonde iba? No lo sabía. Nada era real. Llegó a la puerta principal que estaba abierta y la cruzó. Entonces vio a Micky, que daba la vuelta a la esquina de la casa. Automáticamente, como si fuera hacia él a donde sus pasos la habían llevado durante todo el tiempo, fue al encuentro del joven.

—¡Micky! ¡Oh, Micky!

Él abrió los brazos. Tina se refugió contra su pecho.

—¡Chiquilla! ¿Qué ha sucedido?

Tina se encogió un poco en sus brazos y cayó al suelo, hecha un ovillo, en el momento en que Hester salía corriendo de la casa.

—Se ha desmayado —dijo Micky, impotente—. No recuerdo que Tina se haya desmayado nunca.

—Es consecuencia de la impresión —señaló Hester.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué impresión?

—Han matado a Philip. ¿No lo sabías?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Ahora mismo.

Micky la miró atónito. Luego levantó a Tina. Acompañado de Hester, llevó a Tina a la sala de Mrs. Argyle y la depositó en el sofá.

—Llama al doctor Craig —suplicó.

—Ahora mismo llega —replicó Hester mirando por la ventana—. Papá le llamó por lo de Philip. Yo… —Miró a su alrededor—. No quiero encontrarme con él.

Salió corriendo de la habitación y se lanzó escaleras arriba.

Donald Craig se apeó del coche y entró por la puerta principal. Kirsten salió presurosa de la cocina para recibirle.

—Buenas tardes, miss Lindstrom. ¿Qué es eso que me dicen? ¿Dice Mr. Argyle que Philip Durrant ha sido asesinado? ¿Asesinado?

—Es completamente cierto.

—¿Ha llamado Mr. Argyle a la policía?

—No lo sé.

—¿No hay posibilidad de que esté solamente herido? —preguntó Don.

—No. —La voz de Kirsten sonaba cansada e inexpresiva—. Está muerto. Estoy completamente segura. Lo han apuñalado aquí.

Se llevó la mano a la nuca.

Micky salió al vestíbulo.

—Hola, Don, será mejor que veas un momento a Tina. Se ha desmayado.

—¿Tina? Ah, sí, es la… la de Redmyn, ¿verdad? ¿Dónde está?

—Aquí.

—La veré un momento antes de subir.

En cuanto entró en la habitación, le dijo a Kirsten por encima del hombro.

—Manténgala abrigada. Prepare té o café, para dárselo bien caliente cuando vuelva en sí. Ya conoce la rutina.

Kirsten asintió.

—¡Kirsty! —Mary Durrant salió de la cocina y cruzó lentamente el vestíbulo. Kirsten se acercó a ella. Micky la miró sin saber qué hacer.

—¡Dime que no es cierto, Kirsty! —exclamó Mary con voz alta y ronca—. ¡No es cierto! Es una mentira que te has inventado. Estaba bien hace un momento, cuando me separé de él. Estaba perfectamente. Estaba escribiendo. Le dije que no escribiera. Le dije que no lo hiciera. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué fue tan testarudo? ¿Por qué no se fue de esta casa cuando yo quería que se marchara?

Kirsten, con caricias y palabras dulces, hacía todo lo que podía por calmarla.

Donald Craig salió de la sala apresuradamente.

—¿Quién dijo que la chica se había desmayado? —preguntó.

—Pero si se desmayó —contestó Micky extrañado.

—¿Dónde estaba cuando se desmayó?

—Estaba conmigo. Salió de la casa y se dirigió a mí. Entonces se desplomó, sin más.

—¿Se desplomó, eh? Sí, ya lo creo que se desplomó —afirmó Donald Craig sombrío. Se dirigió rápidamente al teléfono—. Tengo que conseguir una ambulancia en seguida.

—¿Una ambulancia?

Kirsten y Micky le miraron sorprendidos. Mary no dio muestras de haber oído.

—Sí —Donald marcaba los números, irritado—. La chica no se desmayó. Fue apuñalada. ¿Lo oyen? Apuñalada en la espalda. Tenemos que llevarla al hospital inmediatamente.