1
Hester Argyle se miraba al espejo. En su mirada había poca coquetería. Era un interrogatorio ansioso respaldado por la humildad de quien ha estado verdaderamente seguro de sí mismo. Se apartó el pelo de la frente, lo echó hacia un lado y frunció el entrecejo, estudiando el resultado. Luego, al aparecer un rostro detrás del suyo en el espejo, se sobresaltó, retrocedió y se volvió rápidamente, llena de recelo.
—¡Ah! —exclamó Kirsten—. ¡Tienes miedo!
—¿Qué quieres decir con eso, Kirsty?
—Me tienes miedo. Crees que he venido por detrás sin hacer ruido y a lo mejor te voy a dar un golpe.
—Kirsty, no seas tonta. ¿Cómo voy a creer semejante cosa?
—Sí que lo creíste. Y además, tienes razón en pensar estas cosas. En mirar a las sombras y sobresaltarte cuando ves algo que no comprendes bien. Porque en esta casa hay algo que me da miedo. Ahora lo sabemos.
—De todos modos, Kirsty querida, no tengo por qué tener miedo de ti.
—¿Cómo lo sabes? Hace poco leí en el periódico el caso de una mujer que vivió con otra durante años y luego, un día, de pronto, la mató. La estranguló y trató de arrancarle los ojos. ¿Por qué? Porque le dijo a la policía, con un tono muy dulce, que desde hacía tiempo sabía que el diablo vivía en aquella mujer. ¡Había visto al diablo asomándose a los ojos de la otra y comprendió que tenía que ser fuerte y valiente y matar al diablo!
—Ah, sí, ya lo recuerdo. Pero aquella mujer estaba loca.
—Ella no sabía que estaba loca. Y a los que vivían cerca de ella no les parecía loca, porque nadie sabía lo que pasaba en su pobre mente extraviada. Y eso mismo te digo a ti, tú no sabes lo que pasa en mi cabeza. Puede que esté loca. Puede que un día haya mirado a tu madre y pensado que era el Anticristo y la haya matado.
—Pero Kirsty, ¡qué tontería! ¡Qué tontería más grande!
Kirsten Lindstrom suspiró y se sentó.
—Sí, es una tontería. Le tenía mucho cariño a tu madre. Siempre había sido buena conmigo. Pero lo que estoy tratando de decirte, Hester, y lo que tienes que comprender y creer es que no debes considerar como una tontería a nada ni a nadie. No debes confiar en mí ni en nadie.
Hester se volvió a mirar a la otra mujer.
—Me parece que estás hablando en serio.
—Muy en serio. Todos tenemos que ponernos serios y exponer las cosas claramente. Es inútil pretender que aquí no ha pasado nada. Aquel hombre que vino aquel día ojalá no hubiera venido, pero vino, y ahora creo que ha quedado bien claro que Jacko no era un asesino. Muy bien, entonces otro tiene que ser el asesino, y ese otro tiene que ser uno de nosotros.
—No, Kirsty, no. Pudo haber sido alguien que…
—¿Alguien qué…?
—Alguien que quisiera robar algo o que tuviera algún antiguo resentimiento contra mamá por alguna razón.
—¿Crees que tu madre hubiera dejado entrar a alguien?
—Puede que sí. Ya sabes cómo era. Si vino alguien contándole desgracias, si alguien le habló de algún niño que no estaba bien atendido o que era maltratado, ¿no crees que mamá hubiera dejado entrar a esa persona, la hubiera llevado a su cuarto y escuchado lo que tenía que decir?
—Me parece muy poco razonable. Al menos, me parece improbable que tu madre se sentara ante su mesa, dejara que esa persona cogiera el atizador y le golpeara en la nuca. No, estaba tranquila, confiada, con alguien a quien conocía.
—¡Por favor, Kirsty! —gritó Hester—. Por favor, prefiero que no sigas. ¡Lo pones todo tan cerca!
—Porque así es como está. No, no voy a decir nada más ahora, pero ya te he advertido de que aunque creas que conoces bien a una persona, aunque creas que puedes confiar en ella, no puedes estar segura. Así que ponte en guardia. En guardia conmigo, con Mary, con tu padre, con Gwenda Vaughan, con todos.
—¿Cómo puedo continuar viviendo así, sospechando de todos?
—Si quieres seguir mi consejo, lo mejor es que te marches de esta casa.
—Ahora no puedo.
