CAPÍTULO V

1

Las cejas del jefe de policía local se enarcaron lentamente en un vano intento de alcanzar la línea del pelo gris que empezaba a clarear. Miró el techo y luego los papeles que tenía en el escritorio.

—¡No hay palabras para describirlo!

El joven, cuya ocupación consistía en contestar adecuadamente al jefe, dijo:

—Sí, señor.

—Nos ha tocado un buen hueso —murmuró el comandante Finney, dando golpecitos con los dedos en la mesa—. ¿Está aquí Huish?

—Sí, señor. El superintendente Huish ha llegado hace unos cinco minutos.

—Bien. Dígale que venga.

El superintendente Huish era un hombre alto, de aspecto tristón. Era tan profundo su aire de melancolía que nadie hubiera creído que pudiera ser el alma de las reuniones infantiles a las que asistía, contando chistes y sacando monedas de las orejas de los pequeños, con gran regocijo por parte de ellos.

—Bueno, Huish, nos ha tocado un buen hueso. ¿Qué opina usted?

El superintendente Huish respiró profundamente y se sentó en la silla que le indicaban.

—Parece que hace dos años cometimos un error. Ese individuo… ¿cómo se llama?

Finney rebuscó en los papeles.

—Calory… No, Calgary. Una especie de profesor. Uno de esos tipos despistados. Esa gente suele ser poco fiable respecto a horas y todo eso, ¿no?

En su voz había quizás un ruego que Huish no atendió.

—Tengo entendido que es una especie de científico.

—¿De modo que según usted debemos aceptar su versión?

—Parece ser que sir Reginald la aceptó, y no creo que a él se le pase nada.

Esta frase era un tributo al fiscal en jefe.

—No —dijo el comandante Finney de mala gana—. Si el fiscal está convencido, supongo que tendremos que aceptarlo. Eso significa revisar el caso. ¿Tiene usted ahí los datos pertinentes?

—Sí, señor. Aquí los tengo.

El superintendente extendió en la mesa varios documentos.

—¿Los ha examinado?

—Sí, señor, los examiné anoche. Los tenía bastante frescos en la memoria. Después de todo, no hace tanto tiempo.

—Bueno, vamos con ello, Huish. ¿Dónde estamos?

—Otra vez en el principio, señor. Lo malo es que entonces no hubo ni la menor duda.

—No. Parecía un caso clarísimo. No crea usted que estoy censurándole, Huish. Yo estaba con usted por completo.

—La verdad es que no podíamos creer otra cosa —señaló Huish pensativamente—. Recibimos una llamada, diciendo que la habían matado. Nos informamos de que el chico había estado allí, amenazándola, y luego las huellas dactilares encontradas en el atizador, y el dinero. Lo cogimos casi inmediatamente y llevaba el dinero encima.

—¿Qué impresión le causó a usted en aquel momento?

Huish consideró la cuestión.

—Mala. Insolente y con todas las respuestas a punto. Salió en seguida hablando de las horas y de sus coartadas. Descarado. Ya conoce usted el tipo. Los asesinos suelen ser descarados. ¡Se creen tan inteligentes! Creen que hagan lo que hagan a ellos les saldrán bien las cosas, aunque a los demás les salgan mal. Mala persona de pies a cabeza.

—Sí —concedió Finney—. Mala persona. Todo su historial lo demuestra. Pero ¿se convenció usted en seguida de que era un asesino?

—No es una cosa de la que pueda uno estar seguro. Yo diría que pertenecía al tipo de los que suelen terminar en asesinos. Como Harmon, en 1938. En su largo historial figuraban robos de bicicletas, estafas, fraudes a mujeres de edad y, por último, mata a una mujer, la mete en ácido, se queda muy satisfecho de sí mismo y empieza a tomarlo por costumbre. Consideré a Jacko como uno de ese tipo.

—Al parecer —opinó el jefe lentamente— estábamos equivocados.

—Sí, sí, estábamos equivocados. Y el chico ha muerto. Mal asunto. Pero fíjese en lo que le digo —añadió con repentina animación—, era una mala persona de pies a cabeza. Puede que no haya sido un asesino, no lo ha sido, desde luego, según vemos ahora, pero sí un mal bicho.

—Bueno, vamos, diga —le espetó Finney—: ¿quién la mató? Dice usted que estuvo examinando el caso anoche. Alguien tuvo que matarla. No pudo darse ella misma en la nuca con el atizador. Alguien lo hizo. ¿Quién fue?

