CAPÍTULO XXI

1

No hubo nada que le indicara a Philip Durrant que aquel día iba a ser distinto de cualquier otro. No tenía la menor idea de que aquel día iba a decidir su futuro de una vez para siempre.

Se despertó de buen humor. El sol, un pálido sol otoñal, entraba por la ventana. Kirsten le llevó un recado telefónico, que aumentó su buen humor.

—Tina viene a tomar el té —le dijo a Mary cuando entró con el desayuno.

—¿Sí? ¡Ah, sí! Claro, es su tarde libre, ¿verdad?

Mary parecía preocupada.

—¿Qué pasa, Polly?

—Nada.

Mary partió la parte superior del huevo. De pronto, Philip se sintió irritado.

—Todavía puedo utilizar las manos, Polly.

—Ah, creí que te evitaría una molestia.

—¿Cuántos años crees que tengo? ¿Seis?

Ella pareció un poco sorprendida. Luego dijo, bruscamente:

—Hester vuelve hoy.

—¿Sí? —murmuró Philip distraído, porque tenía la cabeza llena de planes sobre el modo de entendérselas con Tina. Luego, sorprendió la expresión de su mujer.

—Por amor de Dios, Polly, ¿crees que siento por la chica una pasión culpable?

Ella desvió la mirada.

—Siempre estás diciendo que es tan encantadora.

—Y lo es. Para el que le gusten los huesos bonitos y ese aire sobrenatural. —Y añadió secamente—: Pero yo no estoy en condiciones de ser un seductor, ¿verdad?

—Puede que te gustara serlo.

—No seas ridícula, Polly. No sabía que fueras tan celosa.

—No sabes nada de mí.

Empezaba a rebatir esta frase, pero se detuvo. Con cierto sobresalto, pensó que quizá no supiera mucho de Mary.

—Te quiero para mí, todo para mí —continuó ella—. No quiero que haya nadie en el mundo más que tú y yo.

—Llegaría un momento en que no tendríamos de qué hablar, Polly.

Lo dijo con ligereza, pero se sentía un poco incómodo. Le pareció que la claridad de la mañana se empañaba de pronto.

—Vámonos a casa, Philip. Por favor, vámonos a casa.

—Iremos muy pronto, pero todavía no. Las cosas están avanzando. Como te he dicho, Tina viene esta tarde. —Y prosiguió, confiando en dar otro rumbo a los pensamientos de Mary—: Tengo grandes esperanzas depositadas en Tina.

—¿En qué sentido?

—Tina sabe algo.

—¿Quieres decir del asesinato?

—Sí.

—¿Cómo va a saber nada? No estaba aquí aquella noche.

—No estoy seguro de eso, ¿sabes? Creo que sí que estuvo. Es extraño cómo a veces le ayudan a uno las cosas que al parecer no tienen importancia. Esa asistenta, Mrs. Narracott, la alta, me dijo una cosa.

—¿Qué te dijo?

—Cotillerías del pueblo. Ernie… no, Cyril, el hijo de la señora No-sé-cuántos, tuvo que ir con su madre a la policía. Vio algo la noche en que mataron a la pobre Mrs. Argyle.

—¿Qué vio?

—Mrs. Narracott estuvo un poco vaga. No había podido sacárselo todavía a la señora No-sé-cuántos, la madre del niño. Pero uno puede hacer suposiciones, ¿verdad, Polly? Cyril no estaba dentro de la casa, de modo que, si vio algo, fue fuera. Eso nos hace suponer que vio a Micky o vio a Tina. Yo me inclino a suponer que Tina estuvo aquí aquella noche.

—Lo hubiera dicho.

—No necesariamente. Se ve a la legua que Tina sabe algo que no dice. Supongamos que vino aquella noche aquí. Quizás entró en la casa y encontró el cadáver.

—¿Y se marchó sin decir nada? ¡Qué tontería!

—Puede que tuviera sus razones. Tal vez oyó o vio algo que le confirmara quién la mató.

