CAPÍTULO VI

1

En el cine se encendieron las luces y en la pantalla aparecieron los anuncios. Las vendedoras se pasearon por los pasillos, con las limonadas y los helados.

Arthur Calgary las observó con atención. Una de las vendedoras era una muchacha rellenita, de pelo castaño, otra era alta y morena y, una tercera, era bajita y rubia. A esta última era a la que había venido a ver. La mujer de Jacko. La viuda de Jacko, ahora esposa de un hombre llamado Joe Clegg. Tenía una cara bonita, más bien insulsa y muy maquillada, las cejas depiladas y el pelo horrible y tieso por culpa de una permanente barata. Arthur Calgary le compró un vasito de helado. Tenía la dirección de su casa y pensaba ir a visitarla, pero había querido verla antes, sin que ella supiera quién era. Bueno, allí estaba. Desde luego, no era la clase de nuera que le hubiera gustado a Mrs. Argyle. Seguramente habría sido por eso por lo que Jacko la había mantenido oculta.

Suspiró, escondió con cuidado el vasito debajo de la butaca y se recostó en su asiento, mientras las luces se apagaban y empezaba la proyección de una nueva película. Poco después se levantó y salió del cine.

A las once de la mañana siguiente se presentó en la casa cuya dirección le habían dado. Un chico de unos dieciséis años abrió la puerta y, en respuesta a la pregunta de Calgary, contestó:

—¿Los Clegg? En el último.

Calgary subió las escaleras. Llamó a una puerta y Maureen Clegg abrió. Sin su elegante uniforme y con el rostro sin maquillar parecía otra persona. Tenía una carita de tonta, agradable, pero nada interesante. Le miró indecisa, frunciendo el entrecejo con desconfianza.

—Me llamo Calgary. Supongo que habrá recibido usted una carta de Mr. Marshall hablándole de mí.

Su rostro se iluminó.

—¡Ah, es usted! Pase, por favor. —Se hizo a un lado para dejarle pasar—. Perdone el desorden. Todavía no he tenido tiempo de meterme con la casa. —Recogió de una silla unas prendas sucias y despejó los restos del desayuno—. Siéntese. Es usted muy amable al venir.

—Creí que era lo menos que podía hacer.

Ella soltó una risita un poco nerviosa, como si no comprendiera bien lo que él quería decir.

—Mr. Marshall me escribió diciéndome que la historia que Jackie había inventado a fin de cuentas era cierta. Que fue verdad que alguien le llevó en coche hasta Drymouth. Así que fue usted quien le llevó, ¿eh?

—Sí. Fui yo.

—No puedo quitármelo de la cabeza. Joe y yo nos pasamos casi toda la noche hablando de ello. La verdad es que parece cosa de película. Hace dos años ¿verdad? O casi.

—Sí, alrededor de dos años.

—Es de esas cosas que ve uno en el cine y dice que son tonterías, que en la vida real no ocurren. ¡Y ahora mire! ¡Mire si ocurren! En cierto sentido es emocionante, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

Calgary la observaba con una vaga sensación de pena.

Ella siguió parloteando muy contenta.

—Y el pobre Jackie muerto y sin poder enterarse. Cogió una neumonía en la cárcel, ¿sabe? Yo creo que fue la humedad o algo así, ¿no le parece?

Calgary pensó que Mrs. Clegg se había hecho una idea muy prístina y romántica de la cárcel. Mazmorras subterráneas donde las ratas le mordían a uno los dedos de los pies.

—La verdad es que entonces —continuó ella— me pareció que morirse fue lo mejor que le podía pasar.

—Sí, me lo figuro. Sí, me figuro que debe haberle parecido lo mejor.

—Quiero decir que allí, en la cárcel, encerrado durante años y años, Joe dijo que lo mejor que podía hacer era divorciarme de él, y estaba a punto de iniciar los trámites.

—¿Quería usted divorciarse?

—Bueno, no tiene objeto estar atada a un hombre que se va a pasar tantos años en la cárcel, ¿verdad? Además, aunque le tenía cariño y todo eso, Jackie no era lo que se llama un hombre formal. Nunca creí que nuestro matrimonio fuera realmente a durar mucho.

—¿Había empezado ya a tramitar su divorcio cuando murió?

