1
Calgary y Huish se miraron. A Calgary, Huish le pareció uno de los hombres más deprimidos y melancólicos que había visto en su vida. Parecía tan sumamente desilusionado que supuso que la carrera del superintendente debía ser una larga serie de fracasos. Cuando más tarde se enteró de que había obtenido resonantes éxitos profesionales, se llevó una gran sorpresa.
Huish, por su parte, vio a un hombre delgado, con el pelo prematuramente gris y un poco cargado de espaldas, de rostro sensible y sonrisa singularmente atractiva.
—Supongo que no sabrá usted quién soy —empezó Calgary.
—Sabemos todo lo que hay que saber respecto a usted, doctor Calgary. Es usted quien nos fastidió el caso Argyle.
Una sonrisa inesperada apareció en la boca triste de Huish.
—Entonces, no es fácil que me mire con simpatía.
—Son gajes del oficio. Parecía un caso muy claro y no se puede censurar a nadie por considerarlo así. Pero estas cosas ocurren. Son cosas que nos manda Dios para probarnos, como mi madre solía decir. No le tenemos antipatía, doctor Calgary. Después de todo, estamos para defender a la justicia, ¿no es así?
—Eso he creído siempre y lo continuaré creyendo. A ningún hombre se le negará justicia.
—La Carta Magna —subrayó el superintendente Huish.
—Sí, cita de miss Tina Argyle.
El superintendente enarcó las cejas.
—Vaya. Me sorprende usted. Yo diría que esa señorita no ha demostrado mucha iniciativa en ayudar a la justicia.
—¿Por qué dice eso?
—Es un asunto de familia. En las familias se unen unos a otros. ¿Para qué quería usted verme?
—Necesito información.
—¿Sobre el caso Argyle?
—Sí. Me doy cuenta de que pensará usted que estoy metiéndome en un asunto que no es de mi incumbencia.
—En cierto sentido es de su incumbencia, ¿verdad?
—Ah, lo comprende usted. Sí, me siento responsable. Responsable de haber causado disgustos.
—No puede usted hacer una tortilla sin romper los huevos, como dicen los franceses.
—Quiero saber algunas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Me gustaría saber muchas más cosas de Jacko Argyle.
—Sobre Jacko Argyle. Vaya, no esperaba que dijera usted eso.
—Ya sé que tenía malos antecedentes. Lo que quiero es algunos detalles de su historial.
—Es muy sencillo. Estuvo tres veces en libertad provisional. En otra ocasión, por malversación de fondos, se salvó porque devolvió el dinero a tiempo.
—Un auténtico delincuente en ciernes, ¿verdad?
—Exacto, señor. No era un asesino, como dejó usted bien claro, pero era otras muchas cosas. Nada en gran escala. No tenía inteligencia ni valor para llevar a cabo una estafa importante. Era un delincuente de poca monta. Robaba dinero de los cajones o engatusaba a mujeres para conseguirlo.
—Y se daba mucha maña para eso. Para exprimir a las mujeres, quiero decir.
—Es un negocio muy seguro. Las mujeres se entusiasmaban por él muy fácilmente. Solía dedicarse a las de mediana edad. Se sorprendería usted si supiera lo crédulas que son algunas. Lo hacía con mucha habilidad, haciéndoles creer que estaba apasionadamente enamorado de ellas. No hay nada increíble para una mujer si quiere creerlo.
—¿Y después?
Huish se encogió de hombros.
—Tarde o temprano se llevaban un desengaño. Pero no lo denunciaban. No querían proclamar al mundo que habían sido engañadas. Sí, un negocio muy seguro para Jack Argyle.
—¿Algún chantaje?
—Que nosotros sepamos, no. Pero no digo que no fuera capaz de hacerlo. No lo que se llama un verdadero chantaje. Quizás una insinuación. Cartas. Cartas indiscretas. Cosas que a sus maridos no les gustaría saber. De ese modo podía hacer callar a una mujer.
—Comprendo.
