1
El superintendente Huish los miró a todos con amabilidad y cortesía. Sus palabras tenían un tono persuasivo y también de disculpa.
—Sé que es muy doloroso para todos ustedes empezar otra vez con todo el asunto, pero no nos queda otro remedio. ¿Supongo que habrán visto la noticia? Venía en los periódicos.
—Un indulto —respondió Leo.
—La fraseología siempre irrita a la gente —comentó Huish—. Un anacronismo, como gran parte de la terminología legal. Pero su significado está bien claro.
—Significa que cometieron ustedes un error.
—Sí —Huish lo reconoció sencillamente—. Cometimos un error. —Y añadió después de una breve pausa—: Naturalmente, sin la declaración del doctor Calgary, era inevitable.
—Mi hijo les dijo, cuando lo arrestaron, que le habían llevado en coche.
—Sí, sí, nos lo dijo. Hicimos lo indecible por comprobarlo, pero no pudimos encontrar la menor confirmación de la historia. Me doy perfecta cuenta, Mr. Argyle, de que todo esto tiene que haberle causado mucha amargura. No voy a disculparme. El trabajo de la policía es reunir pruebas. Las pruebas son enviadas al acusador público y él decide si hay o no base para una acusación. En este caso, decidió que la había. Yo le ruego que olvide su resentimiento en la medida de lo posible y que vuelva otra vez sobre los hechos y las horas.
—¿De qué sirve eso ahora? —preguntó Hester, vivamente—. El que lo hizo, quienquiera que fuera, está a muchos kilómetros de aquí y nunca lo encontrarán.
El superintendente Huish se volvió a mirarla.
—Puede que no y puede que sí. Se sorprendería usted si supiera lo que tardamos a veces en coger a un hombre, incluso años. Con paciencia se llega al fin, con paciencia y conservando el ánimo.
Hester volvió la cabeza hacia otro lado y Gwenda se estremeció, como si un viento frío hubiera pasado por su cuerpo. Su viva imaginación percibió la amenaza que encerraban las suaves palabras del superintendente.
—Y ahora, por favor —añadió Huish, dirigiendo a Leo una mirada expectante—, empezaremos por usted, Mr. Argyle.
—¿Qué es exactamente lo que quiere usted saber? Tendrá usted mi declaración anterior, ¿no? Probablemente ahora no seré tan exacto. No es fácil recordar las horas con exactitud después del tiempo que ha pasado.
—Sí, nos damos cuenta de eso. Pero siempre queda la posibilidad de que surja algún detalle, algo que entonces pasó inadvertido.
—¿Y no es posible incluso —preguntó Philip— que pueda uno ver las cosas mejor, en su debida proporción, después de un lapso de varios años?
—Es posible que sí —contestó Huish, mirando a Philip con cierto interés.
«Un tipo inteligente —pensó—. Me gustaría saber si tiene ideas propias sobre el asunto».
—Bueno, Mr. Argyle, vamos a la relación de los hechos. ¿Habían tomado ustedes el té?
—Sí. El té se sirvió en el comedor a las cinco, como de costumbre. Todos lo tomamos allí, con excepción de Mr. y Mrs. Durrant. Mrs. Durrant subió el té para ella y para su marido a sus habitaciones.
—Entonces estaba todavía más inútil de lo que estoy ahora —comentó Philip—. Acababa de salir del hospital.
—Comprendo —Huish se dirigió de nuevo a Leo—. ¿Quiénes tomaron el té en el comedor?
—Mi mujer y yo, mi hija Hester, miss Vaughan y miss Lindstrom.
—¿Y después? Dígamelo usted con sus propias palabras.
—Después del té, volví aquí con miss Vaughan. Trabajábamos en un capítulo de mi libro sobre economía medieval. Mi esposa se fue a su despacho, que está en la planta baja. Como usted sabe, era una mujer muy activa. Estudiaba los planos de un campo de deportes que pensaba ofrecer al Ayuntamiento.
