CAPÍTULO XI

1

La noche cayó sobre Sunny Point. Al cobijo de sus paredes, siete personas se retiraron a descansar, pero ninguna de ellas durmió bien.

Philip Durrant, a partir de la enfermedad y de la pérdida de la actividad física, se recreaba cada vez más en la actividad intelectual. Dotado de una gran capacidad, se daba cuenta ahora de los recursos que la inteligencia le ofrecía. A veces se divertía prediciendo las reacciones ante ciertos estímulos de las personas que le rodeaban. Muchas veces, lo que decía o hacía no era natural, sino premeditado, dicho y hecho con el único fin de observar la reacción de alguien. Para él era un juego. Cuando acertaba la reacción, se apuntaba un tanto.

Como consecuencia de este pasatiempo se encontró, quizá por primera vez en su vida, con capacidad para distinguir las diferencias y las realidades de la personalidad humana.

Hasta entonces, las personas como tales, no le habían interesado mucho. La gente que le rodeaba o que le presentaban le gustaba o le desagradaba, le divertía o le aburría. Siempre había sido un hombre de acción, no un hombre de pensamiento. Había empleado su imaginación, muy fértil, en idear varios sistemas para hacer dinero. Todos estos sistemas eran buenos en esencia, pero habían fracasado por su falta absoluta de habilidad comercial. Había considerado a las personas como peones de un juego. Después, a partir de su enfermedad, apartado de su antigua vida activa, se vio obligado a considerar a las personas como eran realmente.

Había empezado en el hospital, donde, a falta de ocupación mejor, se había entretenido con los amoríos de las enfermeras, con las rivalidades secretas y con las pequeñas ofensas de aquel mundillo. Y esta ocupación fue convirtiéndose rápidamente en costumbre. Personas, eso era todo lo que la vida le ofrecía ahora. Sólo personas. Gente a la que podía estudiar, catalogar, cuyos secretos podía descubrir. Decidir por sí mismo qué es lo que les hacía reaccionar y comprobar si había acertado o no. Verdaderamente, podía ser muy interesante.

Aquella noche, sentado en la biblioteca, se había dado cuenta de lo poco que sabía en realidad sobre la familia de su mujer. ¿Cómo eran de verdad? Exteriormente los conocía muy bien, pero ¿cómo eran por dentro?

Era extraño lo poco que sabía uno de las personas. ¿Incluso de su propia mujer? Observó a Mary con expresión pensativa. ¿Qué sabía de Mary en realidad?

Se había enamorado de ella porque era guapa y su forma de ser calmada y formal. Además, tenía dinero, y eso también había que incluirlo. Se lo hubiera pensado mucho antes de casarse con una chica que no tuviera un penique. Todo le había parecido muy conveniente y se había casado con ella. La hacía rabiar, la llamaba Polly y disfrutaba viendo su expresión de desconcierto cuando decía bromas que ella no podía comprender. Pero ¿qué sabía de ella en realidad? ¿Qué sabía de lo que pensaba o sentía? Sabía, desde luego, que lo quería con un amor profundo y apasionado. Y al pensar en aquel amor, se removió en su asiento un poco incómodo, y encogió los hombros como si quisiera librarlos de un peso. Estaba muy bien aquel amor cuando podía librarse de él durante nueve o diez horas al día. Era agradable volver a casa y encontrarlo. Pero ahora estaba envuelto en ese amor, se sentía observado, cuidado, mimado. Le hacía a uno desear un poco de saludable abandono. Tenía que encontrar medios de evasión. Medios mentales, ya que no había posibilidad de otros. Tenía que evadirse a las regiones de la fantasía y la reflexión.

Reflexionar. Por ejemplo, sobre quien sería el responsable de la muerte de su suegra. No le había caído bien su suegra, y a la inversa. No había querido que Mary se casara con él (posiblemente, no hubiera querido que se casara con nadie), pero no había podido impedirlo. Él y Mary habían empezado su vida en común, felices e independientes, y luego las cosas empezaron a torcerse. Primero la compañía sudamericana, después Accesorios para Bicicletas, S. L. Buenas ideas ambas, pero se había equivocado al calcular el capital necesario, y luego la huelga de ferrocarriles en Argentina había venido a completar el desastre. Había sido todo cuestión de mala suerte, pero le parecía que, en cierto modo, Mrs. Argyle había sido la responsable. No había querido que triunfara. Después la enfermedad. Parecía como si la única solución fuera ir a vivir a Sunny Point, donde tenían la seguridad de ser bien recibidos. A él no le habría importado mucho. Un hombre inútil, un medio hombre, ¿qué más daba que estuviera en un sitio o en otro? Pero a Mary le había importado.

Bueno, no había sido necesario vivir permanentemente en Sunny Point. Mrs. Argyle había sido asesinada. Los administradores habían aumentado la asignación de Mary y se habían independizado de nuevo.

