CAPÍTULO XVIII

1

—Abajo hay una joven que quiere verle, señor —dijo la voz del portero por el intercomunicador.

—¿Una joven? —Calgary se sorprendió. No sabía quién podía venir a visitarle. Miró los papeles amontonados en la mesa y frunció el entrecejo. El portero volvió a hablar, bajando discretamente la voz.

—Una joven, señor, una joven muy bonita.

—Bueno. Hágala subir.

Calgary sonrió para sus adentros. La voz discreta del portero y su desenvoltura le hicieron gracia. Se preguntó quién podía ser la persona que quería verle. Cuando sonó el timbre de la puerta y fue a abrir, se quedó completamente atónito al encontrarse a Hester Argyle.

—¡Usted! —exclamó sorprendido—. Pase, pase.

Le extrañó verla casi exactamente igual a como la había visto la primera vez. Vestía sin tener en cuenta los convencionalismos de Londres. No llevaba sombrero y la oscura y desordenada melena enmarcaba su rostro. El grueso abrigo dejaba ver una falda verde y un jersey. Jadeaba como si acabara de llegar de un paseo por los páramos.

—Por favor —dijo Hester—, por favor. Tiene usted que ayudarme.

—¿Ayudarla? —Calgary se sorprendió—. ¿De qué modo? Claro que la ayudaré en lo que pueda.

—No sabía qué hacer. No sabía a quién acudir. Pero alguien tiene que ayudarme. No puedo seguir así y usted es la persona indicada. Usted fue el que lo empezó todo.

—¿Está en algún aprieto? ¿En una situación grave? Dígamelo.

—Todos estamos en un aprieto, pero somos tan egoístas, ¿verdad? Quiero decir, que yo sólo pienso en mí.

—Siéntese, querida —Calgary retiró los papeles de una butaca y la acomodó en ella. Luego se dirigió a una alacena—. Necesita una copa. ¿Le gusta el jerez seco?

—Como quiera. No importa.

—Hay mucha humedad y hace mucho frío. Necesita algo.

Volvió con la botella y la copa en la mano. Hester estaba hundida en el sillón, con una gracia extraña que le conmovió por su total abandono.

—No se preocupe —dijo suavemente, mientras le llenaba la copa y la dejaba a su lado—. Las cosas nunca son tan malas como parecen.

—Eso dicen, pero no es cierto —murmuró la joven—. Algunas veces son peores de lo que parecen. —Probó el vino y luego añadió en un tono acusatorio—: Estábamos muy bien hasta que vino usted. Muy bien. Luego empezó todo.

—No niego que entiendo lo que quiere decir. Me sorprendió muchísimo cuando lo dijo por primera vez, pero ahora comprendo mejor lo que mi… mi información debe haberles causado.

—Mientras creíamos que era Jacko… —empezó a decir Hester, y se calló.

—Lo sé, Hester, lo sé. Pero hay que mirar más allá. Vivían ustedes en una seguridad falsa. No era verdad, era algo artificial, como el escenario de un teatro. Algo que podía tomarse por seguridad, pero que en realidad no era ni podía ser nunca seguridad.

—Quiere usted decir que es necesario tener valor, que no sirve de nada aferrarse a una cosa falsa porque es lo más cómodo, ¿verdad? ¡Usted sí que tiene valor! Me doy perfecta cuenta. Venir a decírnoslo sin saber cuál sería nuestra reacción. Fue usted muy valiente. Admiro el valor porque yo no soy muy valiente.

—Dígame qué le preocupa ahora. Es algo especial, ¿verdad?

—Tuve un sueño. Hay una persona… un joven… un médico…

—¿Son ustedes amigos o quizá más que amigos?

—Creía que éramos más que amigos. Y él también lo creía. Pero ahora que ha ocurrido todo esto…

—Continúe.