—¿Oyó usted llegar a su hijo Jacko?
—No. Es decir, no sabía que fuera él. Oí el timbre de la puerta principal, los dos lo oímos. No sabíamos quién era.
—¿Quién creyó usted que era, Mr. Argyle?
A Leo pareció divertirle un poco la pregunta.
—Estaba en el siglo XV en aquel momento, no en el XX. No pensé nada. Podía haber sido cualquiera. Mi esposa, miss Lindstrom, Hester y posiblemente alguna de las asistentes debían estar abajo. Nadie esperaba que yo atendiera la puerta.
—¿Y después?
—Nada. Hasta que vino mi esposa, mucho más tarde.
—¿A qué hora?
Leo frunció el entrecejo.
—La verdad es que no podría decírselo. Debo haberle dicho entonces lo que pensaba. Media hora no; más. Quizá tres cuartos de hora.
—Terminamos de tomar el té a las cinco y media —señaló Gwenda—. Creo que serían las siete menos veinte cuando Mrs. Argyle entró en la biblioteca.
—¿Y qué dijo?
Leo suspiró, antes de comentar de mala gana:
—¡Hemos hablado de esto tantas veces! Jacko había estado hablando con ella. Estaba metido en un lío y se había portado de un modo violento y ofensivo. Le había pedido dinero, manifestando que si no lo conseguía en seguida acabaría en la cárcel. Ella se había negado en firme a darle ni un penique. Estaba preocupada, no sabía si había hecho bien o mal.
—Mr. Argyle, ¿me permite que le haga una pregunta? ¿Por qué su esposa no le llamó cuando el muchacho pidió el dinero? ¿Por qué no se lo dijo hasta después? ¿No le pareció raro?
—No, en absoluto.
—Eso hubiera sido lo natural. ¿No estarían ustedes en malas relaciones?
—No, nada de eso. Sencillamente, mi mujer estaba acostumbrada a tomar por sí misma todas las decisiones prácticas. Con frecuencia me pedía antes mi opinión y generalmente me comentaba después las decisiones tomadas. Sobre este asunto en concreto ya habíamos hablado muy seriamente, sobre el problema de Jacko y la mejor conducta a seguir. Hasta entonces no habíamos tenido mucho éxito con el chico. Mi esposa había pagado sumas muy elevadas para protegerle de las consecuencias de sus actos. Decidimos que, si volvía a las andadas, sería mejor para Jacko dejarle que sufriera las consecuencias.
—¿Y sin embargo, estaba disgustada?
—Sí, estaba disgustada. Creo que si Jacko hubiera estado menos violento y amenazador, la resistencia de mi mujer se hubiera venido abajo y le hubiera ayudado una vez más. Pero con su actitud lo único que hizo fue afianzarla en su decisión.
—¿Ya se había marchado Jacko?
—Sí.
—¿Lo sabe usted por sí mismo o se lo dijo Mrs. Argyle?
—Me lo dijo ella. Dijo que se había marchado diciendo palabrotas y amenazándole con volver, y que había dicho que más le valía tener algún dinero preparado cuando él volviera.
—¿Le asustó a usted, esto es importante, la idea de que el chico volviera?
—De ningún modo. Estábamos acostumbrados a las muchas fanfarronadas de Jacko.
—¿No se le ocurrió que pudiera volver y atacarla?
—No. Ya se lo dije a usted entonces, me quedé atónito.
—Y parece que tenía usted razón —opinó Huish en voz baja—. No fue él quien la atacó. Cuando Mrs. Argyle le dejó, ¿qué hora era exactamente?
—Eso lo recuerdo bien. Lo hemos repetido infinidad de veces. Un poco antes de las siete, a eso de las siete menos siete minutos.
Huish se volvió a Gwenda Vaughan.
—¿Lo confirma usted?
—Sí.
—¿Y la conversación se desarrolló tal y como Mr. Argyle acaba de decir? ¿No puede usted añadir nada? ¿No ha olvidado mencionar nada, Mr. Argyle?