No había sentido gran cosa por la muerte de Mrs. Argyle. Hubiera sido más agradable, naturalmente, que hubiera muerto en su cama de pulmonía o algo por el estilo. Un asesinato era una cosa muy desagradable, con tanta publicidad y los titulares sensacionalistas. Sin embargo, dentro de lo que son los asesinatos, aquel había sido bastante satisfactorio, ya que era evidente que a la persona que lo había cometido le faltaba un tornillo y todo podía explicarse convenientemente en jerga psiquiátrica. Tampoco era hermano de Mary, sino uno de aquellos «hijos adoptivos», niños con lacras que, con frecuencia, acaban mal. Pero ahora las cosas no presentaban tan buen cariz. Al día siguiente, el superintendente Huish iba a interrogarlos, con su suave voz del oeste del país. Quizá fuera conveniente pensar en las respuestas.

Mary se cepillaba su larga melena rubia delante del espejo. Le irritó mucho su tranquilo y apacible alejamiento de las cosas.

—¿Tienes preparada tu historia para mañana, Polly?

Ella volvió hacia él su mirada atónita.

—Vendrá el superintendente Huish. Volverá a preguntarte todos tus movimientos en la noche del nueve de noviembre.

—Ah, sí. Hace tanto tiempo. Es muy difícil acordarse.

—Pero él se acuerda, Polly. Ésa es la cuestión. Él se acuerda. Todo está anotado en un bonito cuaderno de la policía.

—¿Sí? ¿Conservan esas cosas?

—¡Probablemente conservan todo por triplicado durante diez años! Bueno, la relación de tus movimientos es muy sencilla, Polly. No te moviste. Estabas aquí conmigo en esta habitación. Y yo en tu lugar no mencionaría que saliste de la habitación entre las siete y las siete y media.

—Sólo fui al lavabo —protestó Mary—. Todo el mundo necesita ir al lavabo.

—No mencionaste el hecho entonces. Lo recuerdo.

—Me olvidaría de hacerlo.

—Me pareció que a lo mejor era el instinto de conservación. En cualquier caso, recuerdo que te apoyé. Estuvimos aquí juntos, jugando al picquet, desde las seis y media hasta que Kirsten dio la voz de alarma. Eso es lo que dijimos y eso es lo que tenemos que mantener.

—Muy bien, mi vida —asintió Mary de un modo plácido y desprovisto de interés.

«¿Es que no tiene imaginación? —se preguntó Philip—. ¿No se da cuenta de los malos tragos que nos esperan?».

Se inclinó hacia delante.

—Es interesante, ¿sabes? ¿No te interesa saber quién la mató? Todos sabemos, Micky tenía razón en eso, que fue uno de nosotros. ¿No tienes interés en saber quién?

—No fuimos ni tú ni yo.

—¿Y eso es lo único que te importa? ¡Polly, eres maravillosa!

Ella enrojeció ligeramente.

—No veo que tenga nada de extraño.

—No, ya veo que no lo comprendes. Yo soy diferente. Yo tengo curiosidad.

—No creo que lleguemos a saberlo nunca. No creo que la policía llegue a saberlo nunca.

—Puede que no. Desde luego, no tiene casi nada en que fundarse. Pero nosotros no estamos en la misma situación que la policía.

—¿Qué quieres decir, Philip?

—Bueno, sabemos algunas interioridades. Conocemos por dentro a nuestro pequeño grupo, tenemos una idea bastante aproximada de cómo son. Por lo menos, tú deberías tenerla. Te has criado con todos ellos. Vamos a ver cuál es tu opinión. ¿Quién crees que fue?

—No tengo ni idea, Phil.

—Entonces, haz una conjetura.

—Prefiero no saber quién fue —replicó Mary vivamente—. Prefiero no pensar siquiera en ello.

—¿Avestruz?

—Francamente, no veo el objeto de hacer conjeturas. Es mucho mejor no saber nada. Entonces podremos continuar como antes.

—Ah, no, no podemos. En esto te equivocas, pequeña. La descomposición ha empezado ya.

—¿Qué quieres decir?

—Fíjate en Hester y en su novio, el formal doctor Donald. Buen chico, serio, preocupado. No cree realmente que haya sido ella, ¡pero no está seguro de que no haya sido! Y la mira ansioso cuando cree que ella no lo nota. Pero ella lo nota. ¡Ahí tienes! Puede que haya sido ella. Tú debes saberlo mejor que yo. Pero si no ha sido, ¿qué es lo que va a hacer con su novio? ¿Decir una y otra vez: «Por favor, créeme, yo no fui»? Eso es lo que hubiera dicho de todos modos.

—La verdad, Philip, creo que son imaginaciones tuyas.

