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—¿Te importa que me quede un poco más, papá? —preguntó Micky.
—No, claro que no. Encantado. ¿No tendrás problemas con la empresa?
—No. Les he telefoneado. Me han dicho que no es necesario que vuelva hasta que pase el fin de semana. Han sido muy considerados. Tina también se queda a pasar el fin de semana.
Se acercó a la ventana, miró a través de ella, cruzó la habitación con las manos en los bolsillos, contemplando los libros. Con voz entrecortada y torpe, por fin dijo:
—¿Sabes, papá? Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí. Acabo de darme cuenta… bueno, de darme cuenta de lo desagradecido que he sido siempre.
—Nunca ha sido cuestión de gratitud. Eres mi hijo, Micky. Siempre te he considerado como tal.
—Una manera rara de tratar a un hijo. Nunca me dominaste.
Leo Argyle sonrió con su sonrisa remota.
—¿Crees de verdad que la única misión de un padre es dominar a sus hijos?
—No. No, puede que no —respondió atropelladamente—. He sido un completo estúpido. En cierto modo tiene gracia. ¿Sabes lo que me gustaría hacer, lo que estoy pensando hacer? Aceptar un empleo en una compañía petrolera en el golfo Pérsico. Es donde mamá quería haberme puesto al principio, en una compañía petrolera. Pero yo no quise saber nada de eso entonces. Quise seguir mi propio camino.
—Estabas en la edad en que querías escoger por ti mismo y odiabas la idea de que alguien escogiera por ti. Siempre ha sido así, Micky. Si queríamos comprarte un jersey rojo, tú insistías en que lo querías azul, pero probablemente lo que estabas deseando era tener uno rojo.
—Es cierto —reconoció Micky, riéndose—. Siempre he dejado bastante que desear.
—La juventud. Estabas ebrio de libertad. Rechazabas las riendas, el control. Todos nos hemos sentido así en alguna época de nuestra vida, pero al final tenemos que aceptar la autoridad.
—Sí, supongo que sí.
—Me alegro mucho de que tengas esos planes para el futuro. No creo que trabajar como vendedor y probador de coches sea suficiente para ti. No está mal, pero no conduce a ninguna parte.
—Me gustan muchísimo los coches. Me gusta sacarles el mayor partido posible, y soy capaz de soltar una parrafada cuando hace falta. Bla, bla, bla, todas esas frases obsequiosas, pero no me gusta esa vida, ¡maldita sea! Éste es un trabajo relacionado con el transporte motorizado. Tendría que controlar la revisión de los coches. Es un trabajo importante.
—Ya sabes que, cuando necesites disponer de capital para asociarte en algún negocio que creas que vale la pena, el dinero está ahí, a tu disposición. Ya sabes lo del fideicomiso. Estoy dispuesto a autorizar cualquier cantidad que haga falta, siempre que los detalles sean estudiados y aceptados. Solicitaríamos la opinión de un experto. Pero el dinero está a tu disposición si lo quieres.
—Gracias, papá, pero no quiero exprimirte.
—No se trata de exprimirme, Micky, el dinero es tuyo. Te ha sido concedido igual que a los demás. Yo solo estoy facultado para decidir cuándo y cómo. Pero no es mío y no te lo doy. Es tuyo.
—Es de mamá, en realidad.
—El fideicomiso fue establecido hace varios años.
—¡No quiero un penique de ese dinero! ¡No quiero tocarlo! ¡No podría! ¡Tal como están las cosas, no podría! —Enrojeció de pronto cuando se cruzaron sus miradas—. No quería… no quería decir eso precisamente.
—¿Por qué no quieres tocarlo? Nosotros te adoptamos. Es decir, nos hicimos completamente responsables de ti, económicamente y en todos los aspectos. Se estableció el acuerdo de que te educaríamos como hijo nuestro y satisfaríamos todas tus necesidades en la vida.
—Quiero valerme por mí mismo.
—Sí. Ya lo veo. Muy bien, Micky. Pero si cambias de manera de pensar, recuerda que el dinero está a tu disposición.
—Gracias, papá. Te agradezco que lo comprendas. O al menos, si no lo comprendes, que me dejes seguir mi camino. Me gustaría poder explicarme mejor. Es que no quiero aprovecharme de… no puedo aprovecharme de… bueno, al diablo, es demasiado difícil de explicar.
Se oyó un golpe en la puerta, casi un topetazo.
—Supongo que será Philip. ¿Quieres abrirle la puerta, Micky?
Micky cruzó la habitación para abrir la puerta y Philip, maniobrando su silla de ruedas, entró en la biblioteca. Los saludó a los dos con una sonrisa alegre.
—¿Está usted muy ocupado? —le preguntó a Leo—. Si es así, dígamelo. Me estaré callado, sin interrumpirle, y me pondré a curiosear por las estanterías.
—No, no tengo nada que hacer esta mañana.
—¿No está Gwenda? —preguntó Philip.
—Telefoneó para decir que le dolía la cabeza y no podía venir —respondió Leo con voz completamente desprovista de entonación.
—Ya.
—Bueno, voy a sacar un poco a Tina para que dé un paseo —dijo Micky—. Esa chica odia el aire libre.
Salió de la habitación con paso ligero y elástico.
—¿Me equivoco —preguntó Philip— o en Micky se ha operado un cambio últimamente? No se le cae el mundo encima como de costumbre, ¿verdad?
