CAPÍTULO XIV

1

—¿Supongo que no habrá conseguido nada? —preguntó el jefe de policía.

—Nada concreto, señor —contestó Huish—. Sin embargo, no perdí del todo el tiempo.

—Vamos a ver.

—Bueno, las horas y las afirmaciones más importantes son las mismas. Mrs. Argyle estaba viva un poco antes de las siete, habló con su marido y con Gwenda Vaughan, y luego Hester Argyle la vio en la planta baja. No van a estar confabuladas tres personas. Jacko Argyle queda libre de cargo, lo que significa que Mr. Leo Argyle pudo matarla, entre las siete y cinco y las siete y media; Gwenda Vaughan, a las siete y cinco, cuando se marchaba; Hester, un poco antes de esto; y Kirsten Lindstrom, cuando volvió más tarde, pongamos inmediatamente antes de las siete y media. La parálisis de Durrant le proporciona una buena coartada, pero la coartada de su mujer depende de su palabra. Pudo, si quiso, bajar las escaleras y matar a su madre entre las siete y las siete y media, contando con que su marido la encubriría. Pero no veo por qué iba a matarla. En realidad, me parece que sólo dos personas tenían un verdadero motivo para cometer el crimen: Leo Argyle y Gwenda Vaughan.

—¿Cree usted que ha sido uno de los dos o ambos?

—No creo que estuvieran de acuerdo. Yo veo esto como un crimen cometido en un impulso, no premeditado. Mrs. Argyle entra en la biblioteca, les cuenta a los dos las amenazas de Jacko y su exigencia de dinero. Supongamos que más tarde Leo Argyle baja a hablar con ella, sobre Jacko o sobre cualquier otra cosa. La casa está tranquila, no hay nadie alrededor. Entra en la sala. Allí está ella, dándole la espalda, sentada ante su escritorio. Y allí está el atizador, quizás en el mismo sitio donde lo había tirado Jacko, después de amenazarla. Algunas veces, hombres tranquilos y contenidos revientan. Se envuelve la mano con un pañuelo para no dejar huellas, coge el atizador, le da un golpe en la cabeza y ya está. Saca uno o dos cajones, para sugerir que se trata de un robo. Luego vuelve a subir y espera que la encuentren. O supongamos que Gwenda Vaughan, cuando se marchaba, miró a la habitación y sintió la necesidad apremiante de matarla. Jacko era el cabeza de turco perfecto, y el camino de su matrimonio con Leo Argyle quedaría expedito.

El comandante Finney asintió pensativamente.

—Sí, puede ser. Y, naturalmente, tuvieron buen cuidado de no anunciar su compromiso demasiado pronto. Esperaron a que el pobre desgraciado de Jacko fuera declarado culpable de asesinato. Sí, parece plausible. Los crímenes son muy monótonos. El marido y la otra mujer y un tercero, siempre el mismo triángulo. Pero ¿qué podemos hacer, Huish? ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé, señor —replicó Huish lentamente—. Aunque estuviéramos seguros, ¿dónde vamos a encontrar pruebas? No tenemos nada que pueda sostenerse ante un tribunal.

—No, no. ¿Pero está usted seguro, Huish? ¿Seguro en su interior?

—No tan seguro como quisiera —señaló el superintendente con voz triste.

—¡Ah! ¿Y por qué no?

—Un hombre como él… como Mr. Argyle, quiero decir.

—¿No le parece que sea de los que cometen un asesinato?

—Tampoco es eso. No pensaba en el asesinato propiamente dicho. Es el chico. No concibo que lo implicara deliberadamente.

—No era su propio hijo, recuerde. Puede que no le tuviera mucho cariño, o incluso estuviera resentido por el cariño que su esposa le prodigaba.

—Puede ser. Sin embargo, parece tenerles cariño a todos los chicos.

—Claro que sabía que Jacko no iba a ser ahorcado. Eso marcaría una diferencia.

—Ah, quizá tenga usted razón, señor. Tal vez pensó que diez años de cárcel, que es en lo que viene a quedar una cadena perpetua, no iban a perjudicar al chico.

—¿Y la joven, Gwenda Vaughan?

—Si fue ella, no creo que sintiera ningún escrúpulo por Jacko. Las mujeres son despiadadas.

—¿Esta usted razonablemente satisfecho con que fueron ellos dos?