—Yo no oí toda la conversación. Después de decirnos Mrs. Argyle que Jacko había pedido dinero, consideré prudente marcharme, por si les resultaba embarazoso hablar libremente en mi presencia. Me fui a ese despacho. —Señaló una puerta situada al fondo de la biblioteca—. Es un cuarto pequeño donde escribo a máquina. Cuando oí salir a Mrs. Argyle, volví.
—¿Y eso fue a las siete menos siete minutos?
—Un poco antes de menos cinco, sí.
—¿Y después de eso, miss Vaughan?
—Le pregunté a Mr. Argyle si quería continuar trabajando, pero dijo que había perdido el hilo. Le pregunté si quería algo, pero me contestó que no. Entonces recogí mis cosas y me marché.
—¿La hora?
—Las siete y cinco.
—¿Bajó usted las escaleras y salió por la puerta principal?
—Sí.
—¿La sala de Mrs. Argyle estaba a la izquierda de la puerta principal?
—Sí.
—¿Estaba abierta la puerta?
—No estaba cerrada, estaba entreabierta unos treinta centímetros.
—¿No entró usted a despedirse?
—No.
—¿No solía usted hacerlo?
—No. Hubiera sido una tontería molestarla en su trabajo sólo para decirle adiós.
—Si hubiera entrado usted, puede que hubiera descubierto su cadáver.
Gwenda se encogió de hombros.
—Sí, me imagino que sí. Pero supongo… quiero decir que todos lo creímos así entonces… que había sido asesinada más tarde. Jacko apenas habría tenido tiempo para…
Se calló.
—Sigue usted razonando como si Jacko la hubiera matado. Pero no fue así. De modo que podía estar muerta, ¿no es verdad?
—Supongo que sí.
—¿Salió de aquí y fue usted directamente a su casa?
—Sí. La dueña de la casa habló conmigo cuando entré.
—Bien. ¿Y no vio a nadie por el camino, cerca de esta casa?
—Creo que no, no. —Gwenda frunció el entrecejo—. No puedo acordarme bien ahora. Hacía frío, era de noche y esta calle no tiene salida. Creo que no vi a nadie hasta que llegué a la taberna El León Rojo. Allí había varias personas.
—¿Pasó algún coche?
Gwenda pareció sobresaltarse ligeramente.
—Sí, sí, recuerdo que un coche me salpicó la falda. Tuve que quitarle la mancha de barro cuando llegué a casa.
—¿Qué clase de coche?
—No recuerdo. No me fijé. Pasó junto a la entrada de nuestra calle. Podía ir a cualquiera de las casas.
Huish se volvió hacia Leo.
—¿Dice usted que oyó un timbrazo en la puerta algún tiempo después de que su esposa saliera de la habitación?
—Bueno, me pareció oírlo. Nunca estuve muy seguro.
—¿A qué hora fue eso?
—No tengo ni idea. No miré el reloj.
—¿No pensó usted que podía ser su hijo Jacko que volvía?
—No pensé nada. Estaba trabajando otra vez.
—Otra cosa, Mr. Argyle. ¿Tenía usted idea de que su hijo estuviera casado?
—No tenía la menor idea.
—¿Tampoco lo sabía su madre? ¿No cree usted posible que ella lo supiera y no se lo hubiera dicho a usted?
—Estoy completamente seguro de que ella no tenía la menor idea de semejante cosa. Hubiera venido a decírmelo en seguida. Fue una sorpresa enorme para mí cuando al día siguiente se presentó su mujer. Apenas podía creer a miss Lindstrom cuando entró en esta habitación y dijo: «Hay una joven abajo, una chica que dice que es la mujer de Jacko. No puede ser cierto». Miss Lindstrom estaba muy afectada, ¿verdad Kirsty?
—No podía creerlo —contestó Kirsten—. Se lo hice decir dos veces y luego vine a contárselo a Mr. Argyle. Parecía increíble.
