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—Es usted muy amable al recibirme de nuevo, Mr. Marshall —manifestó Calgary en son de disculpa.
—Nada de eso.
—Como usted sabe, fui a Sunny Point y vi a la familia de Jacko Argyle.
—Sí.
—Supongo que a estas horas ya sabrá cómo se desarrolló la entrevista.
—Sí, doctor Calgary, supone usted bien.
—Lo que quizá le resulte difícil de comprender es por qué he vuelto aquí. Es que las cosas no resultaron exactamente como yo esperaba.
—No, no. Puede que no.
Su voz era como siempre, seca y desprovista de emoción, pero Calgary percibió algo en ella que le animó a continuar.
—Yo creía que aquello sería el final. Estaba preparado para encontrar cierto… cómo diría yo, cierto resentimiento natural por parte de ellos. Aunque aquella conmoción pueda considerarse un acto divino, se les podría perdonar que abrigaran cierto resentimiento contra mí, desde su punto de vista. Como digo, estaba preparado. Pero, al mismo tiempo, esperaba que quedaría compensado por la satisfacción que sentirían al saber que el nombre de Jacko Argyle iba a quedar impoluto. Pero las cosas no resultaron como yo imaginaba. En absoluto.
—Comprendo.
—Mr. Marshall, ¿suponía usted que iba a ocurrir algo así? Recuerdo que su actitud me desconcertó en mi primera visita. ¿Preveía usted la actitud con que iba a encontrarme?
—Todavía no me ha dicho usted, doctor Calgary, cuál fue esa actitud.
Calgary acercó su silla.
—Yo creía que estaba concluyendo algo, que daría un final distinto a un capitulo ya escrito. Pero se me hizo sentir, se me hizo ver que, en lugar de «concluir» algo, lo estaba «empezando». Algo completamente nuevo. ¿Cree usted que esto describe con exactitud la postura que adoptaron?
Marshall asintió lentamente.
—Sí, puede expresarse así. Supuse, lo admito, que no se daba usted cuenta de las consecuencias. No podía esperarse que lo previera porque, naturalmente, no sabía nada de los antecedentes ni de los hechos, excepto lo que decían los informes legales.
—No. No, ahora lo veo. Ahora lo veo bien claro. —Alzó la voz con excitación—. No fue consuelo lo que sintieron en realidad, no fue satisfacción. Fue recelo. Miedo de lo que queda por venir. ¿Estoy en lo cierto?
—Yo diría que es probable que esté usted en lo cierto —señaló Marshall con cautela—. Claro que no hablo por conocimiento propio.
—Y de ser así —continuó Calgary—, no puedo volver a mi trabajo con la satisfacción de haber reparado en lo posible el daño hecho. Sigo complicado en el asunto. Soy responsable de haber introducido en las vidas de varias personas una preocupación nueva. No puedo lavarme las manos.
El abogado se aclaró la garganta.
—Ése, doctor Calgary, es un punto de vista un poco caprichoso.
—No estoy de acuerdo. Uno debe ser responsable de sus actos, y no sólo de sus actos, sino del resultado de sus actos. Hace dos años dejé subir en mi coche a un joven que iba haciendo autostop por la carretera. Al hacerlo, puse en marcha una serie de acontecimientos. No creo que pueda desentenderme de ellos.
El abogado meneó la cabeza.
—Muy bien —dijo Arthur Calgary, impaciente—. Llámelo punto de vista caprichoso, si quiere. Pero mis sentimientos, mi conciencia, siguen complicados en el asunto. Mi único deseo era reparar algo que no había estado en mi mano evitar. No he reparado nada. En cierta manera, he puesto las cosas peor, haciendo sufrir a personas que ya han sufrido mucho. Pero sigo sin comprender claramente porqué.
—No, no puede usted comprender porqué. Durante los últimos dieciocho meses aproximadamente, no ha tenido usted contacto con la civilización. No leyó usted los periódicos, la información sobre el proceso criminal y los antecedentes de la familia. Puede que no los hubiera leído de todos modos, pero creo que no hubiera podido evitar oír hablar de todo ello. Los hechos son muy sencillos, doctor Calgary. No son confidenciales. Se hicieron públicos en su momento. El problema se concreta de este modo: Si Jacko Argyle no cometió el crimen (y, según su declaración, no puede haberlo cometido), ¿quién lo cometió? Esto nos lleva de nuevo a las circunstancias en que el crimen fue cometido. Ocurrió una tarde de noviembre, entre las siete y las siete y media, en una casa donde la muerta estaba rodeada de los miembros de su familia. La casa estaba bien cerrada y, si alguien entró, tuvo que dejarle entrar la propia Mrs. Argyle o utilizar su propia llave. En otras palabras, tiene que haber sido una persona que conocía. Se parece, en ciertos aspectos, al caso Borden, en Estados Unidos. Mr. Borden y su esposa fueron asesinados a golpes de hacha un domingo por la mañana. Nadie en la casa oyó nada, nadie vio a nadie que se acercara a la casa. ¿Comprende, doctor Calgary, por qué la familia se sintió, según dice usted, más disgustada que consolada con la noticia que les dio?