—Sí, estoy razonablemente satisfecho.

—¿Nada más que eso?

—Nada más. Algo pasa allí. Algo como un mar de fondo.

—Explíquese, Huish.

—Lo que me gustaría saber es lo que piensan ellos. Lo que piensan unos de otros.

—Ah, ya le comprendo. ¿Quisiera saber si ellos saben quién fue?

—Sí. No sé qué pensar. ¿Lo saben todos? ¿Están todos de acuerdo en callar? No lo creo. Creo que incluso es posible que todos ellos tengan ideas distintas. La sueca es un manojo de nervios. Quizá sea porque la mató ella. Está en la edad en que las mujeres pierden la chaveta muy fácilmente. Tal vez tenga miedo por ella misma o por otra persona. No sé si me equivoco, pero tengo la impresión de que es por otra persona.

—¿Por Leo?

—No, no creo que sea Leo quien le preocupa. Creo que es la más joven, Hester.

—Hester, ¿eh? ¿Alguna posibilidad de que haya sido Hester?

—No hay motivo aparente. Pero es una chica apasionada, quizás un tanto inestable.

—Y probablemente miss Lindstrom sabe de la chica mucho más que nosotros.

—Sí. Luego está la morena que trabaja en la biblioteca municipal.

—No estaba en la casa aquella noche, ¿verdad?

—No, pero creo que sabe algo. Puede que sepa quién es el asesino.

—¿Que le hace suponer eso?

—Está preocupada. No creo que sean sólo suposiciones. Y luego está el chico, Micky. Tampoco estaba allí, pero había salido en coche, solo. Dice que estaba probando el coche por el camino de los páramos y de Minchin Hill. Sólo contamos con su palabra. Pudo ir a la casa, matarla y marcharse otra vez. Gwenda Vaughan mencionó algo que no figura en su declaración anterior. Un coche pasó por su lado, a la entrada de la calle. Hay catorce casas, y es probable que el coche se dirigiera a cualquiera de ellas y nadie lo recordará después de dos años, pero existe la posibilidad de que el coche fuera de Micky.

—¿Por qué iba a querer matar a su madre adoptiva?

—No conocemos ninguna razón, pero puede que la haya.

—¿Y quién podría saberlo?

—Todos. Pero no nos lo dirán. Es decir, no nos lo dirán a sabiendas de que lo hacen.

—Me doy cuenta de sus diabólicas intenciones —manifestó el comandante Finney—. ¿A quién va usted a presionar?

—A miss Lindstrom, creo. Si puedo, echaré abajo sus defensas. También espero averiguar si tenía algún resentimiento contra Mrs. Argyle. Y luego está el paralítico Philip Durrant.

—¿Qué le pasa?

—Bueno, me parece que tiene algunas ideas sobre todo esto. No creo que quiera compartirlas conmigo, pero quizá consiga averiguar por dónde va. Es un tipo inteligente y me parece muy observador. Puede que haya notado algo interesante.

2

—Vamos a tomar un poco el aire, Tina.

—¿Aire? —Tina miró a Micky con una expresión de duda—. Hace mucho frío, Micky. —Se estremeció.

—Creo que odias el aire fresco, Tina. Por eso puedes soportar estar encerrada todo el día en la biblioteca.

Tina sonrió.

—No me importa estar encerrada durante el invierno. Se está muy bien abrigada y caliente en la biblioteca.

Micky la miró.

—Y ahí estás sentada, acurrucada como un gatito delante del fuego. Pero de todas maneras, te hará bien salir. Vamos, Tina, quiero hablar contigo. Necesito que me entre aire puro en los pulmones, olvidarme de todo este maldito asunto.

Tina se levantó de la butaca con un movimiento indolente y gracioso, que recordaba al gatito con el que Micky acababa de compararla.

En el vestíbulo, se envolvió en un abrigo con cuello de piel y salieron juntos.

—¿No vas a ponerte un abrigo, Micky?

—No, yo nunca tengo frío.

—¡Brrr! —dijo Tina suavemente—. Cómo odio este país en invierno. Me gustaría ir al extranjero. Me gustaría estar en un sitio donde el sol brille siempre y el aire sea húmedo, suave y cálido.

—Acaban de ofrecerme un empleo en el golfo Pérsico —comentó Micky—, en una de las compañías petroleras. El trabajo consiste en revisar los transportes.