—¿Por qué no? ¿Por el joven doctor?
—No sé qué quieres decir. —El rubor encendió las mejillas de Hester.
—Quiero decir el doctor Craig. Es un joven muy agradable. Buen médico, amable y concienzudo. Podía haber escogido peor. Pero, de todos modos, creo que sería mejor que te marcharas de aquí.
—¡Todo eso son tonterías! —gritó Hester irritada—. ¡Tonterías, tonterías, tonterías! ¡Ay, ojalá no hubiera venido el doctor Calgary!
—Sí, ojalá. Yo siento lo mismo, con todo mi corazón.
2
Leo Argyle firmó la última de las cartas que Gwenda Vaughan había colocado ante él.
—¿Ésta es la última?
—Sí.
—Hoy no ha estado mal.
Después de uno o dos minutos, cuando acabó de sellar y ordenar las cartas, Gwenda preguntó:
—¿No es hora ya de que hagas aquel viaje al extranjero?
—¿Viaje al extranjero?
Leo Argyle lo dijo de un modo muy vago.
—Sí —insistió Gwenda—. ¿No te acuerdas de que ibas a ir a Roma y a Siena?
—Ah, sí, sí, es cierto.
—Ibas a ver en los archivos aquellos documentos de que te habló el cardenal Massilini.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Quieres que reserve un billete de avión o prefieres ir en tren?
Leo la miró como si volviera de muy lejos y sonrió débilmente.
—Parece que tienes muchos deseos de librarte de mí, Gwenda.
—No, no, cariño, no es eso.
Gwenda se acercó corriendo y se arrodilló a su lado.
—No quiero que me dejes nunca, nunca. Pero… creo que… bueno, creo que sería mejor que te marcharas de aquí después… después…
—¿Después de lo que ocurrió la semana pasada? —dijo Leo—. ¿Después de la visita del doctor Calgary?
—Preferiría que no hubiera venido. Preferiría que las cosas hubieran quedado como estaban.
—¿Y que Jacko continuara condenado injustamente por algo que no cometió?
—Podía haberlo hecho. Podía muy bien haberlo hecho, y creo que si no lo hizo fue por pura casualidad.
—Es raro —manifestó pensativo—. Yo nunca pude creer realmente que lo hubiera hecho. Como es natural, tuve que rendirme ante la evidencia, pero me parecía tan extraño, tan ilógico.
—¿Por qué? Siempre había tenido un carácter terrible, ¿no?
—Sí, sí, claro. Atacaba a otros niños, generalmente a niños más pequeños que él. Nunca creí que atacara a Rachel.
—¿Por qué no?
—Porque le tenía miedo. Era demasiado autoritaria, y Jacko lo percibía, como todos.
—¿Pero no crees que fue precisamente por eso por lo que… quiero decir…? —De pronto se calló.
Leo la miró con expresión interrogante. En su mirada había algo que hizo enrojecer a Gwenda. Dio media vuelta, se dirigió a la chimenea y se arrodilló ante ella, acercando las manos al fuego. «Sí —pensó—, ya lo creo que Rachel era muy autoritaria. Estaba tan satisfecha de sí misma, tan segura en su papel de abeja reina, mandándonos a todos. ¿No es eso bastante para que uno deseara coger el atizador, golpearla y hacerla callar para siempre? Rachel siempre tenía razón, Rachel siempre sabía mucho más que nadie, Rachel siempre se salía con la suya».
Se levantó bruscamente.
—Leo. ¿No podríamos… no podríamos casarnos antes, en lugar de esperar hasta marzo?
Leo la miró. Guardó silencio un momento.
—No, Gwenda, no. No creo que fuera conveniente.
—¿Por qué no?
—Creo que no es aconsejable precipitarse.
—¿Qué quieres decir?
Gwenda se acercó a él para arrodillarse de nuevo a su lado.
—Leo, ¿qué quieres decir?
—Querida, sólo creo, como he dicho, que no debemos precipitarnos.
—¿Pero nos casaremos en marzo, como habíamos pensado?
—Espero que sí. Sí, espero que sí.
—Hablas como si no estuvieras muy seguro. Leo, ¿es que ya no me quieres?
—Querida —Leo puso las manos en los hombros de ella—, claro que te quiero. Lo eres todo para mí.
—Entonces…
—No —dijo Leo levantándose—. No, todavía no. Tenemos que esperar. Tenemos que estar seguros.
—¿Seguros de qué?