—Creo que estuvo usted muy amable con ella —le dijo Huish a Leo.
—Hice lo que pude. Se ha vuelto a casar, ¿sabe? Me alegro mucho. Su marido parece un muchacho agradable y formal.
Huish asintió. Luego se volvió hacia Hester.
—Bueno, miss Argyle, dígame otra vez lo que hizo aquel día después de tomar el té.
—No me acuerdo ya —respondió Hester enfurruñada—. ¿Cómo me voy a acordar? Han pasado dos años. Cualquiera sabe lo que hice.
—Creo que ayudó usted a miss Lindstrom a fregar los cacharros del té.
—Eso es —afirmó Kirsten—. Y después subiste a tu cuarto. Ibas a salir más tarde, ¿recuerdas? Ibas a ver Esperando a Godot en el teatro de Draimouth, una representación de aficionados.
Hester seguía sombría y sin querer colaborar.
—Lo tiene usted todo escrito —le dijo a Huish—. ¿Por qué continuar con todo eso?
—Porque nunca se sabe de dónde puede venir la ayuda. Vamos, miss Argyle, ¿a qué hora salió usted de esta casa?
—A las siete o algo así.
—¿Había oído usted el altercado entre su madre y su hermano Jacko?
—No, no oí nada. Estaba arriba.
—¿Pero vio usted a Mrs. Argyle antes de salir de casa?
—Sí. Necesitaba algún dinero. Estaba sin un penique y tenía que poner gasolina en el camino. De modo que, cuando estuve lista para salir, fui a ver a mi madre y le pedí algún dinero, sólo un par de libras, no necesitaba más.
—¿Y se las dio?
—Me las dio Kirsty.
Huish mostró cierta sorpresa.
—No recuerdo que figure eso en su anterior declaración.
—Bueno, pues eso es lo que ocurrió —replicó Hester en actitud de desafío—. Entré y le dije si me daba algún dinero, y Kirsten me oyó desde el vestíbulo y me gritó que ella tenía, que ella me lo daría. Kirsten también estaba a punto de salir. Y mamá dijo: «Sí, que te lo dé Kirsty».
—Estaba a punto de salir para el instituto femenino, con unos libros sobre arreglo de flores —explicó Kirsten—. Sabía que Mrs. Argyle estaba ocupada y que no quería que la molestaran.
—¿Qué importa quién me dio el dinero? —protestó Hester con voz dolida—. Usted quería saber cuándo vi viva a mi madre por última vez. Fue entonces cuando la vi. Estaba sentada delante de su mesa, examinando un montón de planos. Yo dije que quería dinero y entonces Kirsten gritó que ella me lo daba. Cogí el dinero de Kirsten, volví al cuarto de mi madre y le di las buenas noches. Ella me dijo que disfrutara con la obra y que condujera con cuidado. Siempre me lo decía. Entonces fui al garaje y saqué el coche.
—¿Y miss Lindstrom?
—Ah, se marchó tan pronto como me dio el dinero.
—Hester pasó con el coche cuando yo llegaba al final de la calle —añadió Kirsten rápidamente—. Debió salir detrás de mí. Subió la cuesta hacia la carretera principal, mientras yo iba hacia la izquierda, en dirección al pueblo.
Hester abrió la boca, como si fuera a hablar, y luego volvió a cerrarla.
Huish pensó por unos instantes: «¿Estaría Kirsten Lindstrom tratando de demostrar que Hester no había tenido tiempo de cometer el crimen? ¿No era posible que, en lugar de despedirse tranquilamente de Mrs. Argyle, Hester hubiera tenido una discusión con ella, una disputa, y que le hubiese dado un golpe?».
Suavemente, se volvió hacia Kirsten.
—Bueno, miss Lindstrom, vamos a ver qué recuerda usted.
Kirsten estaba nerviosa. Se retorcía las manos, incómoda.