—¿Vas a ir?

—No, no creo. ¿Qué tiene de bueno?

Se dirigieron hacia la parte de atrás de la casa y bajaron por un sendero zigzagueante a través de los árboles que conducía a la playa construida en el río. En medio del camino había un cenador, resguardado del viento. No se sentaron inmediatamente, sino que se quedaron de pie, contemplando el río.

—Es bonita la vista, ¿verdad?

Tina la miró sin interés.

—Sí, supongo que sí.

—Pero no lo sabes realmente, ¿verdad? —Micky la miró con afecto—. Tú no aprecias la belleza, Tina, nunca la has apreciado.

—En todos los años que hemos vivido aquí, no recuerdo que hayas disfrutado nunca de la belleza de este lugar. Siempre estás inquieto suspirando por irte a vivir a Londres.

—Eso era distinto —replicó Micky, brevemente—. Me sentía desplazado.

—Eso es lo que te pasa, ¿verdad? Te sientes desplazado en todas partes.

—Me siento desplazado en todas partes —afirmó Micky, con voz confusa—. Puede que sea cierto. Dios mío, Tina, qué pensamiento más horrible. ¿Te acuerdas de aquella vieja canción? Creo que era Kirsten la que nos la cantaba. Algo sobre una paloma: «Oh, paloma bella, oh paloma tierna, oh paloma con el pecho blanco, blanco…». ¿La recuerdas?

Tina meneó la cabeza.

—A lo mejor te la cantaba a ti, pero no, no la recuerdo.

Micky continuó, medio hablando, medio tarareando:

Oh, mi bien amada, no estoy aquí. No tengo lugar ni patria ni hogar ni por tierra ni por mar, sino en tu corazón —Miró a Tina—. Puede que sea verdad.

Tina puso su pequeña mano en el brazo de Micky.

—Vamos, Micky, vamos a sentarnos aquí. Está resguardado del viento. No hace tanto frío.

Él obedeció mientras Tina añadía:

—¿Por qué te empeñas en seguir siendo desgraciado?

—Mira, pequeña, no entiendes de esto ni una palabra.

—Entiendo mucho. ¿Por qué no la olvidas, Micky?

—¿Olvidarla? ¿De quién estás hablando?

—De tu madre.

—¡Olvidarla! —exclamó Micky con amargura—. ¿Hay alguna posibilidad de olvidarla, después de lo de esta mañana, después de tanta pregunta? Si a una persona la asesinan, no te dejan «olvidarla».

—No me refería a ella —dijo Tina—. Me refería a tu verdadera madre.

—¿Por qué crees que pienso en ella? La última vez que la vi tenía seis años.

—Pero Micky, siempre has pensado en ella. Todo el tiempo.

—¿Te he dicho yo eso?

—Algunas veces uno nota estas cosas.

Micky se volvió para mirarla.

—Eres una criatura tan tranquila y tan suave, Tina, como una gatita. Quiero acariciar tu piel. ¡Gatita bonita! ¡Gatita preciosa!

Su mano acarició la manga del abrigo de Tina.

Tina, muy quieta, le sonreía.

no la odiabas, ¿verdad, Tina? Todos los demás la odiábamos.

—Eso estaba muy mal. —Tina meneó la cabeza y continuó con cierta energía—. Piensa en lo mucho que os dio a todos vosotros. Un hogar, cariño, bondad, buena comida, juguetes, personas para que os cuidaran.

—Sí, sí —exclamó Micky impaciente—. Pasteles de nata y que te acariciaran la piel. Con eso tenías bastante, ¿no es verdad, gatita?

—Se lo agradecía. Ninguno de vosotros lo hizo.

—¿No comprendes, Tina, que uno no puede sentir agradecimiento cuando debe? En cierto sentido es peor saber que tiene uno la obligación de sentir agradecimiento. Yo no quería que me trajeran aquí. Yo no quería que me rodearan de lujos. Yo no quería que me sacaran de mi casa.

—Podían haberla bombardeado. Podía haberte matado una bomba.

—¿Y qué? No me hubiera importado que me mataran. Me hubieran matado en mi casa, con mi gente. En mi lugar. ¿Ves? Ya estamos con lo mismo. No hay nada peor que sentirse desplazado. Pero tú, gatita, solo te preocupas de las cosas materiales.