Él no contestó.
—No creerás… —vaciló ella—… No es posible que creas…
—No, no creo nada.
La puerta se abrió y Kirsten Lindstrom entró con una bandeja, que colocó en la mesa.
—Aquí tiene el té, Mr. Argyle. ¿Traigo otra taza para usted, Gwenda, o lo toma abajo con los demás?
—Bajaré al comedor. Me llevo estas cartas. Tienen que salir hoy.
Recogió las cartas que Leo acababa de firmar con manos un poco inseguras y salió de la habitación. Kirsten Lindstrom la siguió con la mirada. Luego se volvió a mirar a Leo.
—¿Qué le ha hecho usted? ¿Qué le ha hecho usted para disgustarla?
—Nada —contestó Leo con voz cansada—. Nada en absoluto.
Kirsten se encogió de hombros. Luego, sin más palabras, salió de la habitación. Pero, aunque no dijo nada más, Leo adivinó su reproche. Suspiró, recostándose en su butaca. Se sentía muy cansado. Sirvió el té, pero no lo tomó. Se quedó allí, sentado, mirando sin ver, con la mente en el pasado.
El club que evocaba estaba en el East End de Londres. Era allí donde había conocido a Rachel Konstam. La veía claramente, con los ojos de la mente. Una muchacha de estatura mediana y figura maciza, que llevaba vestidos muy caros, cosa que él no había podido apreciar en el momento, pero los llevaba sin gracia. Una joven de cara redonda, seria, afectuosa, con una vehemencia y una ingenuidad que le habían atraído. ¡Había tanto que hacer, había tantas cosas que valía la pena hacer! Había hablado con un entusiasmo un poco incoherente y había conmovido el corazón de Leo. Porque él también pensaba que había mucho que hacer, mucho que valía la pena hacer, aunque su disposición natural hacia la ironía le hacía dudar de que las cosas que valía la pena hacer alcanzaran siempre el éxito que debían alcanzar. Pero Rachel no dudaba. Si hacías esto y lo otro, dotando a ésta o a aquella institución, los resultados beneficiosos se producirían automáticamente.
Nunca había tenido en cuenta, ahora lo veía, la naturaleza humana. Las personas habían sido siempre para ella casos, problemas que había que resolver. Nunca había comprendido que cada ser humano es diferente, reacciona de un modo distinto, tiene su propia idiosincrasia. Leo le había dicho que no esperara demasiado. Pero ella había esperado siempre demasiado, aunque se había apresurado a negar que lo hiciera. Siempre había esperado demasiado y, por eso, siempre se había llevado desilusiones. Leo había tardado muy poco en enamorarse de ella y se llevó una agradable sorpresa al saber que sus padres eran muy ricos.
Habían hecho planes para vivir una vida llena de pensamientos elevados y no precisamente muy sencilla. Pero Leo veía ahora claramente lo que le había atraído de ella más que nada: su corazón apasionado. Pero, y eso fue lo trágico, aquella pasión no iba dirigida a él. Le había querido, sí. Pero lo que en realidad quería de él y de la vida eran hijos. Y los hijos no habían venido.
Habían visitado muchos médicos, médicos respetables, médicos desacreditados e incluso curanderos y, al final, tuvo que aceptar el veredicto: nunca podría tener hijos. Leo lo había sentido por ella, lo había sentido mucho, y había accedido de muy buen grado a la proposición de su esposa de adoptar un niño. Estaban ya en tratos con varias sociedades cuando, durante una visita a Nueva York, su coche había atropellado a una niña que escapaba de una casa, en uno de los barrios pobres de la ciudad.
Rachel había saltado del coche para correr y arrodillarse en la calle junto a la niña, que no estaba herida, sino sólo magullada. Era una niña muy guapa, de cabello dorado y ojos azules. Rachel había insistido en llevarla a un hospital, para asegurarse de que no tenía lesión alguna. Se había entrevistado con los parientes de la niña, una tía de aspecto desaliñado y el tío, a todas luces un borracho. Era evidente que no le tenían cariño a la niña, a la que habían llevado a vivir con ellos al morir los padres de la pequeña. Rachel había propuesto que la niña fuera a pasar unos días con ellos y la mujer había aceptado con presteza. «Aquí no puedo atenderla como es debido», les dijo.
