CAPÍTULO VII

1

El doctor MacMaster era un anciano de cejas abundantes, ojos grises de mirada astuta y barbilla luchadora. Se sentó en el destartalado sillón y observó a su visitante con atención. Lo que vio le gustó.

También a Calgary le gustó el médico. Casi por vez primera desde su regreso a Inglaterra, sintió que estaba hablando con alguien que comprendía sus sentimientos y su punto de vista.

—Es usted muy amable al recibirme, doctor MacMaster.

—Nada de eso. Me aburro de muerte desde que he dejado la profesión. Los médicos jóvenes me dicen que debo quedarme aquí sentado como una momia, cuidando mi vacilante corazón, pero no crea usted que me resulta fácil. Escucho la radio, bla, bla, bla, y algunas veces mi ama de llaves me convence de que mire la televisión, flic, flic, flic. Siempre he sido un hombre muy activo, toda mi vida corriendo. No me acostumbro fácilmente a estarme aquí sentado. Leer me cansa la vista. De modo que no se disculpe por robarme mi tiempo.

—Lo primero que tengo que hacerle comprender —comentó Calgary— es el motivo de que siga preocupándome por todo este asunto. Hice lo que tenía que hacer, conté la desagradable verdad de mi conmoción y pérdida de memoria, reivindicando al chico. Después de eso, lo lógico y lo sensato sería marcharme y tratar de olvidarlo todo. ¿No es cierto?

—Depende. ¿Le preocupa algo?

—Sí. Me preocupa todo. La noticia no fue bien recibida como yo esperaba.

—Ah, bueno, eso no es extraño. Ocurre todos los días. Nos imaginamos la escena con anticipación, trátese de lo que se trate: una consulta con un colega, una proposición matrimonial a una señorita, una conversación con un hijo antes de que vuelva al colegio y, cuando la cosa ocurre, nunca resulta como uno esperaba. Uno estudia con todo cuidado las cosas que va a decir y, generalmente, creemos saber cuáles serán las respuestas. Y, claro, eso es lo que le desconcierta a uno. Porque las respuestas nunca son las que uno espera. Eso es lo que no entiende, supongo.

—Sí.

—¿Qué esperaba? ¿Un gran recibimiento?

—Esperaba… —Calgary consideró un momento este extremo—… ¿Censura, quizá? ¿Resentimiento? Muy probablemente. Pero también agradecimiento.

MacMaster lanzó un gruñido.

—¿Y encontró usted menos resentimiento del que creía usted que debía encontrar y ningún agradecimiento?

—Algo así —confesó Calgary.

—Eso es porque no conocía usted las circunstancias antes de ir allí. ¿Por qué ha venido usted a verme?

—Porque quiero comprender mejor a la familia. Sólo estoy enterado de los hechos conocidos. Una mujer muy buena y generosa, que hace todo lo que puede por sus hijos adoptivos, una mujer profundamente interesada por el bien de los demás. En contraposición, un chico problemático, un chico que va por mal camino. El delincuente juvenil. Eso es todo lo que sé. No sé nada más. Ni siquiera sé nada de la propia Mrs. Argyle.

—Tiene usted mucha razón —señaló MacMaster—. Está poniendo el dedo en la llaga. La personalidad de la víctima. ¡Todo el mundo se preocupa sólo de analizar la mente del asesino! Probablemente habrá pensado usted que Mrs. Argyle era una persona que nunca debía haber sido asesinada, ¿no?

—Parece que es eso lo que piensa todo el mundo.

—Desde un punto de vista ético —insistió MacMaster— tiene usted razón. Pero —se frotó la nariz—, ¿no son los chinos los que sostienen que la beneficencia debe ser considerada como un pecado, más que como una virtud? Hay algo de verdad en ello, ¿sabe? La beneficencia desconcierta muchas veces a las personas. Todos sabemos cómo es la naturaleza humana. Le hace uno un gran favor a alguien y uno siente simpatía por ese alguien, le tiene cariño. ¿Pero la persona que ha recibido ese gran favor siente simpatía por uno? ¿Le tiene cariño a uno, en realidad? Debería tenérselo, ¿pero se lo tiene?