—Quizá sea verdad. Tal vez por eso no siento lo mismo que todos vosotros. No siento ese extraño resentimiento que todos parecéis sentir, tú más que ninguno, Micky. No me cuesta trabajo sentir agradecimiento, porque yo no quería ser yo misma. No quería estar donde estaba. Quería escapar de mí misma. Quería ser otra persona. Y ella hizo de mí otra persona. Me convirtió en Christine Argyle, con un hogar, con cariño. Tranquila. Segura. Quise a mamá porque me dio todas esas cosas.

—¿Y tu propia madre? ¿No piensas nunca en ella?

—¿Por qué iba a pensar en ella? Casi no la recuerdo. Sólo tenía tres años cuando vine aquí. Con ella siempre estaba asustada, aterrorizada. Aquellas peleas con los marineros, y ella misma. Me figuro, ahora que soy lo bastante adulta para ver mejor las cosas, que estaba borracha la mayor parte del tiempo. —Tina hablaba desapasionadamente—. No, no pienso en ella, ni la recuerdo. Mrs. Argyle era mi madre. Éste es mi hogar.

—Es tan fácil para ti, Tina.

—¿Y por qué es tan difícil para ti, Micky? ¡Porque lo haces difícil! No era a Mrs. Argyle a quien odiabas, Micky, era a tu verdadera madre. Sí, sé muy bien que lo que digo es cierto. Y si mataste a Mrs. Argyle, cosa que muy bien podías haber hecho, era a tu verdadera madre a quien querías matar.

—¡Tina! ¿De qué diablos estás hablando?

—Y ahora —continuó Tina con calma—, ya no tienes a quien odiar. Y eso hace que te sientas muy solo, ¿verdad? Pero tienes que aprender a vivir sin odio, Micky. A lo mejor te resulta difícil, pero puedes conseguirlo.

—No sé de qué estás hablando. ¿Qué querías decir con eso de que pude muy bien haberla matado? Sabes muy bien que aquel día no estaba cerca de aquí. Estaba probando el coche de un cliente por la carretera de los páramos, junto a Minchin Hill.

—¿Sí?

Se levantó, acercándose al mirador, desde donde se divisaba el río.

—¿Adonde quieres ir a parar, Tina? —Micky se acerco a ella.

Tina señaló en dirección a la playa.

—¿Quiénes son esos dos?

Micky dirigió una mirada rápida al lugar indicado.

—Hester y su médico, creo. Pero Tina, ¿qué querías decir? Por amor de Dios, no te pongas ahí en el borde. Es peligroso.

—¿Por qué? ¿Quieres empujarme? No te costaría trabajo. Soy muy pequeña.

—¿Por qué dices que pude estar aquí aquella noche? —preguntó él con voz ronca.

Tina no respondió. Se volvió y empezó a subir el sendero que conducía a la casa.

—¡Tina!

—Estoy preocupada, Micky —dijo Tina con voz tranquila y suave—. Estoy muy preocupada por Hester y Don Craig.

—¿Qué importan ahora Hester y su novio?

—Sí que importan. Me parece que Hester es muy desgraciada.

—No estamos hablando de ellos.

Yo sí que estoy hablando de ellos. Es importante.

—¿Has creído durante todo el tiempo, Tina, que yo había estado aquí la noche en que mataron a mamá?

Tina no respondió.

—No dijiste nada entonces.

—¿Por qué iba a decirlo? No era necesario. Quiero decir que estaba tan claro que Jacko la había matado…

—Y ahora está claro que Jacko no la mató.

De nuevo, Tina asintió.

—¿Y ahora qué? —preguntó Micky—. ¿Y ahora qué?

Ella no le respondió y continuó subiendo el sendero.

3

En la playa que había cerca de Sunny Point, Hester levantaba la arena con la punta del zapato.

—No veo que tengamos nada de qué hablar.

—Tú eres la que tiene que hablar —replicó Don Craig.

—No veo porqué. Hablar de una cosa nunca sirve de nada, nunca mejora la situación.

—Por lo menos, podías decirme lo que ocurrió esta mañana.

—Nada.

—¿Qué quieres decir con eso de nada? La policía estuvo en tu casa, ¿verdad?

—Sí, sí, estuvo en casa.

—¿Y no os interrogaron a todos?

—Sí, nos interrogaron a todos.