—Sí, en cierto modo. Quiero decir que había ido a ver a un abogado. Joe me hizo ir. Claro. Joe nunca había podido aguantar a Jackie.

—¿Joe es su marido?

—Sí. Es electricista. Tiene un empleo muy bueno y le aprecian mucho. Siempre me decía que Jackie no era bueno, pero claro, yo entonces no era mas que una chiquilla y no tenía cabeza. Jackie tenía su atractivo, ¿sabe?

—Eso parece, por lo que me han dicho.

—Era estupendo para ganarse a las mujeres. No sé por qué, la verdad. No era guapo ni nada de eso. Yo le llamaba muchas veces cara de mono. Pero, con todo, tenía su atractivo. Le hacía a una hacer todo lo que él quería. No crea que en una o dos ocasiones eso nos vino muy bien. Recién casados se metió en un lío en el garaje donde trabajaba, por culpa de no sé qué trabajo que había hecho en el coche de un cliente. Nunca lo entendí bien. Bueno, el caso es que el jefe estaba furioso. Pero Jackie engatusó a la mujer del jefe. Era una vieja. Debía de andar cerca de los cincuenta, pero Jackie empezó a decirle cosas, haciéndole la rosca hasta que la mujer ya no sabía por dónde andaba. Al final hubiera hecho por él lo que fuera. Luego ella engatusó a su marido y le convenció de que no denunciara a Jackie si le devolvía el dinero. ¡El pobre nunca supo de dónde salió el dinero! Fue su propia mujer la que se lo dio. ¡Lo que nos reímos Jackie y yo!

Calgary la miró con cierta repulsión.

—¿Era tan divertido?

—Sí, ¿no le hace gracia? Fue la monda. Una vieja como aquella loca por Jackie y dándole sus ahorros.

Calgary suspiró. Las cosas nunca eran como uno imaginaba, pensó. Cada vez le resultaba menos atractivo el hombre cuyo nombre se había tomado tanto trabajo en reivindicar. No le faltaba mucho para comprender y compartir el punto de vista que tanto le había extrañado en Sunny Point.

—Mrs. Clegg, he venido únicamente para ver si había algo que pudiera… bueno, que pudiera hacer por usted para compensarla de lo ocurrido.

Maureen Clegg pareció un poco desconcertada.

—Vaya, es usted muy amable. Pero ¿por qué tiene usted que hacer nada? No necesitamos nada. Joe gana un buen sueldo y yo tengo mi empleo. Vendo helados y refrescos en el Picturedrome.

—Sí, ya lo sé.

—Vamos a comprar una tele el mes que viene —continuó la chica con orgullo.

—Me alegro mucho, más de lo que puedo expresar con palabras, de que este… este desgraciado asunto no haya dejado en usted… bueno, una sombra permanente.

Cada vez le resultaba más difícil encontrar las palabras adecuadas para dirigirse a aquella chica que había estado casada con Jacko. Todo lo que decía resultaba pomposo, artificial. ¿Por qué no podía hablarle con naturalidad?

—Tenía miedo de que hubiera sido un disgusto horrible para usted.

Ella se le quedó mirando con sus ojos grandes y azules, que expresaban incomprensión total.

—Fue espantoso entonces. Todos los vecinos murmurando y la preocupación, aunque tengo que reconocer que la policía se portó muy bien. Me hablaron con mucha educación y fueron siempre muy agradables.

Él se preguntó si le habría causado el menor dolor la muerte de su marido. Bruscamente, le hizo una pregunta.

—¿Creyó usted que había sido él?

—¿Quiere usted decir si creí que había matado a su madre?

—Sí, eso es.

—Bueno, la verdad, sí. Me figuro que sí lo creí, en cierto modo. Claro, él dijo que no lo había hecho, pero nunca se podía creer nada de lo que decía Jackie, y parecía como si lo hubiera hecho. ¿Sabe usted? Jackie se ponía a veces horrible si se enfrentaba una con él. Sabía que estaba metido en algún lío. No me dijo gran cosa y se puso a decir palabrotas cuando le pregunté qué le pasaba. Pero aquel día salió y dijo que todo iba a arreglarse, que su madre iba a soltar el dinero. Que tendría que soltarlo. Y yo le creí, claro.

—Creo que no le dijo nada a su familia de que se había casado con usted. ¿No los conocía usted?