—Tomamos el té. Recogimos el servicio. Hester me ayudó y luego se fue al piso de arriba. Entonces llegó Jacko.
—¿Le oyó usted?
—Sí. Yo le abrí la puerta. Dijo que había perdido la llave. Se fue directamente a ver a su madre. Así que entró y dijo: «Estoy en un lío. Tienes que sacarme de esto». No oí nada más. Me volví a la cocina. Había que preparar la cena.
—¿Le oyó usted marcharse?
—Sí, desde luego. Gritaba. Yo salí de la cocina. Estaba en el vestíbulo, muy enfadado, gritando que volvería y que más valía que su madre tuviera el dinero preparado, ¡porque si no…! Eso es lo que dijo: «¡Porque si no…!». Era una amenaza.
—¿Y después?
—Se marchó dando un portazo. Mrs. Argyle salió al vestíbulo. Se veía muy pálida y afectada. Me dijo: «¿Ha oído usted?». Le pregunté: «¿Está en un aprieto?». Ella asintió. Luego subió a la biblioteca, a ver a Mr. Argyle. Yo puse la mesa para la cena y luego me fui a cambiar para salir. El instituto femenino tenía al día siguiente un concurso de arreglo florales. Le habíamos prometido unos libros.
—Después de llevar los libros al instituto, ¿a qué hora volvió a casa?
—Alrededor de las siete y media. Entré con mi llave. Fui en seguida a la sala de Mrs. Argyle a darle las gracias en nombre del instituto y a entregarle una nota. Estaba delante de su mesa, con la cabeza entre las manos. Vi el atizador tirado en el suelo y los cajones del escritorio abiertos. Había entrado un ladrón, pensé. La habían atacado. Y tenía razón. Ya ve usted ahora cómo tenía razón. Fue un ladrón, alguien de fuera.
—¿Alguien a quien Mrs. Argyle dejó entrar?
—¿Por qué no? —replicó Kirsten en actitud de desafío—. Era buena, era muy buena siempre. Y no tenía miedo ni de las personas ni de las cosas. Además, no era como si estuviera sola en la casa. Había más gente: su marido, Gwenda, Mary. No tenía más que llamar.
—Pero no llamó —apuntó Huish.
—No, porque esa persona, quienquiera que fuera, debió contarle alguna historia verosímil. Siempre estaba dispuesta a escuchar. De modo que se sentó otra vez ante su mesa, a lo mejor para buscar el talonario de cheques, porque no sospechaba nada, y él tuvo oportunidad de coger el atizador y golpearla. Puede que no quisiera matarla. A lo mejor sólo quería aturdirla, buscar el dinero, las joyas y marcharse.
—No buscó mucho, sólo vació unos cuantos cajones.
—Quizás oyó ruidos en la casa o le fallaron los nervios. O a lo mejor se dio cuenta de que la había matado y, dominado por el pánico, se marchó corriendo.
Kirsten se echó hacia delante. Sus ojos tenían una expresión de miedo y de súplica al mismo tiempo.
—¡Tiene que haber sido así! ¡Tiene que haber sido así!
A Huish le interesó su insistencia. ¿Tenía miedo por ella misma? Podía haber matado a su señora y haber vaciado los cajones para dar verosimilitud a la idea de que se trataba de un ladrón. El informe médico había establecido que la muerte había ocurrido entre las siete y las siete y media, pero no había podido concretar más.
—Parece como si tuviera que haber sido así —concedió Huish en tono amable.
Un débil suspiro se escapó de los labios de Kirsten, Se volvió a sentar. Huish se dirigió a los Durrant.
—¿Ninguno de ustedes oyó nada?
—Nada.
—Yo subí una bandeja con el té —dijo Mary—. La habitación está bastante apartada del resto de la casa. Estuvimos allí hasta que oímos gritos. Era Kirsten. Acababa de encontrar el cadáver de mi madre.
—¿No salió usted de la habitación hasta ese momento?
—No. —Su límpida mirada se encontró con la del superintendente—. Estuvimos jugando al picquet.