—¿Qué clase de preguntas os hicieron?

—Las de costumbre. Exactamente las mismas que la otra vez. Dónde estábamos y qué hicimos, y cuándo vimos viva a mamá por última vez. La verdad, Don, no quiero hablar más de eso. Ya se acabó.

—No se acabó, corazón. Ésa es la cuestión.

—No sé por qué tienes que meterte en esto. Tú no estás mezclado en esto.

—Mi vida, quiero ayudarte. ¿No lo comprendes?

—Pues al hablar de ello no me ayudas nada. Quiero olvidarlo. Si me quieres ayudar a olvidar, eso es otra cosa.

—Hester, querida, no sirve de nada huir de las cosas. Hay que afrontarlas.

—He estado afrontándolas, como tú dices, toda la mañana.

—Hester, te quiero. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué quieres decir con eso de que supones que sí?

—No haces más que darle vueltas y más vueltas al asunto.

—Pero tengo que hacerlo.

—No veo por qué. no eres un policía.

—¿Quién fue la última persona que vio viva a tu madre?

—Yo.

—Fue un poco antes de las siete, cuando ibas a salir para reunirte conmigo, ¿no?

—Cuando iba a salir para Drymouth, para ir al teatro.

—Bueno, pero ya estabas en el teatro, ¿no?

—Sí, claro que estaba.

—Ya sabías entonces que te quería, ¿verdad, Hester?

—No estaba segura. Ni siquiera estaba segura entonces de que estaba empezando a quererte.

—No tenías motivo, ni sombra de motivo, para matar a tu madre, ¿verdad?

—No, en realidad, no.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Había pensado con frecuencia en matarla. Solía decirme: «Me gustaría que se muriera, me gustaría que se muriera». Algunas veces soñaba que la mataba.

—¿De qué modo la matabas en tus sueños?

Por un momento, Don Craig dejó de ser el enamorado para ser exclusivamente el joven médico, lleno de interés.

—Algunas veces le pegaba un tiro —comentó Hester alegremente— y otras le daba un porrazo en la cabeza.

El doctor Craig lanzó un gruñido.

—Eso era en sueños. Muchas veces soy muy violenta en mis sueños.

—Escucha, Hester —el joven cogió las manos de la muchacha— tienes que decirme la verdad. Tienes que confiar en mí.

—No sé qué quieres decir.

—La verdad, Hester. Quiero la verdad. Te quiero y estaré a tu lado. Si la mataste, creo… creo que puedo explicar las razones. No creo que haya sido culpa tuya. ¿Entiendes? Naturalmente, nunca se lo diría a la policía. Quedará entre tú y yo. Nadie sufrirá con ello. El asunto sería abandonado por falta de pruebas. Pero tengo que saberlo —Hizo hincapié en la última palabra.

Hester le miraba con los ojos muy abiertos, casi desenfocados.

—¿Qué quieres que te diga?

—Quiero que me digas la verdad.

—Crees que ya sabes la verdad, ¿no es eso? Crees que yo la maté.

—Hester, mi vida, no me mires de ese modo. —La cogió por los hombros y la sacudió suavemente—. Soy médico. Sé las razones que motivan estas cosas. Sé que las personas no siempre son responsables de sus actos. Te conozco muy bien, sé que eres dulce, encantadora y sana en lo esencial. Yo te ayudaré. Nos casaremos y entonces seremos felices. Nunca te sentirás perdida, abandonada ni tiranizada. Muchas veces las cosas que hacemos se basan en razones que la mayoría de la gente no comprende.

—Eso se parece mucho a lo que todos dijimos de Jacko, ¿no crees?

—Deja en paz a Jacko. Es en ti en quien estoy pensando. Te quiero muchísimo, Hester, pero necesito saber la verdad.

—¿La verdad?

Una sonrisa burlona apareció en el rostro de Hester.

—Por favor, corazón.

Hester volvió la cabeza y miró hacia arriba.

—Me llama Gwenda. Debe de ser hora de almorzar.

—¡Hester!

—Tengo que irme. ¿Me creerías si te dijera que no la maté?

—Claro que te creería.

—No lo creo.

Se apartó bruscamente de él y empezó a correr sendero arriba. Él hizo ademán de seguirla. Luego se contuvo.

—¡Maldita sea! —exclamó Donald Craig—. ¡Maldita sea!