—No. Eran gente de postín, ¿sabe usted? Con una casa muy grande y todo eso. No me hubieran recibido muy bien. Jackie pensó que era mejor mantenerlo en secreto. Además, dijo que, si me llevaba allí, su madre querría gobernar mi vida como gobernaba la suya. Dijo que no podía remediarlo, que tenía que gobernar a todo el mundo y que él ya estaba harto. Dijo que nos arreglábamos muy bien como estábamos.

No parecía sentir el menor resentimiento sino que, por el contrario, encontraba completamente natural la conducta de su difunto marido.

—Debió de ser un golpe duro para usted cuando lo arrestaron, ¿no es cierto?

—Bueno, claro. ¿Cómo podía haber hecho semejante cosa? Pero, me decía a mí misma, no se puede negar que siempre tuvo un genio terrible cuando alguien le molestaba.

—Vamos a decirlo de otro modo. ¿No le sorprendió a usted nada que su marido hubiera golpeado a su madre en la cabeza con el atizador y le robara una elevada suma de dinero?

—Bueno, señor… ejem, Calgary, perdone que le diga que eso es ponerlo de un modo bastante desagradable. No creo que pensara darle tan fuerte. No creo que quisiera matarla. Ella se negó a darle el dinero, él cogió el atizador y la amenazó y como ella no cedió, él perdió el control y la golpeó. No creo que quisiera matarla. Fue mala suerte. Le hacía mucha falta el dinero. Si no lo conseguía, hubiera ido a la cárcel.

—¿De modo que usted no lo censuró?

—Bueno, claro que lo censuré. No me gustan todas esas violencias. ¡Y además con su propia madre! Me pareció que estaba muy mal hecho. Empecé a pensar que Joe tenía razón cuando me decía que no debería haberle hecho caso a Jackie. Pero ya sabe usted cómo son las cosas. ¡Nos es tan difícil a las chicas saber lo que queremos! Joe, sabe, siempre había sido de los constantes. Lo conocía desde hacía mucho tiempo. Jackie era distinto. Era educado y todo eso. Además, parecía muy rico, siempre tirando el dinero. Y también, claro, tenía su atractivo, como ya le he dicho. Sabía cómo ganarse a todo el mundo. A mí me conquistó por completo. «Ya verás cómo te arrepientes, chica», me decía Joe. Yo creí que era porque estaba celoso. Pero, a fin de cuentas, resulta que Joe tenía toda la razón.

Calgary la miró. No estaba seguro de que Maureen hubiera comprendido todavía todo lo que su historia significaba.

—¿Tenía razón en qué sentido? —preguntó un tanto extrañado.

—Bueno, metiéndome en el lío en que me metió. Vamos, mi familia siempre había sido respetable. Mi madre nos educó muy bien. Nunca habíamos tenido líos ni habíamos dado que hablar ¡Y de pronto, la policía arresta a mi marido! Y todos los vecinos se enteraron. Salió en todos los periódicos. En el News of the World y en todos los demás. Y tantos periodistas que venían a hacer preguntas. Me puso en una situación muy desagradable.

—Pero ¿no se da cuenta de que no era culpable? —replicó Calgary.

Por un momento, su cara bonita pareció aturdida.

—¡No, claro! Me olvidaba. Pero, de todos modos… bueno, quiero decir que fue allí y armó un lío, la amenazó y todo eso. Si no hubiera sido por eso, no lo hubieran arrestado, ¿verdad?

—No. Eso es cierto.

Posiblemente, pensó, aquella muchacha bonita y tonta era más realista que él.

—¡Oh, fue espantoso! —continuó Maureen—. No sabía qué hacer. Y entonces mamá dijo que lo mejor era ir en seguida a ver a su familia. «Hija, tienes que hacer algo por tus derechos y es mejor que les demuestres que sabes hacerlos valer». Así que allí me fui. Fue esa señora extranjera la que me abrió la puerta y, al principio, no podía hacérselo comprender. Parecía como si no pudiera creerlo. No hacía más que decir: «Es imposible. Es completamente imposible que Jacko se haya casado con usted». De veras, eso me dolió un poco. Y yo le dije: «Pues bien casados que estamos, y no en el registro, sino por la iglesia». ¡Mamá quiso que nos casáramos por la iglesia! Y ella dijo: «No es cierto. No lo creo», Y entonces vino Mr. Argyle y él sí estuvo muy amable. Me dijo que no me preocupara más que de lo indispensable y que se haría todo lo posible por defender a Jackie. Me preguntó cómo andaba de dinero y me mandó todas las semanas una cantidad respetable. Sigue mandándomela todavía ahora. A Joe no le gusta, pero yo le digo: «No seas tonto. Ellos pueden permitírselo, ¿verdad?». También me mandó un cheque por una cantidad muy bonita de regalo de boda, cuando Joe y yo nos casamos. Y dijo que se alegraba mucho y que esperaba que este matrimonio fuera más feliz que el otro. Sí, es muy buena persona Mr. Argyle.