Philip se preguntó por qué se sentía intranquilo. Polly estaba haciendo lo que él le había dicho que hiciera. Quizás era la perfección de su comportamiento, tranquila, sin prisas, que resultaba tan convincente.
«¡Polly, mi vida, eres una mentirosa fantástica!», pensó.
—Y yo, superintendente —dijo Philip—, era entonces, y lo sigo siendo, completamente incapaz de entrar o salir.
—Pero está usted mucho mejor, ¿no es así, Mr. Durrant? —manifestó el superintendente con su tono alegre—. Cualquier día lo tenemos andando otra vez.
—Va para largo.
Huish se volvió hacia los otros dos miembros de la familia, que hasta entonces no habían dicho palabra. Micky mantenía los brazos cruzados con una expresión un poco despectiva. Tina, pequeña y graciosa, recostada en su butaca, se fijaba de cuando en cuando en los rostros de los demás.
—Ya sé que ninguno de los dos estaba en la casa. Pero a lo mejor pueden refrescarme la memoria, diciéndome lo que hicieron aquella tarde.
—¿Necesita que le refresquen la memoria? —preguntó Micky, acentuando su expresión de desprecio—. Puedo repetirle mi discursito. Estaba probando un coche. Tenía un problema en el embrague. Lo probé a fondo durante un buen rato. Fui desde Drymouth hasta Minchin Hill, por Moor Road, y volví por Ipsley. Desgraciadamente, los coches son mudos y no pueden servir de testigos.
Tina había vuelto la cabeza. Miró directamente a Micky con el rostro inexpresivo.
—¿Y usted, miss Argyle? ¿Trabaja usted en la biblioteca de Redmyn?
—Sí. Cierra a las cinco y media. Hice algunas compras en High Street. Luego me fui a casa. Tengo un piso, más bien un pisito, en Morecombe Mansions. Me preparé la cena y disfruté de una agradable velada, escuchando música.
—¿No salió usted para nada?
—No, no salí —contestó Tina después de una brevísima pausa.
—¿Está usted completamente segura, miss Argyle?
—Sí. Estoy segura.
—Tiene usted coche, ¿verdad?
—Sí.
—Tiene una burbuja —manifestó Micky burlón.
—Sí, tengo una burbuja —replicó Tina, grave y sin perder la compostura.
—¿Dónde lo guarda?
—En la calle. No tengo garaje. Hay un callejón cerca de mi casa. Mucha gente aparca allí sus coches.
—¿Y no sabe usted nada que pueda ayudarnos?
El propio Huish no sabía por qué estaba insistiendo tanto.
—No creo que pueda decirle nada en absoluto.
Micky le dirigió una mirada rápida.
Huish suspiró.
—Me parece que no le hemos ayudado mucho, superintendente —opinó Leo.
—Nunca se sabe, Mr. Argyle. ¿Supongo que habrá observado usted una cosa rara en este asunto?
—¿Yo? Me parece que no sé a qué se refiere.
—El dinero —le explicó Huish—. El dinero que Mrs. Argyle sacó del banco, incluyendo aquel billete de cinco libras que llevaba escrito en el reverso «Sra. Blottleberry, Bangor Road 17». Uno de los puntos más importantes del caso era que ese billete y otros fueron encontrados en posesión de Jacko Argyle cuando le arrestaron. Juró que Mrs. Argyle le había dado el dinero, pero Mrs. Argyle les dijo categóricamente a usted y a miss Vaughan que ella no le había dado a Jacko dinero alguno. ¿Cómo consiguió entonces aquellas cincuenta libras? No pudo volver aquí, la declaración del doctor Calgary lo establece definitivamente. De modo que tenía que llevar el dinero cuando se marchó de aquí. ¿Quién se lo dio? ¿Se lo dio usted?
Se encaró con Kirsten Lindstrom, quien enrojeció, indignada.
—¿Yo? No, claro que no. ¿Cómo iba a dárselo yo?