El superintendente Huish suspiró y se echó hacia atrás en la silla.

—No sé si llegaremos a saberlo nunca.

—¿Lo considera usted tan difícil?

—Sí, porque el rastro se ha perdido, porque poca información vamos a obtener y porque creo que nunca hubiéramos podido conseguir mucha.

—¿Quiere decir que fue alguien de la casa, un allegado?

—No sé qué otra persona pudo haber sido. O fue alguien de la casa o alguien a quien ella abrió la puerta y dejó entrar. Los Argyle son de esas personas que lo cierran todo a cal y canto. Cerrojos en las ventanas, cadenas, cerraduras adicionales en la puerta principal. Habían entrado a robarles un par de años antes y eso hacía que temieran a los ladrones. Lo malo es, señor, que en aquel entonces no investigamos nada más por otro lado. Estaba clarísimo que Jacko era el asesino, pero ahora vemos que el verdadero asesino se aprovechó de la ocasión.

—Se aprovechó del hecho de que el chico había estado allí, de que había discutido con ella y la había amenazado.

—Sí. Todo lo que tuvo que hacer el asesino fue entrar en la habitación, coger el atizador con las manos enguantadas del lugar donde Jacko lo había tirado, acercarse a la mesa donde Mrs. Argyle estaba tranquilamente escribiendo y propinarle un golpe en la cabeza.

El comandante Finney se limitó a pronunciar dos palabras:

—¿Por qué?

El superintendente Huish asintió lentamente.

—Eso es lo que tenemos que averiguar, señor. Ésta será una de las dificultades: la falta de motivo.

—Entonces no parecía que nadie tuviera el menor motivo —señaló el jefe de policía—. Como la mayoría de las personas que tienen propiedades y una cuantiosa fortuna, empleó todos los recursos legales para evitar los derechos reales. Ya había un fideicomiso y los chicos estaban bien asegurados económicamente. No ganaron nada con su muerte. Y tampoco se trataba de una mujer desagradable, regañona o dominante. Nunca les negó nada: buena educación, capitales para emprender negocios y asignaciones importantes a todos ellos. Afecto, bondad, benevolencia.

—Es bien cierto, señor. Parece que no había razón para que nadie quisiera matarla. Claro que…

—¿Diga, Huish?

—Tengo entendido que Mr. Argyle piensa volverse a casar. Con miss Gwenda Vaughan, su secretaria desde hace años.

—Sí —consintió Finney pensativo—. Me figuro que ése sería un motivo del que no teníamos ni idea entonces. Dice usted que ha trabajado con él desde hace años. ¿Cree usted que había algo entre ellos cuando se cometió el asesinato?

—Lo dudo, señor. Esas cosas siempre dan que hablar en los pueblos. Quiero decir que nada de citas secretas. Nada que Mrs. Argyle pudiera haber descubierto y que la hubiera disgustado.

—No, pero puede que deseara muchísimo poder casarse con Gwenda Vaughan.

—Es una joven guapa. Nada espectacular, pero elegante, atractiva y con un trato agradable.

—Probablemente hace años que le quiere. Esas secretarias parece que siempre tienen que enamorarse de sus jefes.

—Bueno, tenemos un motivo para esos dos —señaló Huish—. Luego está la criada, la sueca. Quizá no quería a Mrs. Argyle tanto como aparentaba, o que estuviera resentida por desaires o supuestos desaires de Mrs. Argyle. No se benefició económicamente con la muerte, porque Mrs. Argyle había establecido para ella una generosa renta anual. Parece una mujer agradable, inteligente, no la clase de persona que puede uno imaginarse golpeando a nadie en la cabeza con un atizador. Pero nunca se sabe, ¿verdad? Fíjese en el caso de Lizzie Borden.

—No, nunca se sabe. ¿No hay la menor posibilidad de que se tratara de un extraño?

—No se encontraron rastros de ninguno. El cajón del que se llevaron el dinero estaba fuera de su sitio. El asesino trató de hacer creer que había entrado un ladrón, pero fue un trabajo de aficionado. Encaja perfectamente con la idea de que fue Jack el que trató de lograr ese efecto.

—Lo que me extraña es el dinero.

—Sí. Eso es difícil de entender. Uno de los billetes de cinco libras en posesión de Jack Argyle era, sin duda alguna, uno de los que le dieron a Mrs. Argyle aquella mañana en el banco. En el reverso tenía escrito el nombre de Mrs. Bottleberry. Él dijo que su madre le había dado el dinero, pero tanto Mr. Argyle como Gwenda Vaughan afirmaron que Mrs. Argyle entró en la biblioteca a las siete menos cuarto y les dijo que Jacko le había pedido dinero y afirmó de modo rotundo que se había negado a darle un penique.