—Cree que he sido yo. —Hester lo soltó atropelladamente—: O quizá no cree que fui yo, pero no está seguro. Cree, lo veo muy bien, que yo soy la persona más probable. Puede que lo sea. Puede que todos creamos esto los unos de los otros. Alguien tiene que ayudarnos en este lío en que estamos metidos, y pensé en usted por el sueño. Soñé que estaba perdida y no podía encontrar a Don. Me había dejado y había un barranco, un precipicio. Sí, ésa es la palabra. Un precipicio. Suena tan profundo, ¿verdad? Tan hondo y tan infranqueable. Y usted estaba allí, al otro lado, y me tendía las manos diciendo: «Quiero ayudarla». —Suspiró profundamente—. Por eso he acudido a usted. Me escapé y vine aquí porque tiene que ayudarnos. Si no nos ayuda, no sé lo que puede pasar. Tiene que ayudarnos. Usted fue el que lo empezó todo. A lo mejor dice que no es asunto suyo. Que una vez que nos lo dijo, ya no es asunto suyo. Dirá que…

—No —la interrumpió Calgary—. No digo nada de eso. Es asunto mío, Hester. Estoy del todo de acuerdo con usted. Cuando uno empieza una cosa, debe continuarla. Comparto sus sentimientos.

—¡Ah! —El rostro de Hester se encendió. Estaba muy guapa de pronto, como solía ocurrirle—. ¡De modo que no estoy sola! Alguien está conmigo.

—Sí, querida, alguien está con usted, aunque no valgo mucho. Hasta ahora no he valido gran cosa, pero estoy tratando de ayudar, no he dejado nunca de hacerlo. —Acercó su butaca a la de Hester y se sentó—. Ahora cuéntemelo todo. ¿Lo ha pasado muy mal?

—Es uno de nosotros. Todos lo sabemos. Vino Mr. Marshall y fingimos creer que debía haber entrado alguien en la casa, pero él sabía muy bien que no entró nadie. Fue uno de nosotros.

—Y su amigo ¿cómo se llama?

—Don, Donald Craig. Es médico.

—¿Don cree que ha sido usted?

—Tiene miedo de que haya sido yo. —Se retorció las manos con gesto dramático y le miró—. A lo mejor también usted lo cree.

—Sé muy bien que es usted inocente.

—Lo dice como si de verdad estuviera completamente seguro.

—Estoy completamente seguro.

—¿Por qué? ¿Cómo puede estar usted tan seguro?

—Por lo que dijo cuando me marchaba, después de decírselo a todos ustedes. ¿Recuerda aquello sobre la inocencia? No podía haberlo dicho, no podía haber sentido de ese modo, si no fuera inocente.

—¡Oh! ¡Es un consuelo saber que hay alguien que piensa así de verdad!

—De modo que ahora podemos discutirlo con tranquilidad, ¿verdad?

—Sí. Ahora me parece muy distinto.

—Por pura curiosidad, y teniendo muy en cuenta que usted sabe lo que pienso sobre el asunto, ¿por qué había de creer nadie, ni por un momento, que usted matara a su madre adoptiva?

—En realidad, muchas veces tuve ganas de hacerlo. Algunas veces le entra a una, una rabia horrible. Se siente tan poca cosa, tan desvalida. Mi madre estaba siempre tan tranquila, se creía tan superior a los demás, lo sabía todo y tenía siempre razón en todo. Algunas veces yo pensaba: «¡Cómo me gustaría matarla!». —Le miró—. ¿Lo comprende? ¿No se sintió nunca así cuando era joven?

Las últimas palabras le causaron a Calgary una congoja muy profunda, una congoja como la que había sentido en el hotel de Drymouth cuando Micky le había dicho: «Representa usted más edad». Cuando era joven… ¿Le parecía a Hester que hacía tanto tiempo de eso? Su mente volvió al pasado. Se vio a los nueve años, con otro pequeño en los jardines de la escuela, preguntándose abiertamente cuál sería el mejor medio de matar a Mr. Warborough, su profesor. Recordaba la rabia imponente que le había consumido cuando Mr. Warborough había hecho unos comentarios muy sarcásticos. Eso, pensó, era lo que había sentido Hester. Pero por mucho que él y el pequeño… —¿cómo se llamaba? Porch, sí, se llamaba Porch—… aunque él y el pequeño Porch habían estudiado la cuestión y trazado sus planes, nunca habían dado el menor paso práctico para causar la muerte a su profesor.