—Ha tardado bastante en madurar.
—Pues ha escogido el peor momento para hacerlo. La sesión de ayer con la policía no fue precisamente una perita en dulce, ¿no le parece?
—Desde luego, es doloroso revisar el caso.
—¿Cree usted —dijo Philip, empujando la silla junto a las estanterías y cogiendo un libro o dos de un modo distraído— que Micky tiene conciencia de sus actos?
—Ésa es una pregunta muy extraña, Philip.
—No, no lo es. Estaba pensando en él hace un rato. Es como ser sordo a los tonos. Algunas personas no pueden sentir la angustia de la culpabilidad ni del remordimiento, ni siquiera sienten pesar por sus actos. Jacko no lo sentía.
—No. Jacko, desde luego, no lo sentía.
—Y yo estaba preguntándomelo respecto a Micky, —comentó Philip. Hizo una pausa y luego continuó con voz indiferente—: ¿Me permite que le haga una pregunta? ¿Qué sabe usted en realidad sobre los antecedentes de todos estos hijos adoptivos suyos?
—¿Por qué quiere saberlo, Philip?
—Simple curiosidad, me figuro. Siempre se pregunta uno hasta dónde llega la fuerza de la herencia biológica.
Leo no contestó. Philip le observaba con los ojos brillantes de interés.
—¿Le molesta que le haga estas preguntas?
—Bueno —respondió Leo, levantándose—, después de todo, ¿por qué no había de hacérmelas? Es de la familia. Hay que reconocer que en estos momentos son preguntas muy pertinentes. Pero nuestros hijos no fueron adoptados en el sentido usual de la palabra. Mary, su esposa, fue adoptada formal y legalmente, pero los demás entraron en la familia de un modo mucho más irregular. Jacko era huérfano y fue su anciana abuela la que nos lo trajo. La abuela murió en un bombardeo y él se quedó con nosotros. Fue tan sencillo como todo eso. Micky era hijo ilegítimo. A su madre sólo le interesaban los hombres. Pidió cien libras y se las dimos. Nunca hemos sabido qué fue de la madre de Tina. Nunca escribió a la niña, no la reclamó al terminar la guerra y fue imposible localizarla.
—¿Y Hester?
—Hester era también hija ilegítima. Su madre era una joven enfermera irlandesa. Se casó con un soldado americano poco después de que Hester viniera a vivir con nosotros. Nos pidió que nos quedáramos con la niña. No tenía intención de decírselo a su marido. Se marchó con él a los Estados Unidos al terminar la guerra y no hemos sabido más de ella.
—Todas historias trágicas, en cierto modo. Todos ellos eran pobres chiquillos que habían sido abandonados.
—Sí, ésa es la verdad. Eso es lo que hizo que Rachel pusiera tanta pasión en ellos. Estaba decidida a hacer que se sintieran queridos, a darles un verdadero hogar, a ser para ellos una verdadera madre.
—Era una buena obra.
—Sí, sólo… sólo que, en realidad, no podía resultar como esperaba que resultara. Para ella era artículo de fe que los lazos de la sangre no tenían importancia. Pero sí la tienen. Generalmente, en nuestros propios hijos hay alguna particularidad temperamental, algún sentimiento que uno reconoce y puede comprender, sin necesidad de expresarlo con palabras. Con los hijos que uno adopta no existe ese lazo. Uno no sabe instintivamente lo que piensan. Naturalmente, los juzgamos por nosotros mismos, por nuestros propios pensamientos y sentimientos, pero debe tenerse en cuenta que esos pensamientos y sentimientos pueden ser muy distintos de los de ellos.
—Supongo que usted lo habrá comprendido así durante todo el tiempo.
—Se lo advertí a Rachel, pero, claro, no me creyó. No quiso creerme. Quería que fueran sus propios hijos.
—Tina es la que siempre ha sido una incógnita para mí. Puede que sea por su mitad no blanca. ¿Quién era su padre? ¿Lo sabe usted?
—Creo que era un marinero. Posiblemente de las Indias Orientales. La madre —señaló Leo secamente— no pudo decírnoslo con seguridad.
—Uno no sabe cuál es su reacción ante las cosas o lo que piensa de ellas. Había tan poco… —Philip se calló un momento y luego le espetó una pregunta—: ¿Qué es lo que sabe sobre este asunto que no quiere decir?
—¿Por qué cree que no dice todo lo que sabe?
—Vamos, señor, está clarísimo, ¿no le parece?
—A mí no me parece tan claro.
—Sabe algo. ¿Cree usted que será algo que perjudique a una persona determinada?
—Creo, Philip, y perdone que se lo diga, que no es prudente especular sobre estas cosas. Es muy fácil dejarse llevar por la imaginación.
—¿Es una advertencia?
—¿Le parece que es asunto suyo, Philip?
—¿Quiere usted decir que no soy policía?
—Sí, eso es lo que quise decir. La policía tiene que cumplir con su deber. Tiene que investigar.
—¿Y usted no quiere investigar?
—Es posible que tenga miedo de lo que pudiera descubrir.
—¿Es posible que usted sepa quién fue? ¿Lo sabe?
—No. —La brusquedad y el vigor de la respuesta de Leo sobresaltaron a Philip. Había dejado de ser la persona frágil, consumida y distante que Philip conocía tan bien—. ¡No sé quién fue! ¿Lo oye? No lo sé. No tengo la menor idea. No, no lo quiero saber.