—Nunca le tuvo mucho cariño a Jacko. Estoy segura de que no lo hubiera encubierto.

—Quizás entonces no sospechó de Jacko. Pero más tarde, cuando Jacko fue arrestado, creyó que sus sospechas eran infundadas. Después de haber dicho que no había estado aquí, tuvo que mantenerlo. Pero ahora, naturalmente, es distinto.

—Son imaginaciones tuyas, Philip. Estás imaginando un montón de cosas que no pueden ser ciertas.

—Es muy probable que lo sean. Voy a intentar que Tina me diga lo que sabe.

—No creo que sepa nada. ¿Crees de verdad que sabe quién la mató?

—No llego a tanto. Creo que oyó o vio algo. Quiero averiguar qué es ese algo.

—Tina no va a decírtelo, si no quiere.

—No, de acuerdo, y sabe muy bien guardar las cosas para sí. Además, tiene un rostro impasible, nunca revela sus pensamientos. Pero no sabe mentir. Miente mucho peor que tú, por ejemplo. Seguiré con el sistema de hacer suposiciones. Le plantearé mi suposición en forma de pregunta, para que conteste sí o no. ¿Sabes lo que ocurrirá entonces? Pueden ocurrir tres cosas. Dice que sí y ya está, o dice que no y, como no miente bien, sabré si dice la verdad. O se negará a contestar y pondrá su cara impasible, y eso, Polly, es lo mismo que si me dijera que sí. Vamos, no me negarás que hay posibilidades.

—¡Oh, Phil, déjalo! ¡Déjalo, por favor! Todo se irá calmando y se olvidará.

—No. Este asunto tiene que quedar aclarado. Si no, Hester acabará tirándose por la ventana y Kirsty sufrirá un ataque de nervios. Leo está ya convirtiéndose en una especie de estalactita helada. En cuanto a la pobre Gwenda, está a punto de aceptar un empleo en Rhodesia.

—¿Qué importa lo que les pase?

—Nadie importa, nadie, sólo nosotros. ¿Es eso lo que quieres decir?

Philip tenía una expresión severa y colérica. Mary se sobresaltó. Nunca había visto así a su marido.

Se enfrentó con Philip en actitud de reto.

—¿Por qué he de preocuparme?

—Nunca te has preocupado por nadie, ¿verdad?

—No sé qué quieres decir.

Philip suspiró con exasperación y apartó la bandeja del desayuno.

—Llévate esto. No quiero más.

—Pero Philip.

Él hizo un gesto de impaciencia. Mary cogió la bandeja y se marchó. Philip se acercó al escritorio. Pluma en mano, miró fijamente a través de la ventana. Se sentía deprimido sin saber porqué. Un poco antes había estado muy animado y ahora se sentía intranquilo e inquieto.

Pero poco después volvió a animarse. Comenzó a escribir rápidamente y llenó dos hojas de papel. Luego reflexionó sobre lo escrito.

Era verosímil. Era posible. Pero no estaba satisfecho del todo. ¿Iba de verdad por buen camino? No estaba seguro. El motivo. El maldito motivo era lo que fallaba. En alguna parte tenía que haber algún factor que le había pasado inadvertido.

Suspiró con impaciencia. Se le hacía larguísimo esperar a Tina. Si pudiera hallar la solución del asunto… Sólo entre ellos. No hacía falta que lo supiera nadie más. Una vez que supieran… todos se sentirían libres. Libres del sofocante ambiente de sospecha y desesperación. Todos, menos uno, podían seguir viviendo sus vidas. Él y Mary volverían a casa y después…

Sus pensamientos se interrumpieron. La animación se apagó de nuevo. Se enfrentó al problema personal. No quería volver a casa. Pensó en la metódica perfección, las brillantes cretonas, los metales relucientes. Una jaula bien cuidada, resplandeciente de limpia. Y en la jaula estaba él, atado a la silla de inválido, rodeado de los amorosos cuidados de su esposa.