Y se habían llevado a Mary a la suite que ocupaban en el hotel. A la niña le había gustado mucho la cama blanda y el lujoso cuarto de baño. Rachel le había comprado ropa nueva. Y llegó el momento en que la niña había dicho: «No quiero ir a casa. Quiero quedarme aquí, contigo».
Rachel había mirado a Leo, lo había mirado con un anhelo y un gozo apasionados.
«Vamos a quedarnos con ella —le dijo tan pronto como estuvieron a solas—. Lo podremos arreglar fácilmente. La adoptaremos y será nuestra propia hija. Esa mujer se quedará encantada de librarse de ella».
Él había aceptado de buen grado. La niña parecía tranquila y dócil y se portaba bien. Era evidente que no sentía el menor cariño por sus tíos. Si eso hacía feliz a Rachel, adelante. Consultaron abogados, firmaron papeles y, a partir de entonces, Mary O'Shaughnessy se convirtió en Mary Argyle y embarcó con ellos hacia Europa. Leo había creído que, por fin, la pobre Rachel sería feliz. Lo había sido. Con una felicidad agitada, casi febril, mimando a Mary y colmándola de juguetes caros. Mary lo había aceptado todo plácida, dulcemente. Y, sin embargo, pensó Leo, siempre había habido algo que le había inquietado un poco: la indiferencia con que la niña aceptaba lo que se le daba, su absoluta falta de nostalgia por su casa y su familia. El verdadero afecto, pensaba Leo, vendría después, porque de momento no veía la menor muestra de cariño. Aceptaba los bienes que se le hacían y disfrutaba de las cosas que se le daban. ¿Pero cariño por su madre adoptiva? No, eso no lo había visto.
Fue a partir de entonces, pensó Leo, cuando, sin saber cómo, se había encontrado relegado a un segundo término en la vida de Rachel Argyle. Era una mujer que por naturaleza tenía mucho más de madre que de esposa. Al tener a Mary fue como si sus ansias maternales, en lugar de satisfacerse, hubieran sido estimuladas. Una niña no era suficiente para ella.
Desde entonces, todo lo que hacía tenía relación con niños. Dedicaba todo su interés a los orfanatos, a los niños inválidos, a los niños atrasados, a los espásticos y a los tullidos. Siempre niños. Era admirable, pero esas actividades habían llegado a ser el centro de la vida de Rachel.
Poco a poco, Leo empezó a dedicarse a sus propias actividades. Empezó a profundizar más en los antecedentes históricos de la economía, que siempre le habían interesado. Cada vez se encerró más en su biblioteca. Se dedicaba a la investigación y a escribir monografías con elegante estilo. Su esposa, atareada, feliz y llena de celo, llevaba la casa y ampliaba sus actividades. Él era cortés y complaciente. «Esa es una idea muy buena, querida —la animaba—. Sí, sí, yo la llevaría adelante». En algunas ocasiones, se deslizaba una palabra de advertencia: «Supongo que examinarás muy bien la proposición antes de comprometerte. No debes dejarte arrastrar».
Ella continuaba consultándole, pero algunas veces lo hacía por pura fórmula. Según iba pasando el tiempo, se hacía más autoritaria. Ella sabía lo que convenía, ella sabía lo que estaba bien.
Leo había dejado de hacer sus escasos comentarios o advertencias.
Rachel, pensaba, no necesitaba ayuda, no necesitaba su amor. Era feliz y desplegaba una actividad terrible.
A pesar de sentirse dolido, experimentaba compasión por ella. Era como si supiera que el camino que seguía podía resultar peligroso.
Al estallar la guerra en 1939, las actividades de Mrs. Argyle se vieron automáticamente redobladas. Decidió abrir un asilo para los niños de los barrios pobres de Londres y se puso en contacto con muchas personas influyentes de la capital. El ministerio de Sanidad estaba muy bien dispuesto a colaborar, y Rachel había encontrado una casa adecuada para su propósito. Una casa recién construida, moderna, en un lugar de Inglaterra donde la posibilidad de un bombardeo era remota. Allí podía alojar hasta dieciocho niños, entre dos y siete años. Los niños procedían no únicamente de hogares pobres, sino también de hogares desgraciados. Eran huérfanos o hijos ilegítimos, cuyas madres no estaban dispuestas a ser evacuadas y que estaban cansadas de ocuparse de ellos. Niños de hogares donde habían sido maltratados o desatendidos. Tres o cuatro de los niños eran tullidos. Además de los trabajadores domésticos, contrató los servicios de una masajista sueca y de dos enfermeras diplomadas con mucha experiencia, para que se hicieran cargo de los tratamientos ortopédicos. Todo el plan fue realizado sin reparar gastos. En una ocasión, Leo le había reconvenido: «No debes olvidar, Rachel, que los niños tendrán que volver al ambiente de donde los hemos sacado. No hagas que les resulte demasiado difícil». Ella había contestado con vehemencia: «Nada es demasiado para esos chiquitines. ¡Nada!».