Hizo una breve pausa, y continuó:

—Bueno. Ahí tiene. Mrs. Argyle era lo que podríamos llamar una madre maravillosa. Pero exageró su impronta benefactora. No hay duda sobre eso. Quería exagerarla o hizo decididamente todo lo posible por exagerarla.

—No eran sus propios hijos —apuntó Calgary.

—No. Supongo que ésa sería la raíz del mal. No tiene usted más que mirar a una gata normal. Tiene sus gatitos, los protege con pasión, araña al que se acerca a ellos. Y luego, después de una semana poco más o menos, empieza a reanudar su propia vida. Sale, caza un poco, descansa algunos ratos del cuidado de sus crías. Sigue protegiéndolos si alguien los ataca, pero ya no está obsesionada por ellos todo el tiempo. Juega con ellos un poco. Luego, si se ponen pesados, se vuelve contra ellos y les da un zarpazo, diciéndoles que la dejen en paz un rato. Está volviendo a la naturaleza. Y, según van creciendo, se va despegando cada vez más de ellos y sus pensamientos se dedican cada vez más a los atractivos gatos de la vecindad. Eso es lo que podemos llamar el patrón normal de la vida femenina. He visto a muchas chicas y mujeres, con un fuerte instinto maternal, que tenían grandes deseos de casarse para ser madres. Vienen los hijos y se sienten felices y satisfechas. La vida para ellas vuelve a adquirir proporciones normales. Pueden interesarse por sus maridos, por los asuntos locales, por la chismografía de la vecindad y, naturalmente, por sus hijos. El instinto maternal, en el sentido físico, ha quedado satisfecho, como se ve.

»Sin duda, el instinto maternal de Mrs. Argyle era muy fuerte, pero la satisfacción física de tener uno o varios hijos, nunca llegó. Y su obsesión maternal nunca desapareció. Quería niños, muchos niños. Nunca le parecía que tenía bastantes. Todos sus pensamientos los tenía puestos en esos niños, noche y día. Su marido ya no tenía importancia para ella. Era tan sólo una agradable distracción, siempre en segundo término. No, los niños lo eran todo. Su alimentación, sus vestidos, sus juegos, todo lo relacionado con ellos. Hizo demasiado por ellos. Lo que les hacía falta era que los descuidara un poco, dejándolos campar por sus respetos, y eso no lo hizo. No los mandaba al jardín a jugar como los niños corrientes de todo el país. No, tenían que tener toda clase de artilugios, taludes artificiales para trepar, una casa construida en un árbol y una playa con arena en el río. Su comida no era la normal. ¡Esos chiquillos tomaron verduras trituradas hasta que tuvieron casi cinco años, la leche esterilizada y el agua analizada, les contaban las calorías de los alimentos y les calculaban las vitaminas! No crea usted que estoy contraviniendo la ética profesional al hablar de este modo. Mrs. Argyle nunca fue paciente mía. Si tenía necesidad de un médico, iba a Londres. No es que fuera con frecuencia. Era una mujer robusta y saludable.

»Pero yo era el médico del pueblo y me llamaban para ver a los niños, aunque le parecía que los desatendía un poco. Le dije que les dejara comer algunas moras salvajes. Le dije que no les haría ningún daño que se mojaran los pies y cogieran de cuando en cuando un catarro y que no tiene mucha importancia que un niño tenga 37 de fiebre. ¡Que no tenía que alarmarse hasta que tuvieran 39! A esos niños los mimaron, los alimentaron con cuchara y los quisieron tanto que, en muchos sentidos, no les hizo ningún bien.

—¿Quiere decir que no le hizo ningún bien a Jacko?

—No estaba pensando únicamente en Jacko. En mi opinión, Jacko fue un riesgo desde el principio. Según la definición moderna, un chico problemático. Es una definición tan buena como cualquier otra. Los Argyle hicieron por él todo lo que pudieron, todo lo que era posible hacer. He conocido muchos Jackos en mi vida. Luego, cuando el chico crece y ya no tiene remedio, los padres dicen: «Si hubiera sido un poco más duro con él cuando era pequeño». O si no: «Fui demasiado duro, si hubiera sido un poco más blando…». Mi opinión personal es que todo es lo mismo. Los hay que van por mal camino porque han tenido un hogar desgraciado y les falta cariño. Y los hay que van por mal camino porque, al menor contratiempo, iban a hacerlo de todos modos. Yo considero a Jacko entre estos últimos.