—¿Dónde estaba guardado el dinero que Mrs. Argyle había sacado del banco?
—Solía guardarlo en un cajón de su escritorio.
—¿Cerrado?
Kirsten meditó un momento.
—Probablemente lo cerraba con llave antes de ir a acostarse.
Huish miró a Hester.
—¿Cogió usted el dinero del cajón y se lo dio a su hermano?
—Ni siquiera sabía que estaba allí. ¿Y cómo iba a cogerlo sin que mi madre lo supiera?
—Pudo haberlo cogido usted muy fácilmente cuando su madre subió a la biblioteca a hablar con su padre.
Huish se preguntaba si vería la trampa y la evitaría.
Hester cayó en la trampa.
—Pero Jacko ya se había marchado entonces. Yo… —Se interrumpió desconsolada.
—Ya veo que usted sabe cuándo se marchó su hermano —señaló Huish.
—Yo… yo lo sé ahora, no lo sabía entonces —replicó Hester rápida y vehemente—. Le digo que estaba arriba en mi cuarto. No oí nada en absoluto. Y además, no le hubiera dado a Jacko ningún dinero.
—Y yo le digo esto —proclamó Kirsten con el rostro rojo de indignación—. ¡Si yo le hubiera dado a Jacko algún dinero, hubiera sido dinero mío! ¡No lo hubiera robado!
—Estoy convencido de que no lo haría —manifestó Huish—. Pero ya ven ustedes dónde nos conduce esto. Mrs. Argyle, a pesar de lo que le dijo a usted —miró a Leo—, tuvo que darle el dinero.
—No puedo creerlo. ¿Por qué no me lo contaría, si lo había hecho?
—No sería la primera madre que fuera más blanda con su hijo de lo que quisiera reconocer.
—Se equivoca, Huish. Mi mujer nunca había sido amiga de huir de la realidad.
—Pues en esta ocasión, creo que lo hizo —afirmó Gwenda—. Tiene que haberlo hecho como dice el superintendente, es la única explicación.
—Después de todo —señaló Huish suavemente—, tenemos que considerar el asunto desde un punto de vista diferente. Cuando Jacko Argyle fue arrestado, creíamos que mentía, pero ahora sabemos que no mentía al decir que Calgary le había llevado en el coche, de modo que es de presumir que dijera también la verdad respecto al dinero. Dijo que su madre se lo había dado. Por consiguiente, es de suponer que así fue.
Se produjo un silencio embarazoso.
Huish se levantó.
—Bueno, muchas gracias. Por desgracia, el rastro está muy frío, pero nunca se sabe.
Leo le acompañó a la puerta. Cuando volvió, comentó suspirando:
—Bueno, se acabó. Por ahora.
—Para siempre —afirmó Kirsten—. Nunca sabrán la verdad.
—¿Y qué ganamos con eso? —exclamó Hester.
—Hijita, —su padre se acercó a ella—, tranquilízate. No te excites tanto. El tiempo todo lo cura.
—No todo. ¿Qué vamos a hacer? Dios mío, ¿qué vamos a hacer?
—Hester, ven conmigo —Kirsten le puso una mano en el hombro.
—No quiero ver a nadie.
Hester salió corriendo de la habitación. Un momento después, oyeron el portazo de la puerta principal.
—¡Todo esto no le hace ningún bien! —señaló Kirsten.
—Yo no creo que sea verdad, además —opinó Philip Durrant, pensativo.
—¿Qué es lo que no es verdad? —preguntó Gwenda.
—Que nunca sabremos la verdad. Me parece que empieza a barruntarse algo.
Su rostro de fauno, casi perverso, se iluminó con una sonrisa extraña.
—Por favor, Philip, ten cuidado —le advirtió Tina.
Él la miró sorprendido.
—Mi pequeña Tina, ¿qué sabes tú de todo esto?
—Quisiera —contestó Tina con voz muy clara y precisa— no saber nada.