, en cambio, no puedes imaginar nada, Polly. Luego fíjate en el pobre Leo. Las campanas de su boda con Gwen se alejan. La chica está disgustadísima. ¿No lo has notado?

—La verdad, no veo por qué papá quiere volverse a casar, ¡a su edad!

—¡Él sí lo ve! Pero ve también que cualquier sombra de amoríos entre él y Gwenda les proporciona a los dos un buen motivo para cometer al asesinato. ¡Difícil situación!

—¡Es absurdo pensar ni por un momento que papá hubiese asesinado a mamá! Esas cosas no pasan.

—Sí que pasan. Lee los periódicos.

—No les pasan a personas como nosotros.

—Los asesinatos no son privativos de una clase determinada, Polly. Luego está Micky. Algo le está consumiendo. Es un chico extraño y amargado. Tina parece a salvo, tranquila, impasible. Pero tiene una cara que no dice nada. Luego está la pobre Kirsty.

El rostro de Mary se animó un poco.

—¡Eso podría ser una solución!

—¿Kirsty?

—Sí. Después de todo es extranjera. Y creo que tiene dolores de cabeza muy fuertes desde hace un año o dos. Parece mucho más probable que haya sido ella que uno de nosotros.

—Pobre desgraciada. ¿No ves que eso es lo que se está diciendo a sí misma? ¿Que todos nos pondremos de acuerdo para creer que ha sido ella? Porque nos conviene. Porque no pertenece a la familia. ¿No has visto esta noche lo preocupada que estaba? Y se encuentra en la misma posición de Hester. ¿Qué puede decir o hacer? Decirnos a todos: «¡Yo no maté a mi amiga y señora!». ¿Qué peso puede tener esa afirmación? Puede que para ella sea peor que para los demás. Porque está sola. Estará repasando cada palabra dicha, cada mirada irritada dirigida a tu madre, pensando que la recordaremos y la utilizaremos contra ella, impotente para probar su inocencia.

—¿Por qué no te tranquilizas, Phil? Después de todo, ¿qué podemos hacer nosotros?

—Sólo trato de descubrir la verdad.

—No es posible.

—Puede que haya ciertos medios. Me gustaría mucho probarlo.

Mary parecía incómoda.

—¿Qué medios?

—Decir cosas, observar cómo reaccionan las personas. Podría uno pensar en algo que tuviera un significado para el culpable, pero que no significara nada para el inocente. —Se calló, dándole vueltas en la cabeza a sus ideas. Luego miró a su mujer—. ¿No quieres ayudar a los inocentes, Mary?

—¡No! —La palabra salió como una explosión. Se acercó a él y se arrodilló junto a la silla—. No quiero que te mezcles en todo eso, Phil. No empieces a decir cosas y a poner trampas. Deja en paz el asunto. Por amor de Dios, ¡déjalo en paz!

Phil enarcó las cejas.

—¡Vaya, vaya! —Y posó una mano en la cabeza dorada.

2

Michael Argyle, sin poder conciliar el sueño, tenía la vista fija en la oscuridad.

Su mente daba vueltas y más vueltas, como una ardilla en su jaula, pensando en el pasado. ¿Por qué no podía dejarlo atrás? ¿Por qué tenía que arrastrar el pasado a lo largo de toda su vida? Después de todo, ¿qué importaba? ¿Por qué tenía que recordar tan claramente la habitación caliente y alegre, y cómo le llamaban ««nuestro Micky»? ¡Que divertido era corretear por las calles, con pandillas de chiquillos! Su madre, con su cabeza dorada (tinte barato, pensó, con sus conocimientos de adulto), sus repentinas furias, cuando le zurraba (la ginebra, claro) y su alegría desenfrenada cuando estaba de buen humor. ¡Aquellas deliciosas cenas de pescado frito y patatas! Su madre cantaba baladas sentimentales. Algunas veces iban al cine. Claro que siempre estaba alguno de los «tíos». Así era como Micky tenía que llamarlos siempre. Su propio padre se había marchado antes de que tuviera edad suficiente para recordarlo. Pero su madre no hubiera consentido que el «tío» de turno le pusiera la mano encima. «Deja en paz a nuestro Micky», decía.

Luego había venido la excitación de la guerra. Esperando a los bombarderos de Hitler, las falsas alarmas, las sirenas. Bajaban al metro y pasaban allí las noches. ¡Qué divertido! Estaba allí todo el barrio, con los bocadillos y las botellas de limonada. Los trenes pasaban durante toda la noche. ¡Aquella sí que era vida! ¡En medio del jaleo!

Después había venido aquí, al campo. ¡Un lugar tranquilo y aburrido, donde no ocurría nada!

