1
—Quiero hablar con usted, Kirsty —dijo Philip.
—Sí, desde luego, Philip.
Kirsten Lindstrom interrumpió su tarea. Acababa de traer la ropa limpia y la guardaba en la cómoda.
—Quiero hablar de todo este asunto. No le importa, ¿verdad?
—En mi opinión, ya se ha hablado demasiado.
—Pero sería mejor llegar a alguna conclusión entre nosotros, ¿no es cierto? Ya sabe usted lo que pasa.
—Todo va muy mal por todas partes.
—¿Cree usted que Leo y Gwenda podrán casarse después de esto?
—¿Por qué no?
—Por varias razones. En primer lugar, Leo Argyle es un hombre inteligente y se da cuenta de que casarse con Gwenda proporcionará a la policía lo que anda buscando: un motivo estupendo para asesinar a su mujer. También puede ser que Leo sospeche que Gwenda es la asesina. Y, siendo como es un hombre sensible, no le gustará casarse con la asesina de su primera esposa. ¿Qué dice usted a esto?
—Nada, ¿qué quiere que le diga?
—Se anda usted con muchos misterios.
—No le entiendo.
—¿A quién está encubriendo, Kirsten?
—No estoy encubriendo a nadie. Hay gente que no debería continuar más tiempo en esta casa. No es bueno para ellos. Creo, Philip, que debería usted irse con su mujer a su casa.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué?
—No para de hacer preguntas. Intenta averiguar cosas, y su mujer no quiere que lo haga. Es más prudente que usted. Quizá llegue a averiguar algo que más le valdría no saber, o que ella no quisiera que usted averiguara. Váyase a su casa, Philip, y hágalo cuanto antes.
—No quiero irme a casa —replicó Philip con un tono petulante.
—Así hablan los niños. No quieren hacer esto o lo otro, pero los que saben más de la vida, los que ven mejor lo que ocurre, tienen que persuadirlos de que hagan lo que no quieren hacer.
—¿Esto es lo que llama usted convencer? ¿Darme órdenes?
—No, no le doy órdenes. Sólo le aconsejo —Kirsten suspiró—. Les aconsejaría a todos lo mismo. Micky debería volver a su trabajo, como Tina volvió a su biblioteca. Me alegro de que Hester se haya marchado. Estará en algún sitio donde no se le recordará constantemente todo esto.
—Sí. Estoy de acuerdo con usted. Tiene usted razón en lo de Hester. ¿Y usted, Kirsten? ¿No sería mejor que se marchara usted también?
—Sí —Kirsten suspiró de nuevo—. Debería marcharme enseguida.
—¿Por qué no lo hace?
—Usted no lo entendería. Es demasiado tarde para marcharme.
Philip la miró pensativo.
—Hay tantas variaciones, ¿verdad? Variaciones sobre el mismo tema. Leo cree que Gwenda la mató. Gwenda cree que la mató Leo. Tina sabe algo que le lleva a sospechar quién fue. Micky sabe quién fue, pero no le importa. Mary cree que fue Hester. La verdad es, Kirsty, que todas estas ideas son, como digo, variaciones sobre un mismo tema. Nosotros sabemos muy bien quién fue, usted y yo, ¿verdad, Kirsty?
Ella le lanzó una mirada rápida y horrorizada.
—Eso me parecía —añadió Philip triunfante.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué insinúa?
—Yo no sé en realidad quién fue. Pero usted sí lo sabe. No solamente cree saber quién fue, sino que lo sabe de verdad. ¿No tengo razón?
Kirsten se dirigió hacia la puerta. La abrió, luego se volvió.
—No es de buena educación decirlo, pero lo voy a decir, Philip. Usted es tonto. Lo que está tratando de hacer es peligroso. Usted conoce el peligro. Fue piloto. Se enfrentó a la muerte en el cielo. ¿No comprende que si se acerca a la verdad estará en un peligro tan grande como nunca estuvo en la guerra?
—¿Y usted qué, Kirsty? Si sabe la verdad, ¿no está también en peligro?
—Yo sé cuidarme —afirmó Kirsten sombría—. Sé estar alerta. Pero usted está en una silla de ruedas, desvalido. ¡Piense en esto! Además, yo no ando proclamando mis opiniones. Me contento con dejar las cosas como están porque creo sinceramente que es lo mejor para todos. Si todos se marcharan y se ocuparan de sus propios asuntos, no habría más disgustos. Si me preguntan, tengo mi versión oficial. Diré que fue Jacko.
—¿Jacko?
—¿Por qué no? Jacko era muy listo. Jacko era capaz de planear algo y asegurarse de que no sufriría las consecuencias. Solía hacerlo de niño. Después de todo, lo único que tenía que hacer era buscarse una coartada falsa. ¿No se hace todos los días?
—Esta coartada no puede ser falsa. El doctor Calgary…
—¡El doctor Calgary, el doctor Calgary! —exclamó Kirsten con impaciencia—. Porque es conocido, porque es famoso, ¡dice usted «doctor Calgary» como si fuera un dios! Pero le voy a decir una cosa. Cuando se sufre una conmoción cerebral como la que él ha sufrido, puede recordar uno las cosas de un modo completamente distinto a cómo ocurrieron en realidad. ¡Puede haber sido otro día, otra hora, otro sitio!