—¿Eso es todo lo que quería saber?
—Hay una persona de la familia a quien todavía no conozco. A la hija mayor.
—Ah, Mrs. Durrant.
—Fui a su casa, pero estaba cerrada. Me dijeron que ella y su marido estaban fuera.
—Están en Sunny Point.
—¿Siguen allí?
—Sí. Él quiso quedarse. Según creo, Mr. Durrant está investigando por su cuenta un poco.
—Está inválido, ¿verdad?
—Sí, poliomielitis. Una desgracia. No tiene mucho en que emplear el tiempo el pobre. Por eso se ha tomado con tanto interés este asesinato. Además, cree que está haciendo progresos.
—¿Y los hace?
Huish volvió a encogerse de hombros.
—Conoce a la familia y es hombre de mucha intuición. Además, es muy inteligente.
—¿Cree usted que conseguirá algo?
—Posiblemente, pero no nos lo dirá a nosotros, si lo consigue. Todo quedará en la familia.
—¿Sabe usted quién es el culpable, superintendente?
—No debe usted hacerme preguntas como ésa, doctor Calgary.
—¿Quiere decir que lo sabe?
—Uno puede creer que sabe algo. Pero si no se tienen pruebas, no se puede decir gran cosa, ¿no le parece?
—¿Y no es probable que consiga usted las pruebas que necesita?
—Tenemos mucha paciencia. Continuaremos intentándolo.
—¿Qué será de todos ellos si no tiene usted éxito? ¿Ha pensado en eso?
Huish le miró.
—Eso es lo que le preocupa, ¿verdad?
—Tienen que saber la verdad. Pase lo que pase, tienen que saber la verdad.
—¿No cree usted que ya la saben?
Calgary meneó la cabeza.
—No, eso es lo trágico.
2
—¡Ah! —exclamó Maureen Clegg—. ¡Es usted otra vez!
—Siento mucho, muchísimo, tener que volver a molestarla —replicó Calgary.
—No me molesta. Pase. Es mi día libre.
Calgary se había enterado ya de aquella circunstancia y por eso se encontraba allí.
—Estoy esperando a Joe de un momento a otro. No he visto nada de Jacko en los periódicos. Nada desde que le concedieron la absolución y algo sobre una interpelación que hicieron en el Parlamento, y luego que quedaba bien claro que no había sido él. Pero no viene nada de lo que la policía está haciendo y de quién la mató de verdad. ¿Es que no lo han descubierto?
—¿Sigue usted sin tener idea de quién pudo haber sido?
—En realidad no tengo idea. No me extrañaría nada que hubiera sido el otro hermano. Es muy raro y tiene muy mal carácter. Joe lo ve algunas veces llevando a gente en coche. Trabaja en el grupo Bence. Es guapo, pero tiene un carácter horrible. Joe oyó decir que se iba a Persia o a un sitio por el estilo y eso da mala espina, ¿no le parece?
—No sé por qué ha de dar mala espina, Mrs. Clegg.
—Es uno de esos lugares en los que la policía no puede detenerle a uno, ¿verdad?
—¿Cree usted que quiere huir?
—A lo mejor piensa que no le queda más remedio.
—Sí, posiblemente eso será lo que piense la gente.
—Se dicen muchas cosas por ahí. También dicen que el marido y la secretaria estaban de acuerdo. Pero si fue el marido, me parece que sería más probable que la hubiera envenenado. Eso es lo que casi siempre hacen, ¿verdad?
—Usted ve más películas que yo, Mrs. Clegg.
—Yo no miro nunca la pantalla. Una acaba harta de películas. Vaya, aquí está Joe.
Joe Clegg también se sorprendió al ver a Calgary y posiblemente no se alegró mucho. Hablaron un rato y luego Calgary expuso el objeto de su visita.
—¿Podría usted darme un nombre y una dirección?
Los anotó cuidadosamente en su agenda.
3
Tendría unos cincuenta años, pensó Calgary, y era una mujer maciza que nunca había sido guapa. Sin embargo, tenía unos ojos bonitos y dulces.