«Volverás cuando todo se acabe, cariño», había dicho su madre, pero lo había dicho como si no fuera del todo cierto. No parecía que le hubiera disgustado su marcha. ¿Y por qué no le había acompañado? Muchos de los chicos de la calle habían sido evacuados con sus madres. Pero su madre no había querido ir. Se iba al norte (con el tío de turno, el tío Harry), a trabajar en una fábrica de municiones.

Debía de haberse dado cuenta de que su madre no le quería, a pesar de su afectuosa despedida. La ginebra era lo único que le importaba, la ginebra y los «tíos».

Y él había vivido en Sunny Point, cautivo, prisionero, comiendo comidas insípidas, a las que no estaba acostumbrado, acostándose (¡increíble!) a las seis de la tarde, después de una cena absurda, consistente en leche y galletas (¡leche y galletas!), llorando en la cama, sin poder dormir, con la cabeza metida debajo de las mantas, llorando por su madre y por su casa.

¡La culpa la tuvo aquella mujer! Lo había atrapado y no quiso dejarle marchar. Mucha palabrería sentimentaloide y juegos estúpidos. Esperaba algo de él, algo que él había decidido no darle. No importaba. Esperaría. ¡Tendría paciencia! Y un día, ¡qué maravilloso día!, volvería a casa. Volvería a callejear con los chicos, a los estupendos autobuses rojos, al Metro, al pescado frito y patatas, al tráfico y a los gatos del barrio. Repasó con añoranza todo el catálogo de placeres. Tenía que esperar. La guerra no iba a durar siempre.

Allí estaba él, metido en aquel sitio estúpido, mientras las bombas caían por todo Londres y medio Londres estaba ardiendo. ¡Huy! Vaya hogueras que habría: gente que moría y casas que se derrumbaban.

En su cabeza lo veía en glorioso tecnicolor.

No importaba. Cuando se acabara la guerra, volvería con su madre. Se extrañaría mucho de ver cuánto había crecido.

En la oscuridad, Micky Argyle suspiró profundamente.

La guerra había terminado. Habían derrotado a Hitler y a Mussolini. Algunos de los niños volvían a sus casas. Ya faltaba poco. Y entonces, Ella había vuelto a Londres y había dicho que se iba a quedar en Sunny Point y que iba a ser su hijito.

Él había dicho: «¿Dónde está mamá? ¿La mató una bomba?».

Si la hubiera matado una bomba… bueno, no hubiera sido tan malo. A las madres de otros chicos les había ocurrido.

Pero Mrs. Argyle dijo que no había muerto. Pero tenía que hacer un trabajo muy difícil y no podía atender a un niño, cosas de ese tipo, dorándole la píldora con palabras vacías de significado.

Su madre no le quería, no quería que volviera. Tenía que quedarse allí, para siempre.

Después de eso, había comenzado a espiar, en un intento de escuchar algo que aclarara el misterio y, por fin, oyó algo, un trozo de conversación entre Mrs. Argyle y su marido: «Encantada de librarse de él… completamente indiferente» y algo sobre cien libras. Entonces supo que su madre lo había vendido por cien libras.

¡Nunca pudo sobreponerse a la humillación y el dolor que sintió! ¡Y Ella lo había comprado! La vio como la personificación del poder, alguien contra quien él, con sus escasas fuerzas, no podía. Pero crecería, algún día sería fuerte, sería un hombre. Y entonces la mataría.

Una vez tomada esta resolución, se sintió mejor.

Las cosas mejoraron cuando fue al colegio. Pero odiaba las vacaciones por culpa de Ella. Siempre arreglándolo todo, haciendo planes, colmándole de regalos. Estaba desconcertada, viéndole tan poco efusivo. No podía resistir que Ella le besara, y había disfrutado desbaratando los estúpidos planes que forjaba para él. ¡Trabajar en un banco! ¡En una compañía petrolera! Desde luego, no. Buscaría un trabajo por sí mismo.

Cuando estaba en la universidad, trató de seguir la pista a su madre. Se enteró de que había muerto hacía varios años en un accidente de automóvil, con un hombre que conducía completamente borracho.

¿Por qué no olvidarlo todo entonces? ¿Por qué no pasarlo bien y vivir la vida? No sabía por qué, pero no podía hacerlo.

Y ahora, ¿qué iba a ocurrir ahora? Ella estaba muerta, ¿no? Creía que le había comprado por cien miserables libras. Creía que podía comprarlo todo, casas, coches e hijos, porque no podía tenerlos. ¡Se creía Dios Todopoderoso!

Pues no lo era. Un golpe en la cabeza con un atizador ¡y se convirtió en un cadáver como cualquier otro! (Como el cadáver de melena dorada del accidente de la carretera del norte).

Ella estaba muerta, ¿verdad? ¿Por qué preocuparse?

¿Qué era lo que pasaba? ¿Era que no podía seguir odiándola porque estaba muerta?

De modo que la muerte le hacía a uno así.

Se sintió perdido sin su odio, perdido y asustado.