Volvió la cabeza al abrirse la puerta.

—Ah. Aquí está Joe.

Joe era un joven rubio de labios finos. Recibió las explicaciones de Maureen y la presentación con el entrecejo ligeramente fruncido.

—Creía que todo eso se había terminado —manifestó en tono reprobatorio—. Perdone que hable así, señor. Pero no es bueno andar revolviendo el pasado. Eso es lo que yo pienso. Maureen tuvo mala suerte, y no hay más que hablar de eso…

—Sí. Comprendo muy bien su punto de vista.

—Claro, nunca debía haber tenido tratos con semejante tipo. Yo sabía que no era buena persona. Ya se hablaba de él entonces. Había estado dos veces en libertad bajo palabra. Cuando empiezan así, no se detienen. Primero cometen una estafa o les sacan a las mujeres sus ahorros, y terminan asesinando.

—Pero en este caso, Jack no la asesinó.

—Sí, eso dice usted. —Por el tono de su voz, Clegg demostraba que no estaba convencido en absoluto.

—Jack Argyle tiene una coartada perfecta para la hora en que el crimen fue cometido. Estaba en mi coche camino de Drymouth. Así que ya ve, Mr. Clegg: no hay posibilidad de que cometiera este crimen.

—Puede que no, señor. Pero, de todos modos, no está bien desenterrar otra vez el asunto, y perdone que se lo diga. Después de todo, él está muerto y ya no le importa nada. Y otra vez los vecinos empezarán a hablar y a pensar.

Calgary se levantó.

—Bueno, desde su punto de vista, usted lo considera así. Pero existe algo llamado justicia, Mr. Clegg.

—Siempre he creído que los juicios en Inglaterra son la cosa más justa del mundo.

—Incluso el mejor sistema del mundo puede cometer un error —señaló Calgary—. Después de todo, la justicia está en manos de hombres y los hombres son falibles.

Después de separarse de ellos, mientras caminaba por la calle, se sintió más turbado de lo que suponía. ¿Hubiera sido mejor, se dijo a sí mismo, que los acontecimientos de aquel día continuaran en el olvido? Después de todo, según acaba de decir aquel presumido de labios apretados, el chico estaba muerto. Estaba ya ante un juez que no comete errores. Que se le recordara como un asesino o simplemente como un ladronzuelo, a él le daba ya lo mismo.

De pronto, una oleada de ira le invadió.

«Pero a alguien debe importarle —pensó—. Alguien debe alegrarse. ¿Por qué no se alegran? Esta chica, bueno, lo comprendo perfectamente. Puede que se haya entusiasmado por Jacko, pero nunca lo quiso realmente. Probablemente no es capaz de querer a nadie. ¡Pero los otros! Su padre, su hermana, su niñera, deberían alegrarse. Deberían haber pensado un poco en él antes de empezar a temer por sí mismos. Sí, a alguien debería haberle importado».

2

—¿Miss Argyle? Allí, en la segunda mesa.

Calgary se quedó un momento observándola.

Pulcra, pequeña, muy tranquila y eficiente. Llevaba un vestido azul oscuro, con cuello y puños blancos. Su cabello negro azulado estaba recogido en la nuca en un pulcro moño. Su piel era oscura, más oscura de lo que nunca podría ser una piel inglesa. También sus huesos eran más pequeños. Aquella era la chiquilla mestiza que Mrs. Argyle había adoptado como hija.

Los ojos que alzó hacia los suyos eran negros y opacos. Eran unos ojos que no decían nada.

Habló con voz baja y amable:

—¿Quería usted algo?

