CAPÍTULO XII

1

En su dormitorio inmaculado, Kirsten Lindstrom se arregló el pelo rubio grisáceo en dos trenzas poco favorecedoras y se preparó para irse a la cama.

Estaba preocupada y asustada.

A la policía no le gustaban los extranjeros. Llevaba en Inglaterra tantos años que casi no se sentía extranjera, pero la policía no sabía nada de eso.

Aquel doctor Calgary, ¿por qué había venido a darle un disgusto tan grande?

Se había hecho justicia. Pensó en Jacko y se repitió que se había hecho justicia.

Pensó en él desde la infancia, tal como lo había conocido.

¡Siempre, sí, siempre había sido un mentiroso y un fullero! ¡Pero tenía tal encanto, era tan simpático! Siempre se hacía perdonar. Siempre trataba una de librarle del castigo.

Mentía muy bien. Ésa era la horrible verdad. Mentía tan bien que una le creía, que no podía dejar de creerle. Jacko era malo y cruel.

¡El doctor Calgary creía saber lo que decía! ¡Pero el doctor Calgary estaba equivocado! ¡Sí, lugares, horas y coartadas! Jacko podía arreglar esas cosas muy fácilmente. Nadie conocía a Jacko como ella.

¿Le creería alguien si dijera cómo era Jacko en realidad? Y ahora, al día siguiente, ¿qué iba a ocurrir? La policía vendría a Sunny Point. Y todos estaban tan asustados, tan llenos de desconfianza. Se miraban unos a otros sin saber qué pensar.

Y ella los quería tanto a todos, tanto. Los conocía a todos mejor que nadie podía conocerlos. Mucho mejor que Mrs. Argyle. Porque Mrs. Argyle había estado ciega con un absorbente amor maternal. Eran sus hijos, siempre los había considerado como cosa suya. Pero Kirsten los había visto como personas, como eran en realidad, con todas sus virtudes y defectos. Si ella hubiera tenido hijos propios, no habría demostrado aquel cariño absorbente. Pero no era una mujer preeminentemente maternal. Su amor más grande hubiera sido para el marido que no había tenido.

No podía comprender a las mujeres como Mrs. Argyle, ¡loca por un montón de niños que no eran suyos y tratando a su marido como si no existiera! Y era un buen hombre, un hombre excelente, de los mejores. Desatendido, relegado a segundo término. Y Mrs. Argyle demasiado absorbida en sus cosas para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo delante de sus narices. La secretaria, una chica guapa y cien por cien femenina. Bueno, ¿no era demasiado tarde para Leo, o lo sería? ¿Se atreverían a casarse, ahora que desenterraban el asesinato, después de yacer tanto tiempo en la tumba?

Kirsten suspiró tristemente. ¿Qué iba a ocurrirles a todos? A Micky, que había alimentado aquel resentimiento tan profundo, casi patológico, contra su madre adoptiva. A Hester, insegura de sí misma, alocada, que había estado a punto de encontrar la paz y la seguridad con aquel joven médico, tan agradable y seguro. A Leo y Gwenda, que habían tenido motivos para desear la muerte de Mrs. Argyle y, había que reconocerlo, oportunidad de cometer el asesinato, como seguramente comprendían ellos muy bien. A Tina, suave y felina. A la egoísta y fría Mary, que nunca había demostrado sentir cariño por nadie hasta que se había casado.

Hubo un tiempo, pensó Kirsten, en que había sentido mucho afecto por su señora, mucha admiración. No podía recordar exactamente cuándo había empezado a despertarse su antipatía, cuando había empezado a juzgarla y a ver sus defectos. Tan segura de sí misma, tan benevolente y tiránica. Una especie de personificación de «Mamá tiene razón». ¡Y ni siquiera era madre! Si al menos hubiera tenido un hijo, puede que hubiera sido más humilde.

Pero ¿para qué seguir pensando en Rachel Argyle? Rachel Argyle estaba muerta.

Tenía que pensar en sí misma y en los demás.

Y en lo que podía ocurrir al día siguiente.

2

Mary Durrant se despertó sobresaltada.

Había soñado… soñado que era niña y estaba otra vez en Nueva York.

Qué extraño. Hacía años que no pensaba en aquellos días.

Era extraordinario que pudiera recordar algo. ¿Cuántos años tenía? ¿Cinco? ¿Seis?

Había soñado que la llevaban del hotel a su casa. Los Argyle embarcaban para Inglaterra y después de todo no la llevaban con ellos. Su corazón se llenó de ira y rabia durante un momento, hasta que se dio cuenta de que sólo se trataba de un sueño.

Había sido estupendo. La habían llevado en el coche.

Luego había subido en el ascensor del hotel hasta el piso dieciocho. Recordaba la amplia suite, el maravilloso cuarto de baño, el descubrimiento de las cosas que había en el mundo ¡para los ricos! Si pudiera quedarse allí, si pudiera tener todo aquello siempre.

En realidad, no había sido nada difícil. Lo único que hacía falta era aparentar cariño. Eso no le resultaba fácil, porque no era de natural cariñosa, pero había salido del paso. ¡Y allí estaba, con el porvenir resuelto! Unos padres ricos, vestidos, coches, barcos, aviones, criados que la servían, muñecas y juguetes caros. Era como un cuento de hadas.