Philip la miró, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado.
—De modo que ésa es su versión del caso, y supongo que nada le haría desdecirse.
—Ya le he advertido. No puedo hacer más.
Salió de la habitación, pero asomó la cabeza y, con su tono práctico de costumbre, añadió:
—Dígale a Mary que he puesto la ropa limpia en el segundo cajón.
El anticlímax hizo sonreír a Philip. Luego su sonrisa se desvaneció.
Su excitación interior subió de punto. Estaba acercándose mucho a la verdad. Su experimento con Kirsten había resultado muy halagüeño, pero no creía que pudiera sacar nada más de ella. Su solicitud le irritaba. Que fuera un inválido no quería decir que fuera tan vulnerable como ella había proclamado. Él también podía estar alerta y, además, por amor de Dios, ¿no estaba constantemente vigilado? Mary apenas se apartaba de su lado.
Cogió una hoja de papel y empezó a escribir. Notas breves, nombres, signos de interrogación. Algún punto que podía resultar provechoso investigar.
De pronto, asintió y escribió: Tina.
Se puso a pensar en ello.
Cuando Mary entró, apenas alzó la cabeza.
Luego cogió otra hoja de papel.
—¿Qué estás escribiendo, Philip?
—Una carta.
—¿A Hester?
—¿A Hester? No. Ni siquiera sé dónde está. Kirsty ha recibido únicamente una postal suya, con la palabra «Londres» arriba y nada más.
Le sonrió.
—Me parece que estás celosa, Polly.
Los ojos de Mary, azules y fríos, se clavaron en los suyos.
—A lo mejor.
Philip se sintió un poco incómodo.
—¿A quién escribes? —Mary se acercó un poco más.
—Al fiscal —respondió Philip alegremente, aunque en su interior iba despertándose una cólera fría. ¿Es que ni siquiera podía uno escribir una carta sin ser interrogado?
Luego vio la cara de ella y se aplacó.
—Estaba bromeando, Polly. Estoy escribiendo a Tina.
—¿A Tina? ¿Por qué?
—Tina es mi próxima línea de ataque. ¿Adonde vas, Polly?
—Al baño.
Philip se rió. Al baño, como en la noche del asesinato. Se volvió a reír, recordando lo que habían hablado sobre el asunto.
2
—Vamos —dijo el superintendente Huish, animando al niño—. Cuéntamelo todo.
El joven Cyril Green respiró profundamente. Su madre intervino sin darle tiempo a abrir la boca.
—Ya comprenderá. Mr. Huish, que no le hice mucho caso en aquel entonces. Ya sabe usted cómo son los niños. No hacen más que hablar y pensar en naves interplanetarias y cosas por el estilo. Vino y me dijo: «Mamá, he visto un sputnik; se ha caído». Bueno, antes de eso fueron los platillos volantes. Siempre tiene que haber algo. Son esos rusos, que les meten cosas raras en la cabeza.
El superintendente suspiró. ¡Cuánto más fácil serían las cosas si las madres no se empeñaran en acompañar a sus hijos y hablar por ellos!
—Vamos, Cyril, fuiste a casa y le dijiste a tu madre… ¿fue así, verdad?, que habías visto aquel sputnik ruso o lo que fuera.
—Entonces no entendía nada —aclaró Cyril—. Era pequeño. Hace dos años. Claro, ahora ya sé más.
—Las burbujas —intervino su madre— eran muy nuevas entonces. No había ninguna por aquí, de modo que, naturalmente, cuando la vio, y además pintada de rojo vivo, no se dio cuenta de que era un coche. A la mañana siguiente, cuando se enteró de que habían asesinado a Mrs. Argyle, me dijo: «Mamá, fueron los rusos, bajaron en aquel sputnik, entraron y la mataron». Yo le contesté: «No digas esas tonterías». Y aquel mismo día, más tarde, supimos que su hijo había sido arrestado por haberla matado.
El superintendente, pacientemente, se dirigió de nuevo a Cyril.
—Creo que fue al caer la tarde, ¿no? ¿Qué hora era? ¿Te acuerdas?
—Había tomado el té y mamá había ido al Instituto, de modo que salí otra vez con los amigos a jugar un poco y nos fuimos por aquel lado, hasta la carretera nueva.
—Me gustaría saber qué era lo que estaba haciendo allí —intervino su madre.
El policía Good, que había presentado aquel prometedor testigo, intervino. Él sabía muy bien lo que Cyril y los otros niños habían estado haciendo en la carretera nueva. Varios vecinos se habían quejado agriamente de la desaparición de crisantemos, y en el pueblo había individuos indeseables que animaban a los pequeños a que les proporcionaran flores para venderlas en el mercado. Pero aquél no era momento de hablar de delitos pasados.
—Ya sabe lo que son los chicos, Mrs. Green —comentó lentamente—. Les gusta jugar por ahí.