—Debía haber superado usted esa clase de sentimiento hace muchos años —le dijo a Hester—. Lo comprendo, naturalmente.

—Era mi madre quien me hacía sentir así. Comienzo a comprender que era culpa mía. Me parece que si mi madre hubiera vivido un poquito más, si hubiera vivido hasta que yo fuera un poco mayor y estuviera más asentada, hubiéramos… hubiéramos sido buenas amigas de un modo un poco extraño. Me hubiera gustado contar con su ayuda y consejos. Pero entonces no podía soportarlo, porque me hacía sentirme tan poco eficiente, tan estúpida. Todo lo que hacía me salía mal y me daba cuenta de que las cosas que hacía eran tonterías. Que sólo las había hecho porque quería rebelarme, porque quería demostrar que yo era yo. Y no era nada. Era amorfa. Sí, ésa es la palabra. Ésa es la palabra exacta: amorfa. Nunca adoptaba una forma duradera. Probaba formas y más formas, formas de personas a quienes admiraba. Creía que si me escapaba de casa y me hacía actriz, y tenía una aventura con alguien…

—¿Que sería usted misma o, por lo menos, sería alguien?

—Sí. Eso mismo. Y claro, ahora me doy cuenta de que, en realidad, me portaba como una niña estúpida. Pero no sabe usted, doctor Calgary, cuánto desearía ahora que mi madre estuviera viva. Porque es una injusticia tan grande… una injusticia para ella, quiero decir. Hizo tanto por nosotros y nos dio tanto. Nosotros no le dimos nada a cambio. Y ahora es demasiado tarde. Por eso —dijo con renovado vigor—, estoy decidida a dejar de ser tonta e infantil. Y usted me ayudará, ¿verdad?

—Ya le he dicho que haré cualquier cosa por ayudarla. —Ella le dirigió una sonrisa fugaz y encantadora—. Dígame qué ha ocurrido exactamente.

—Justo lo que yo pensaba que iba a ocurrir. Nos hemos estado mirando los unos a los otros y pensando sin saber. Papá mira a Gwenda y piensa que a lo mejor fue ella. Ella mira a papá y no está segura. Yo no creo que se casen. Se ha estropeado todo. Tina cree que Micky tuvo algo que ver con el asesinato. No sé porqué. Micky no estaba allí aquella noche. Y Kirsten cree que fui yo y trata de protegerme. Y Mary, mi hermana mayor, usted no la conoce, cree que fue Kirsten.

—¿Y quién cree usted que fue, Hester?

—¿Yo? —preguntó con sobresalto.

—Sí, usted. Creo que es muy importante saberlo.

Hester extendió las manos.

—No sé. Tengo… es horrible decir una cosa así, pero tengo miedo de todo el mundo. Es como si detrás de cada rostro hubiera otro. Un rostro siniestro que no conozco. No estoy segura de que no sea mi padre y Kirsten repite que no debo confiar en nadie, ni siquiera en ella. Miro a Mary y pienso que no sé nada de ella. Y Gwenda… siempre me había gustado mucho Gwenda. Estaba muy contenta de que papá fuera a casarse con ella. Pero ahora ya no estoy segura de Gwenda. La veo como una persona distinta, despiadada y… y vengativa. Ya no sé cómo son. Todos somos muy desgraciados.

—Sí. Me lo imagino.

—Somos tan desgraciados —continuó Hester— que no puedo menos de pensar que también el asesino se siente desgraciado. Y eso quizás es lo peor de todo. ¿Cree que es posible?

—Sí, supongo que es posible. Sin embargo, dudo mucho… naturalmente, no soy experto en la materia, que un asesino pueda sentirse nunca realmente desgraciado.

—¿Por qué no? No puede haber nada más terrible que saber positivamente que uno ha matado a alguien.

—Sí, es una cosa terrible y, por consiguiente, creo que un asesino tiene que pertenecer a uno de estos dos tipos: uno para quien no le ha resultado horrible matar a alguien, una persona que se dice «Bueno, ha sido una pena, desde luego, tener que hacerlo, pero era necesario para mi propio bienestar. Después de todo, no ha sido culpa mía. No tuve más remedio que hacerlo». O bien…

—¿Sí? ¿Cuál es la otra clase de asesino?