—La verdad, doctor Calgary… —Parecía desconcertada, turbada—. La verdad, no sé…
Él se echó hacia delante, haciendo todo lo posible por vencer su renuencia, por tranquilizarla, por hacerle sentir toda la fuerza de su comprensión.
—Hace ya tanto tiempo. Es la verdad, no quiero que me recuerden cosas.
—Lo comprendo, pero no es como si hubiera la menor posibilidad de que algo de esto fuera a hacerse público. Le aseguro que no la hay.
—¿Dice usted que quiere escribir un libro sobre esto?
—Se trata solamente de un libro en el que se estudia un tipo humano determinado. Es interesante desde el punto de vista psiquiátrico. No se menciona nombre alguno. Sólo «Mr. A», «Mrs. B». Ese estilo.
—Ha estado usted en la Antártida, ¿verdad? —preguntó ella de pronto.
Calgary se sorprendió ante la brusquedad con que cambió de tema.
—Sí. Sí, estuve con la expedición de Hayes Bentley.
Las mejillas de la mujer se colorearon. Parecía más joven. Durante unos momentos, Calgary pudo ver en ella a la jovencita que había sido.
—Solía leer mucho sobre la Antártida. Siempre me ha fascinado todo lo relacionado con los polos. Aquel noruego, Amundsen, el que llegó primero. ¿No era noruego? Me parece mucho más emocionante el polo que el Everest o cualquiera de esos satélites, o que ir a la luna o cosas por el estilo.
Calgary le siguió la corriente y empezó a hablarle de la expedición.
Era extraño que fueran las exploraciones polares las que despertaran su interés romántico. Por último ella dijo, suspirando:
—Es maravilloso oír hablar del polo a alguien que ha estado allí de verdad. ¿Quiere usted saber todo lo referente a Jackie?
—Sí.
—¿No utilizará usted en modo alguno mi nombre ni nada por el estilo?
—Por supuesto que no. Ya se lo he dicho. Ya sabe usted cómo se hacen estas cosas: «Mrs. M, lady Y».
—Sí. Sí, desde luego he leído libros de este estilo, me figuro que debía ser, como usted dijo, un caso pa… pato…
—Patológico.
—Sí, Jackie era decididamente un caso patológico. Ya sabe, siempre era tan dulce. Era estupendo. Decía cosas y tú te creías cada palabra.
—Seguramente las decía en serio.
—«Soy lo bastante vieja para ser tu madre», solía decirle yo, y él respondía que no le interesaban las muchachas jóvenes. Afirmaba que eran toscas y que sólo le atraían las mujeres maduras y con experiencia.
—¿Estaba muy enamorado de usted?
—Decía que lo estaba. Parecía estarlo. —Sus labios temblaron—. Y me figuro que lo que buscaba todo el tiempo era el dinero.
—No necesariamente —dijo Calgary, forzando la verdad todo lo que pudo—. Quizá se sentía sinceramente atraído, sólo que no podía evitar ser un bribón.
El patético rostro se animó un poco.
—Sí, es agradable pensar así. Eso es lo que hubo. Solíamos hacer planes para irnos juntos a Francia o Italia, si le salía bien un proyecto que tenía. Sólo necesitaba un pequeño capital, decía.
«El modo acostumbrado de abordar la cuestión», pensó Calgary, y se preguntó cuántas mujeres patéticas se habrían enamorado de él.
—No sé lo que me pasó. Hubiera hecho cualquier cosa por él, cualquier cosa.
—La creo.
—Supongo que no habré sido la única.
Calgary se levantó.
—Ha sido usted muy amable al contarme todo esto.
—Ya está muerto, pero nunca lo olvidaré. ¡Aquella cara de mono que tenía! Parecía muy triste y de pronto se echaba a reír. Ah, sí, tenía un encanto especial. No era del todo malo, estoy segura de que no era malo del todo.
Pero, para eso, Calgary no tuvo respuesta.