—¿Es usted miss Argyle? ¿Miss Christine Argyle?

—Sí.

—Yo soy Calgary, Arthur Calgary. Puede que haya oído usted…

—Sí, he oído hablar de usted. Mi padre me escribió.

—Me gustaría mucho hablar con usted.

Ella echó una ojeada al reloj de pared.

—La biblioteca cierra dentro de media hora. ¿Puede usted esperar hasta entonces?

—Desde luego. ¿Podría venir usted conmigo a tomar una taza de té en algún sitio?

—Gracias. —Se volvió hacia un hombre que había entrado detrás de Calgary—. ¿Quería usted algo?

Arthur Calgary se alejó. Anduvo dando vueltas por la biblioteca, examinando el contenido de los estantes, observando todo el tiempo a Tina Argyle. Continuaba igual de tranquila, competente, impasible. A Calgary se le hizo larga la media hora, pero por último sonó un timbre y Tina le hizo una seña.

—Me reuniré con usted fuera dentro de unos minutos.

No le hizo esperar. No llevaba sombrero, pero se había puesto un abrigo grueso y oscuro. Calgary le preguntó a dónde podían ir.

—No conozco muy bien Redmyn.

—Hay un salón de té cerca de la catedral. No está muy bien, pero precisamente por eso está menos lleno que los demás.

Poco después estaban sentados ante una pequeña mesa y una camarera reseca, de aspecto aburrido, les atendió sin el menor entusiasmo.

—El té no es muy bueno —comentó Tina en son de disculpa—, pero me pareció que quizá le gustaría estar en un sitio relativamente tranquilo.

—Exactamente. Le explicaré las razones que tengo para haber venido a verla. He conocido ya a los demás miembros de la familia, incluyendo a la mujer de su hermano Jacko, a su viuda. Usted era la única de la familia a quien no conocía. Bueno, me falta también su hermana, la casada, claro.

—¿Cree usted necesario conocerlos a todos?

Lo dijo muy cortésmente, pero con un desapego que hizo que Calgary se sintiera un poco incómodo.

—Desde luego, no se trata de una necesidad social —concedió en tono breve—. Tampoco es simple curiosidad. (¿No era curiosidad?). Sólo quería expresar personalmente a todos ustedes lo mucho que siento no haber podido demostrar la inocencia de su hermano cuando fue juzgado.

—Comprendo.

—¿Le quería usted?

Ella meditó un momento.

—No, no quería a Jacko.

—Sin embargo, todo el mundo me dice que tenía gran atractivo.

Ella dijo claramente, pero sin pasión:

—Ni confiaba en él ni le quería.

—¿Nunca tuvo usted, perdone la pregunta, ninguna duda sobre su culpabilidad?

—Nunca se me ocurrió que pudiera haber otra explicación.

La camarera les llevó el té. El pan y la mantequilla estaban rancios, el jamón era una extraña sustancia gelatinosa, los pasteles muy caros y poco apetecibles, y el té flojo.

Calgary, tomando el té a pequeños sorbos, dijo:

—Parece, y eso me ha dado a entender, que esta información que les he traído y que limpia el nombre de su hermano de la acusación de asesinato puede tener consecuencias no muy gratas. Puede traerles a ustedes nuevas preocupaciones.

—¿Porque el caso tendrá que ser revisado?

—Sí. ¿Había pensado usted ya en eso?

—Mi padre parece que lo considera inevitable.

—Lo siento, lo siento mucho.

—¿Por qué lo siente, doctor Calgary?

—Siento mucho traerles a ustedes nuevos disgustos.

—¿Pero se hubiera quedado usted satisfecho guardando silencio?

—¿Piensa usted en términos de justicia?

—Sí. ¿Usted no?

—Naturalmente. La justicia me parecía muy importante. Ahora, estoy empezando a preguntarme si no habrá cosas mucho más importantes.

—¿Como por ejemplo?

Calgary pensó en Hester.

—Como, por ejemplo, quizá la inocencia.

La opacidad de los ojos de Tina se incrementó.

—¿Cuáles son sus sentimientos, miss Argyle?

Ella permaneció silenciosa un momento.

—Estoy pensando en las palabras de la Carta Magna[2]: A ningún hombre negaremos justicia.

—Comprendo —dijo Calgary—, ésa es su respuesta.