Su esposa. Al pensar en ella, le pareció ver a dos personas. Una, la muchacha con la que se había casado, rubia, de ojos azules, dulce y reservada. Aquella era la chica a quien había querido, a quien hacía rabiar cuando se le quedaba mirando desconcertada, con el entrecejo fruncido. Aquella era su Polly. Pero había otra Mary, una Mary dura como el acero, apasionada, pero incapaz de sentir afecto, una Mary a quien no le importaba nadie, excepto ella misma. Incluso él tenía importancia sólo porque era suyo.

Le vino a la memoria un verso francés. ¿Cómo era?

Venus toute entiére á sa proie attaché.

A aquella Mary no la quería. Detrás de los fríos ojos azules había una mujer extraña, una mujer a quien no conocía.

Entonces se rió por lo bajo. Estaba volviéndose nervioso y excitado como todos los de la casa. Recordó lo que su suegra le había dicho de su mujer, de la dulce niñita que había conocido en Nueva York, del momento en que había gritado: «Quiero quedarme contigo. No quiero separarme nunca de ti».

Aquello había sido afecto, ¿no? Y, sin embargo, qué cosa más impropia de Mary. ¿Era posible cambiar tanto de niña a mujer? Qué difícil le había sido siempre a Mary mostrar afecto, ser expresiva. Casi imposible.

Sin embargo, en aquella ocasión… Sus pensamientos se interrumpieron bruscamente. ¿O habría una explicación más sencilla? Quizá no fuera afecto, sino cálculo. Un medio de llegar a un fin. Una escena de afecto interpretada con toda intención. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Mary para conseguir lo que quería?

Casi a cualquier cosa, pensó, y se avergonzó de su pensamiento.

Irritado, soltó la pluma y empujó la silla de ruedas hasta el dormitorio contiguo, acercándose hasta el tocador. Cogió un cepillo y se peinó el pelo que le caía sobre la frente. Su rostro le pareció extraño.

¿Quién soy yo, dónde voy? Nunca se le habían ocurrido pensamientos de esta clase. Acercó la silla a la ventana y miró a través de los cristales. Abajo, una de las asistentas, junto a la ventana de la cocina, hablaba con alguien que estaba dentro. Sus voces, con el suave acento de la región, llegaron a sus oídos.

Con los ojos muy abiertos, Philip permaneció como en trance.

Un ruido procedente de la habitación contigua le apartó de su preocupación. Condujo la silla a la puerta de comunicación.

Gwenda Vaughan estaba junto al escritorio. Se volvió hacia él y Philip se sobresaltó al ver su rostro macilento.

—Hola, Gwenda.

—Hola, Philip. Leo pensó que podría interesarte el Illustrated London News.

—Ah, gracias.

—Es bonita esta habitación —comentó Gwenda, mirando a su alrededor—. Me parece que no había estado nunca aquí.

—La suite real, ¿verdad? Separada de todo el mundo. Ideal para inválidos y parejas de recién casados.

Hubiera querido no decir la última frase, pero era demasiado tarde. El rostro de Gwenda se estremeció.

—Tengo que seguir con todo esto.

—La perfecta secretaria.

—Ya ni siquiera eso. Me equivoco constantemente.

—¿Acaso no nos equivocamos todos? ¿Cuándo vais a casaros Leo y tú?

—Probablemente nunca.

—Eso sería un gran error —opinó Philip.

—Leo cree que daría lugar a comentarios desfavorables ¡por parte de la policía!

—Caramba, Gwenda, uno tiene que arriesgarse a veces.

—Yo estoy dispuesta a arriesgarme. Nunca me ha dado miedo arriesgarme, y menos ahora, tratándose de mi felicidad. Pero Leo…

—¿Sí? ¿Leo qué?

—Leo morirá probablemente como ha vivido, como marido de Rachel Argyle.

La ira y la amargura de su mirada sobresaltaron a Philip.

—Es como si estuviera viva —afirmó Gwenda—. Está aquí, en la casa, nunca se ha marchado.