«Sí, pero tienen que volver, recuérdalo», insistió él.
Pero ella había desechado la cuestión: «Quizá no sea necesario. Puede… bueno, ya veremos».
Pronto las exigencias de la guerra introdujeron cambios. Las enfermeras, molestas por tener que atender a niños completamente sanos cuando había tanto trabajo de verdad que hacer, tenían que ser reemplazadas con frecuencia. Al final, una enfermera de mediana edad y Kirsten Lindstrom fueron las únicas que se quedaron. Las sirvientas también se fueron y Kirsten Lindstrom había decidido ayudar en ese terreno. Trabajó con gran devoción y generosidad.
Y Rachel Argyle había estado ocupada y feliz. Desde luego, hubo algunos momentos de desconcierto. Un día Rachel, extrañada de ver cómo el pequeño Micky perdía peso y no tenía apetito, había llamado al médico. El doctor no pudo encontrar nada anormal en el niño, pero insinuó a Mrs. Argyle que quizá sintiera nostalgia de su hogar. Ella había rechazado la idea: «¡Imposible! No sabe usted de qué clase de casa viene. Le pegaban, le maltrataban. Debe haber sido un infierno para él». El doctor MacMaster le respondió: «De todos modos, no me extrañaría. Lo que hay que hacer es conseguir que hable».
Y un día Micky habló. Sollozando en su cama, había gritado, apartando a Rachel con sus pequeños puños: «Quiero irme a mi casa. Quiero irme a mi casa, con mamá y con Ernie».
Rachel se disgustó mucho, apenas podía creerlo. «Es imposible que quiera volver con su madre —dijo—. A ella no le importaba un bledo. Le pegaba siempre que se emborrachaba». Y Leo le contestó suavemente: «Pero te enfrentas con la naturaleza, Rachel. Es su madre y la quiere». «¡Vaya madre!», exclamó Rachel.
Pero Leo insistió: «Es su carne y su sangre. Eso es lo que siente el niño. Y eso nada puede reemplazarlo». Y ella señaló: «Pero lo natural sería que ahora me considerara a mí como su madre».
Pobre Rachel, pensó Leo. Pobre Rachel, que podía comprar tantas cosas para los demás, que podía dar a los niños abandonados amor, cuidados, un hogar. Todo eso podía comprarlo, pero no podía comprarles su amor.
La guerra había terminado. Los niños habían ido volviendo a Londres, reclamados por sus padres o parientes. Pero no todos. Algunos de ellos habían sido abandonados por sus familias y entonces Rachel había dicho: «Sabes Leo, ahora es como si fueran nuestros propios hijos. Ahora es el momento en que podemos formar una auténtica familia. Cuatro, cinco de estos niños pueden quedarse con nosotros. Los adoptaremos, tendrán todo lo necesario y serán de verdad nuestros hijos».
Leo había sentido cierta intranquilidad, sin saber porqué. No es que tuviera nada en contra de la idea de adoptar a los niños, pero instintivamente le había parecido falso creer que era tan sencillo formar una familia propia por medios artificiales. «¿No crees —le había dicho— que esto supone mucho riesgo?». «¿Riesgo? —le reprendió ella—. ¿Qué importa que suponga un riesgo? Vale la pena arriesgarse».
Sí, posiblemente valía la pena, pero Leo no tenía la confianza que ella tenía. Se había alejado tanto, estaba tan distante en su propio mundo frío y nebuloso, que no se tomó el trabajo de hacer objeciones. Respondió como tantas otras veces:
«Haz lo que te plazca, Rachel».