—Sí —asintió Cyril—, estábamos juzgando un poco. Y allí fue donde lo vi. «Ahí va. ¿Qué es eso?». Claro, ahora ya lo sé. Ya no soy un niño ignorante. Era una de esas burbujas. Color rojo fuerte.
—¿Y la hora? —preguntó el superintendente pacientemente.
—Ya le dije que habíamos tomado el té y habíamos ido allí y estábamos jugando. Debían de ser casi las siete, porque oí sonar el reloj y pensé: «Ahí va, mamá llegará a casa y buena la va a armar si no me encuentra». De modo que me fui a casa. Mamá ya estaba. Le dije que me parecía que había visto caer un satélite ruso. Mamá dijo que todo eran mentiras mías, pero no eran mentiras. Sólo que, claro, ahora sé más. Era pequeño entonces, comprenda.
Huish dijo que comprendía. Después de varias preguntas más, despidió a Mrs. Green y a su retoño. Good permaneció allí, con la expresión satisfecha del policía novato que ha demostrado ser inteligente y espera que le sea tenido en cuenta.
—Recordé —señaló Good— que ese niño había andado diciendo que los rusos habían matado a Mrs. Argyle. Pensé para mis adentros: «Puede que eso quiera decir algo».
—Significa algo. Miss Tina Argyle tiene una burbuja roja y me parece que voy a tener que hacerle algunas preguntas más.
3
—¿Estuvo usted allí aquella noche, miss Argyle?
Tina miró al superintendente. Sus manos reposaban en su regazo. Los ojos oscuros, serenos, no le dijeron nada.
—Hace tanto tiempo que no me acuerdo.
—Su coche fue visto allí.
—¿Sí?
—Vamos, miss Argyle. Cuando le pedimos que nos hiciera una relación de sus movimientos aquella noche, nos dijo que había ido a su casa y que no había salido. Se preparó la cena y estuvo escuchando música. Eso no es cierto. Un poco antes de las siete, vieron su coche en la carretera, muy cerca de Sunny Point. ¿Qué estaba haciendo usted allí?
Ella no respondió. Huish esperó unos segundos. Luego habló de nuevo.
—¿Entró usted en la casa, miss Argyle?
—No.
—¿Pero estuvo usted allí?
—Usted lo dice.
—No se trata de que lo diga yo. Tenemos pruebas de que estuvo usted allí.
Tina suspiró.
—Sí. Fui allí en el coche aquella noche.
—¿Pero dice que no entró en la casa?
—No, no entré en la casa.
—¿Qué hizo usted?
—Volví a Redmyn. Luego, como le dije, me hice la cena y escuché unos cuantos discos.
—¿Para que fue usted allí si no entró en la casa?
—Cambié de parecer.
—¿Qué es lo que le hizo cambiar de parecer, miss Argyle?
—Cuando llegué allí, no quise entrar.
—¿A causa de algo que vio u oyó?
Ella no respondió.
—Oiga, miss Argyle. Aquella noche asesinaron a su madre. Fue asesinada entre las siete y las siete y media. Estuvo usted allí, su coche fue visto ante la casa un poco antes de las siete. No sabemos el tiempo que llevaba allí. Es posible que llevara allí algún tiempo. Puede que entrara usted. Creo que tiene llave.
—Sí. Tengo una llave.
—Quizás entró usted, fue a la sala de su madre y la encontró muerta. O…
Tina alzó la cabeza.
—¿O la maté yo? ¿Es eso lo que quiere usted decir, superintendente Huish?
—Es una posibilidad, pero creo que es más probable que otra persona cometiera el asesinato. En este caso, creo que usted sabe o sospecha quién fue el asesino.
—No entré en la casa.
—Entonces vio usted u oyó algo. Vio usted a alguien entrar o salir de la casa. Alguien, quizá, de quien no se sabe que haya estado allí. ¿Era su hermano Michael, miss Argyle?
—No vi a nadie.
—Pero oyó usted algo —señaló Huish con astucia—. ¿Qué es lo que oyó, miss Argyle?
—Ya le he dicho que cambié de idea.
—Perdone, miss Argyle, pero no me lo creo. ¿Por qué iba a ir usted de Redmyn a Sunny Point para ver a su familia y volverse sin haberlos visto? Algo le hizo cambiar de idea. Algo que vio u oyó. —Se inclinó hacia delante—. Creo, miss Argyle, que sabe usted quien mató a su madre.
Ella negó con un movimiento de cabeza.
—Usted sabe algo —insistió Huish—. Algo que está decidida a no contar. Pero piense, miss Argyle, piense con detenimiento. ¿Se da cuenta de todo lo que su familia va a pasar por su culpa? ¿Quiere usted que todos ellos sigan siendo sospechosos? Porque eso es lo que va a ocurrir, a no ser que lleguemos a descubrir la verdad. Quienquiera que haya sido el que mató a su madre, no merece que lo encubran. Porque está usted encubriendo a alguien, ¿verdad?
De nuevo los ojos de Tina se encontraron con los de Huish.
—No sé nada. No he oído nada ni he visto nada. Sencillamente, cambié de idea.