—¿De modo que no se sorprendió usted cuando lo arrestaron por asesinato? —comentó Calgary sin ocultar la extrañeza.

—Francamente, sí me sorprendió. No porque la idea de cometer un asesinato le repugnara mucho a Jacko. Era de esos jóvenes que no tienen conciencia. Pero me sorprendió la clase de asesinato cometido. Sí, ya sé que tenía un carácter violento y todo eso. De niño, muchas veces se abalanzaba sobre otro niño o le golpeaba con algún juguete pesado o con un trozo de madera. Pero generalmente lo hacía con niños más pequeños que él y no solía ser tanto por rabia como por el deseo de hacer daño o por conseguir algo que quería para sí. La clase de asesinato que hubiera esperado de Jacko, era de esos donde un par de chicos cometen un atraco y luego, cuando la policía los persigue, los Jacko dicen: «Atízale en la cabeza, muchacho. Dale. Tírale». Están dispuesto a incitar al asesinato, pero no tienen el coraje suficiente para cometerlo con sus propias manos. Eso es lo que yo diría. Y ahora —añadió el doctor—, parece que tenía razón.

Calgary tenía la vista fija en la alfombra, una alfombra muy gastada en la que apenas quedaba nada del dibujo original.

—No sabía con lo que me enfrentaba. No me daba cuenta de lo que iba a significar para los demás. No vi que podía… que debía…

El doctor asintió, moviendo suavemente la cabeza.

—Sí. Eso parece, ¿verdad? Parece como si tuviera que arreglar allí las cosas, entre ellos.

—Creo que de eso es de lo que he venido a hablar con usted en realidad. Aparentemente, ninguno de ellos tenía un motivo real para matarla.

—Aparentemente, no —concedió el doctor—. Pero si profundiza usted un poco… sí, sí creo que alguien podía haber tenido motivos suficientes para desear matarla.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Cree usted que es asunto suyo, ¿verdad?

—Sí, lo creo. No puedo evitarlo.

—Puede que en su lugar yo también lo creyera. No sé. Mi opinión es que ninguno de ellos se pertenecía realmente a sí mismo mientras viviera su madre. La llamo así para facilitar las cosas. Los seguía teniendo muy bien sujetos a todos ellos.

—¿En qué sentido?

—Económicamente no les faltaba nada. Fue muy generosa. Una cantidad muy elevada estaba dividida entre ellos, en la proporción que los administradores consideraron justa. Pero, aunque Mrs. Argyle no era uno de los administradores, sus deseos, mientras vivió, eran los que se seguían.

Hizo una pausa y luego continuó:

—En cierto sentido, es interesante ver cómo todos trataron de evadirse, cómo lucharon para no someterse al patrón que ella les había trazado, y que era magnífico. Quería darles una buena casa, buena educación, un buen capital inicial y un buen comienzo en la profesión que había escogido para cada uno de ellos. Quería tratarlos exactamente como si fueran hijos suyos y de Argyle. Sólo que no eran hijos suyos. Tenían instintos, aptitudes, necesidades y sentimientos completamente distintos. El joven Micky vende coches. Hester se escapó de casa para trabajar en el teatro. Se enamoró de un sujeto indeseable y, como actriz, no valía nada. Tuvo que volver a casa y admitir, muy a su pesar, que su madre tenía razón. Mary Durrant se empeñó en casarse durante la guerra con un hombre con quien su madre le dijo que no debía casarse. Era un joven bravo e inteligente, pero completamente incapaz en cuestiones de negocios. Luego contrajo la polio. Pasó la convalecencia en Sunny Point. Mrs. Argyle los presionó para que se quedaran a vivir allí. El marido no tenía inconveniente, pero Mary luchó desesperadamente contra la voluntad de su madre. Quería su casa y su marido para sí, pero estoy seguro que hubiera cedido si su madre no hubiera muerto.

»Micky, el otro chico, siempre tuvo problemas. Se resentía amargamente de haber sido abandonado por su propia madre. Nunca superó el resentimiento infantil. Creo que en su interior, siempre odió a su madre adoptiva.