Ella se había sentido triunfante, feliz, haciendo sus planes, consultando abogados, ocupándose de todo con su habitual eficiencia. Y así se había hecho con una familia. Mary, la niña de Nueva York; Micky, el niño con nostalgia de su hogar, que tantas veces había llorado hasta quedarse dormido, suspirando por su miserable hogar y por su madre, descuidada e irascible; Tina, la graciosa mestiza, hija de una prostituta y de un marinero de las Indias Occidentales; Hester, hija ilegítima de una joven irlandesa que quería rehacer su vida; y Jacko, el simpático chiquillo de cara de mono, cuyas payasadas hacían reír a todos, que siempre se valía de su labia para librarse de los castigos y que conseguía doble ración de caramelos, incluso de la rígida miss Lindstrom; Jacko, cuyo padre estaba en la cárcel cumpliendo una condena y la madre se había marchado con otro.
Sí, pensó Leo, probablemente acoger a esos niños era una tarea digna de ser realizada, proporcionándoles los beneficios de un hogar y el cariño de unos padres. Rachel, pensó, había tenido derecho a sentirse triunfante. Sólo que el plan no había resultado exactamente como se esperaba. Porque aquellos niños no eran los hijos que él y Rachel hubieran podido tener. Por sus venas no corría ni una gota de la sangre de los trabajadores y ahorradores antepasados de Rachel, ni el empuje y la ambición por los cuales otros miembros menos respetables de su familia se habían asegurado un puesto en la sociedad, ni la integridad moral que Leo recordaba en su padre y en los padres de su padre, ni la lucidez intelectual de sus abuelos maternos.
Se les dio todo lo que el entorno podía proporcionarles. Pudo mucho, pero no lo pudo todo. Tenían aquellas semillas de debilidad por las que precisamente habían ido al asilo y, en situaciones de tensión, esas semillas podían germinar. Quedó demostrado plenamente en el caso de Jacko: el ágil y encantador Jacko, con sus divertidas réplicas, su encanto, su facilidad para hacer de la gente lo que quería, era un delincuente. Se vio muy pronto en sus raterías infantiles, en sus mentiras, cosas que se achacaban a la deficiencia de su educación anterior y que fácilmente, decía Rachel, podían ser corregidas. Pero nunca se pudieron corregir.
Su historial en el colegio había sido malo. Había sido expulsado de la universidad y, a partir de entonces, se habían sucedido una larga serie de penosos incidentes, en los cuales Rachel y él habían hecho todo lo posible por asegurar al muchacho su cariño y su confianza, tratando de encontrarle un trabajo adecuado, en el que pudiera tener esperanzas de éxito si ponía interés. Quizá, pensó Leo, habían sido demasiado blandos con él. Pero, blandos o rígidos, seguramente el final de Jacko hubiera sido el mismo. Todo lo que deseaba tenía que conseguirlo. Si no podía obtenerlo por medios lícitos, no tenía el menor reparo en conseguirlo por otros medios. No era lo bastante inteligente para tener éxito como criminal, ni siquiera como criminal en pequeña escala. Y había llegado aquel día en que se había presentado en Sunny Point sin un penique, temeroso de ir a la cárcel, exigiendo dinero airadamente, como si fuera su derecho, y profiriendo amenazas. ¡Se había marchado gritando que volvería y que sería mejor para ella que le tuviera el dinero preparado! ¡Porque si no…!
Y entonces, Rachel había muerto. ¡Qué remoto le parecía el pasado! Aquellos años de la guerra, mientras los niños y las niñas crecían. ¿Y él? También se veía remoto, desdibujado. Parecía como si aquella energía vigorosa y aquel entusiasmo por la vida que sentía Rachel lo hubieran consumido y dejado debilitado y exhausto, teniendo como tenía tanta necesidad de calor y cariño.
No recordaba con claridad cuándo se había dado cuenta por primera vez de que aquel calor y aquel cariño estaban al alcance de la mano. No se los ofrecían, pero estaban allí.
Gwenda. La perfecta secretaria, trabajando para él, siempre amable y a su disposición. Tenía algo que le recordaba a la Rachel de la época en que se habían conocido: el mismo calor, el mismo entusiasmo, la misma efusión. Sólo que, en el caso de Gwenda, el calor, el entusiasmo, la efusión estaban destinados íntegramente a él. No a los hipotéticos hijos que pudieran tener un día, sino exclusivamente a él. Había sido como calentarse las manos en el fuego. Unas manos que estaban frías y rígidas. ¿Cuándo se había dado cuenta de que la quería? Era difícil decirlo. No había sido una revelación repentina.
Pero, de pronto, un día se dio cuenta de que la quería.
Y de que, mientras Rachel viviera, no podrían casarse.
Leo suspiró, se enderezó en la butaca y se tomó el té helado.