—Tenga en cuenta que todo son suposiciones mías. Yo no lo sé, pero creo que alguien perteneciente a la otra clase de asesinos no podría vivir con el remordimiento. Tendría que confesarlo o reconstruir la historia a su manera, como si dijéramos. Le echaría la culpa a otra persona, diciéndose: «Yo nunca hubiera hecho semejante cosa si esto, lo otro o lo de más allá no hubiera ocurrido. No soy un asesino, en realidad, porque no quería hacerlo. Fue algo inevitable, cosa del Destino, no yo». ¿Comprende lo que estoy tratando de decir?

—Sí, y me parece muy interesante. Estoy tratando de pensar.

—Sí, Hester, piense. Piense y concéntrese todo lo que pueda, porque, para poder ayudarla, tengo que ver las cosas a través de su mente.

—Micky odiaba a mi madre —señaló Hester lentamente—. Siempre la odió. No sé por qué. Creo que Tina la quería. Gwenda no le tenía simpatía. Kirsten siempre fue leal a mi madre, aunque pensaba que ella no tenía razón en todo lo que hacía. Papá… —Permaneció en silencio durante largo rato.

—Prosiga.

—Papá ha vuelto a distanciarse de todo lo que nos rodea. Después de que murió mamá, había cambiado mucho. No estaba tan… como diría yo, tan remoto. Era más humano, estaba más vivo. Pero ahora ha vuelto a un lugar lleno de sombras, donde no se le puede alcanzar. No sé con seguridad lo que sentía por mamá. Me figuro que estaría enamorado de ella cuando se casaron. Nunca se peleaban, pero no sé lo que sentía por ella. Uno no sabe en realidad —la joven extendió las manos— lo que sienten los demás, ¿verdad? Quiero decir que no sabe una lo que hay detrás de su expresión, detrás de las palabras agradables que se dicen todos los días. Puede estar devorándoles el odio, el amor o la desesperación, y ¡una sin saberlo! Es espantoso. ¡Oh, doctor Calgary, es espantoso!

Él cogió las manos de Hester para tratar de tranquilizarla.

—Ya no es usted una niña, querida. Los niños son los únicos que tienen miedo. Es usted una persona mayor, Hester. Es usted una mujer. —Le soltó las manos y añadió en tono práctico—: ¿No tiene usted un sitio en Londres donde pueda quedarse?

Ella se sorprendió un poco.

—Creo que sí. No sé. Mamá solía quedarse algunas veces en el Hotel Curtis.

—Es un hotel agradable y tranquilo. Yo en su lugar, iría allí y tomaría una habitación.

—Haré todo lo que usted me diga.

—Buena chica. ¿Qué hora es? —Miró el reloj—. Vaya, son ya casi las siete. ¿Qué le parece a usted si fuera a buscarla a eso de las ocho menos cuarto, para llevarla a cenar? ¿Le gusta el plan?

—Me parece estupendo. ¿Lo dice en serio?

—Sí, lo digo en serio.

—¿Y después? ¿Qué va a pasar después? ¿No puedo seguir indefinidamente en el Hotel Curtis, verdad?

—Parece como si su horizonte tuviera que ser siempre el infinito —dijo Calgary.

—¿Se está riendo de mí? —preguntó ella recelosa.

—Un poquito nada más —contestó Calgary, sonriendo.

Hester vaciló un poco y luego sonrió también.

—Creo que estaba dramatizando otra vez.

—Tengo mis sospechas de que es una costumbre suya.

—Por eso pensé que valdría para el teatro. Pero no valía. No valía nada. Era una actriz malísima.

—Encontrará usted en la vida corriente todo el drama que quiera. Ahora voy a meterla en un taxi, querida, y se va usted a marchar al hotel. Dése una ducha y péinese. ¿Ha traído algún equipaje?

—Sí, sí. Tengo una maleta de fin de semana.

—Bien. No se preocupe, Hester. Ya pensaremos algo.