—Es posible, naturalmente, sabiendo lo que sabemos ahora, que Argyle y la chica estuvieran mintiendo.

—Sí, cabe esa posibilidad. O a lo mejor… —El superintendente se calló de pronto.

—Diga, Huish —le animó Finney.

—Vamos a suponer que alguien, a quien llamaremos por el momento X, oyó la disputa y las amenazas de Jacko. Supongamos que ese alguien vio allí una oportunidad. Cogió el dinero, salió corriendo tras el chico, le dijo que su madre, a pesar de todo, había decidido dárselo y, así, preparó el terreno para envolver a Jacko en una trampa habilísima. Luego utilizó, con mucho cuidado para no borrar las huellas, el atizador que él había cogido para amenazar a Mrs. Argyle.

—Maldita sea. Nada de eso parece encajar con lo que sé de la familia. ¿Quién más había en la casa aquella noche, además de Argyle, Gwenda Vaughan, Hester Argyle y esa Lindstrom?

—La hija mayor, la casada, Mary Durrant, y su marido, estaban pasando allí unos días.

—Él está inválido, ¿verdad? Eso le deja al margen. ¿Y qué me dice de Mary Durrant?

—Es una mujer que parece muy tranquila, señor. No puede uno imaginársela excitada o… bueno, o matando a nadie.

—¿Y las criadas? —preguntó el jefe.

—Todas eran asistentas, señor, y a las seis ya se habían ido a sus casas.

—Déjeme que eche un vistazo a las horas.

El superintendente le tendió el papel.

—Hum, sí, ya veo. A las siete menos cuarto, Mrs. Argyle estaba en la biblioteca, contándole a su marido las amenazas de Jacko. Gwenda Vaughan estuvo presente durante parte de la conversación, y se marchó a su casa inmediatamente después de las siete. Hester Argyle vio viva a su madre dos o tres minutos antes de las siete. Después, nadie vio a Mrs. Argyle hasta que su cadáver fue descubierto por miss Lindstrom. Entre las siete y las siete y media hubo muchas oportunidades: Hester pudo haberla matado, Gwenda Vaughan pudo hacerlo después de salir de la biblioteca y antes de abandonar la casa. Miss Lindstrom pudo haberla matado «al descubrir el cadáver». Leo Argyle estuvo solo en la biblioteca desde las siete y diez hasta que miss Lindstrom dio la voz de alarma. Pudo haber ido a la sala de su esposa y matarla en esos veinte minutos. Mary Durrant, que estaba en el piso de arriba, pudo haber bajado y matar a su madre en esa media hora. Y la propia Mrs. Argyle pudo haber dejado entrar a alguien por la puerta principal, tal como creíamos que había dejado entrar a Jacko. Leo Argyle manifestó, como recordará usted, que le pareció oír el timbre de la puerta y el ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse, pero no estaba seguro respecto a la hora. Sacamos la conclusión de que había sido entonces cuando Jacko había vuelto y la había matado.

—Él no tenía necesidad de haber llamado. Tenía llave. Todos la tenían.

—Tienen otro hermano, ¿verdad?

—Sí, señor, Michael. Trabaja como vendedor de coches en Drymouth.

—Será mejor que se entere usted de lo que estuvo haciendo aquella noche.

—¿Después de dos años? —interrogó el superintendente Huish—. No es probable que nadie lo recuerde, ¿no le parece?

—¿No se lo preguntó entonces?

—Si no recuerdo mal, estaba probando el coche de un cliente. No había motivo para sospechar de él entonces, pero también tenía llave. Por tanto, pudo entrar y matarla.

El jefe suspiró.

—No sé por dónde va usted a empezar, Huish. No creo que podamos conseguir nada.

—Me gustaría saber quién la mató. Tengo entendido que era una mujer muy buena. Hizo mucho bien en su vida. Ayudó a los niños desgraciados y colaboró en toda clase de obras caritativas. Una persona como ésa no merece ser asesinada. Sí, me gustaría saberlo. Aunque no consigamos pruebas suficientes para satisfacer al fiscal en jefe, me gustaría saberlo.

—Bueno, le deseo mucha suerte, Huish. Afortunadamente, no tenemos gran cosa entre manos por el momento, pero no se desanime si no obtiene resultados prácticos. El rastro está muy frío. Sí, muy frío.