Era una lástima que tuvieran que estar allí también todos aquellos otros niños. Cosas de la guerra, claro. ¿O hubiera sido igual, de todos modos? ¡Aquel insaciable amor maternal! La verdad es que no era natural. Era tan animal.

Siempre había sentido cierto desprecio por su madre adoptiva. Había sido estúpida al escoger a los niños que había escogido. ¡Los desheredados! ¡Uno con tendencias criminales, como Jacko! Una desequilibrada como Hester. Un salvaje como Micky. Y Tina, ¡una mestiza! No era de extrañar que todos hubieran salido mal. Aunque no los censuraba porque se hubieran rebelado. Ella también se había rebelado. Recordó su encuentro con Philip, el valiente piloto. Su madre había censurado sus relaciones. «Esos matrimonios precipitados. Espera hasta que se acabe la guerra». Pero no había querido esperar. Tenía una voluntad tan fuerte como la de su madre, y su padre la había apoyado. Se habían casado y la guerra había terminado poco tiempo después.

Había querido tener a Philip para ella sola, alejarse de la sombra de su madre. La había derrotado el Destino, no su madre. Primero el fracaso de las aventuras empresariales de Philip y luego aquel horrible golpe: la parálisis poliomielítica. En cuanto Philip salió del hospital, se fueron a Sunny Point. Parecía inevitable tener que quedarse allí definitivamente. El propio Philip parecía considerarlo así. Philip había gastado todos sus ahorros y la asignación de Mary era pequeña. Había pedido que se la aumentaran, pero le respondieron que quizá fuera conveniente vivir una temporada en Sunny Point. Pero Mary quería a Philip para ella sola, no quería que fuera el último de los «hijos» de Rachel Argyle. Ella no quería hijos, sólo quería a Philip.

Pero el propio Philip se había mostrado bien dispuesto a quedarse en Sunny Point. «Será más fácil para ti —había dicho—. Y unos que entran y otros que salen, siempre es divertido. Además, me gusta mucho la compañía de tu padre».

¿Por qué no quería estar solo con ella, del mismo modo que ella quería estar sola con él? ¿Por qué suspiraba por la compañía de otras personas, de su padre, de Hester?

Y Mary había sentido que le invadía una oleada de rabia impotente. Su madre, como siempre, se saldría con la suya.

Pero no se había salido con la suya, había muerto.

Y ahora, todo el asunto iba a ser desenterrado. ¿Por qué, señor, por qué?

¿Y por qué se ponía Philip tan difícil? Haciendo preguntas, tratando de descubrir cosas, metiéndose en lo que no era asunto suyo.

Poniendo trampas.

¿Qué clase de trampas?

3

Leo Argyle vio cómo la luz de la mañana llenaba lentamente la habitación de una tonalidad gris oscura.

Lo había pensado todo con mucho cuidado.

Veía con toda claridad lo que les esperaba a Gwenda y a él.

En la cama, repasó el asunto desde el punto de vista del superintendente Huish. Rachel había entrado y les había dicho lo de Jacko, su insolencia y sus amenazas. Gwenda se había retirado discretamente y él había tratado de animar a Rachel, le había dicho que había estado en su derecho al mostrarse firme, que no había servido de nada ayudarle otras veces, que, para bien o para mal, Jacko debía aceptar lo que se le avecinaba. Y se había marchado más tranquila.

Entonces Gwenda había vuelto a la biblioteca para recoger las cartas y había preguntado si quería algo, con un tono que expresaba mucho más que las palabras. Y él le había dado las gracias y le había dicho que no. Ella se despidió. Al salir de la habitación, había seguido a lo largo del pasillo y, en su camino hacia la puerta principal, había pasado por delante de la habitación donde estaba Rachel sentada ante su mesa. Salió de la casa sin que nadie la viera.

Él se había quedado solo en la biblioteca, y nadie podía confirmar que no había salido ni bajado a la habitación.

Los dos habían tenido la oportunidad de cometer el asesinato.

Y motivo, porque ya entonces estaba enamorado de Gwenda y Gwenda enamorada de él.

4

A un cuarto de milla de distancia, Gwenda estaba acostada, desvelada y sin poder llorar.

Con las manos crispadas, pensaba en cuanto había odiado a Rachel Argyle.

Y ahora, en la oscuridad, Rachel Argyle le decía: «Creías que podrías conseguir a mi marido cuando yo me muriera. Pues no puedes, no puedes. Nunca será tuyo».

5

Hester estaba soñando. Soñaba que estaba con Donald Craig y que él le había dejado de pronto al borde de un abismo. Llena de miedo, había gritado y, entonces, al otro lado del precipicio vio a Arthur Calgary, de pie, que le tendía las manos. «¿Por qué me has traído la desgracia?», le reprochó ella. «Pero si he venido a ayudarte», contestó él.

Y se despertó.

6

Tina respiraba suave y regularmente, acostada en el pequeño cuarto de invitados, pero el sueño no quería venir.

Pensaba en Mrs. Argyle sin gratitud ni resentimiento, sólo con cariño. Porque de Mrs. Argyle había recibido comida, cariño, juguetes y una vida cómoda. Había querido a Mrs. Argyle. Y sentía que se hubiera muerto.

Pero no era tan sencillo.

No le había importado cuando se trataba de Jacko.

Pero ¿y ahora?