«Luego está la masajista sueca. No quería a Mrs. Argyle. Quería a los niños y a Leo. Recibió muchos beneficios de Mrs. Argyle y probablemente hizo lo posible por sentirse agradecida, pero no lo consiguió. Sin embargo, no creo que su antipatía la llevara a golpear a su benefactora en la cabeza con un atizador. Después de todo, ella podía irse en el momento en que quisiera hacerlo. En cuanto a Leo Argyle…

—¿Qué pasa con él?

—Se casará otra vez —respondió el doctor MacMaster—. Le deseo mucha suerte. Ella es una joven muy agradable. Cariñosa, amable, buena compañera y muy enamorada de él desde hace mucho tiempo. ¿Cuáles serían sus sentimientos hacia Mrs. Argyle? Puede imaginárselo tan bien como yo. Naturalmente, la muerte de Mrs. Argyle simplificó mucho las cosas. Leo Argyle no es de esos hombres que tienen relaciones con su secretaria, teniendo a su mujer en la misma casa. Tampoco creo que hubiera dejado a su mujer.

—Los he visto a los dos, he hablado con ellos. No puedo creer que ninguno de ellos… —manifestó Calgary lentamente.

—Ya lo sé. No puede uno creerlo, ¿verdad que no? Y, sin embargo, uno de la casa lo hizo.

—¿Lo cree usted en serio?

—No creo que pueda pensarse de otro modo. La policía tiene la seguridad de que no fue obra de un extraño, y probablemente tiene razón.

—¿Pero cuál de ellos?

MacMaster se encogió de hombros.

—Eso no podemos saberlo.

—¿No tiene usted ninguna idea, conociéndolos como los conoce?

—Si la tuviera, no se la diría. Después de todo, ¿en qué puedo fundarme? A no ser que haya algún factor que me haya pasado inadvertido, ninguno de ellos me parece un probable asesino. Y sin embargo, no puedo descartar a ninguno como posibilidad. No —añadió lentamente—, mi opinión es que nunca lo sabremos. La policía investigará y todo eso. Harán todo lo que puedan, ¿pero conseguirán pruebas después de tanto tiempo y teniendo tan poco en qué fundarse? —Meneó la cabeza—. No, no creo que llegue a saberse nunca la verdad. Hay casos así. Yo he leído sobre unos cuantos. Casos ocurridos hace cincuenta, cien años, en los que de tres o cuatro o cinco personas, uno tuvo que haber cometido el asesinato, pero no hubo pruebas suficientes y nadie pudo decir con seguridad quién fue.

—¿Cree usted que éste será uno de esos casos?

—Sí, lo creo. —Dirigió a Calgary una mirada penetrante—. ¿Horrible, verdad?

—Horrible para los inocentes. Eso es lo que ella me dijo.

—¿Quién? ¿Quién le dijo qué?

—La chica, Hester. Me dijo que yo no comprendía que eran los inocentes los que importaban. Eso es lo que acaba de decirme usted. Que nunca sabremos…

—¿… quién es inocente? —terminó por él el doctor—. Sí, si al menos supiéramos la verdad. Aunque no se detenga a nadie, ni haya proceso o sentencia. Simplemente saber. Porque si no… —De pronto se calló.

—¿Sí?

—Piénselo usted mismo. No, no hace falta que se lo diga, ya lo ha pensado usted. ¿Sabe? Me recuerda el caso Bravo, hace ya casi cien años, pero siguen escribiéndose libros sobre él, queriendo demostrar que fue la mujer, o Mrs. Cox, o el doctor Gully, o incluso el propio Charles Bravo que se envenenó, a pesar del veredicto del juez. Todas las teorías eran verosímiles, pero nadie podrá saber nunca la verdad. Y así, Florence Bravo, Mrs. Cox, rechazada por todos y con tres niños pequeños, llegó a vieja y, durante toda su vida, fue mirada como una asesina por la mayor parte de la gente que la conocía, y el doctor Gully se arruinó profesional y socialmente. Alguno de ellos era culpable y se libró del castigo. Pero los demás eran inocentes y no se libraron de nada.

—Eso no puede ocurrir aquí —afirmó Calgary—. ¡No debe ocurrir!