—¿Quiere usted decir que preferirían que Jacko Argyle fuera culpable?
—¡Oh, sí! Sí, sin duda alguna. Si se me permite expresarme de un modo un tanto cínico, déjeme que le diga que Jack Argyle era la perfecta solución para el desagradable hecho de tener un asesino en la familia. Había sido un niño difícil, un delincuente juvenil y un hombre de carácter muy violento. Podía disculpársele y se le disculpó en el circulo familiar. ¡Pudieron sufrir por él, comprenderle, declararse a sí mismos, unos a otros y al mundo en general, que no había sido realmente culpa suya, que los psiquiatras podían explicarlo! Sí, muy convincente.
—Y ahora… —Calgary dejó la frase sin terminar.
—Y ahora, es diferente, claro. Muy diferente. Puede decirse que es alarmante.
—También usted recibió mal la noticia, ¿verdad?
—Sí, tengo que admitirlo. Sí, tengo que admitir que me disgustó. Un caso que había terminado satisfactoriamente… sí, continuaré empleando esta palabra, tiene que ser revisado.
—¿Lo sabe usted oficialmente? —preguntó Calgary—. ¿Quiero decir que revisará el caso la policía?
—Oh, sin duda alguna. Cuando Jacko fue declarado culpable a la vista de las abrumadoras pruebas que le condenaban, el jurado estuvo deliberando un cuarto de hora tan sólo. El asunto terminó allí en lo que concierne a la policía. Pero ahora, al concederse la absolución póstuma, el caso se abre de nuevo.
—¿Y la policía volverá a investigar?
—Es casi seguro, creo yo. Claro que —añadió Marshall, frotándose la barbilla, pensativo— es dudoso que consigan ningún resultado práctico, después de tanto tiempo y dadas las peculiares características del caso. En mi opinión, no creo que lo consigan. Puede que sepan que alguien de la casa es culpable. Puede incluso que lleguen a tener una idea bastante clara de quién es ese alguien. Pero conseguir pruebas concretas no será fácil.
—Comprendo, comprendo. Sí, eso es lo que quiso decir.
El abogado preguntó vivamente:
—¿De quién está usted hablando?
—De la chica. De Hester Argyle.
—Ah, sí, Hester. ¿Qué le dijo? —preguntó con curiosidad.
—Habló de los inocentes. Dijo que no era el culpable el que importaba, sino los inocentes. Ahora comprendo lo que quiso decir.
Marshall clavó en él una mirada penetrante.
—Sí, es posible.
—Quiso decir exactamente lo que está usted diciendo. Quiso decir que de nuevo la familia será sospechosa.
—De nuevo, no —afirmó Marshall—. Antes no hubo tiempo de que la familia fuera sospechosa. Jack Argyle fue el único sospechoso desde el primer momento.
Calgary hizo un gesto, desechando la aclaración.
—La familia será sospechosa, y puede que siga siéndolo durante mucho tiempo, incluso durante toda la vida. Si uno de la familia es culpable, es posible que ellos mismos no sepan quién es. Se mirarán unos a otros preguntándose… sí, eso va a ser lo peor de todo. Ni siquiera ellos mismos sabrán quién fue.
Se produjo un silencio. Marshall observaba a Calgary con ojos tranquilos y penetrantes.
—Eso es terrible —dijo Calgary.
—Su rostro delgado y sensible mostraba una profunda emoción.
—Sí, es terrible. Seguir año tras año sin saber, mirándose los unos a los otros. Puede que la sospecha afecte a las relaciones familiares, destruya el cariño, destruya la confianza.
—¿No estará usted… ejem, cargando un poco las tintas?
—No. No lo creo. Permítame que le diga, Mr. Marshall, que puede que yo vea esto con mayor claridad que usted. Yo puedo imaginarme lo que esta situación va a significar.
De nuevo se produjo un momentáneo silencio.
—Significa —prosiguió Calgary— que son los inocentes los que van a sufrir. Y los inocentes no deben sufrir. Solamente el culpable. Es por eso por lo que no me es posible lavarme las manos. No puedo largarme y decir: «He hecho lo que debía hacer, he reparado el mal en la medida de lo posible, he servido a la causa de la justicia», porque lo que yo he probado no ha servido a la causa de la justicia. No ha probado la culpabilidad del asesino, no ha librado de sospechas a los inocentes.
—Creo que está usted excitándose indebidamente, doctor Calgary. Lo que dice tiene, sin duda, un fondo de verdad, pero no veo que… bueno, no veo qué es lo que puede usted hacer.
—No. Yo tampoco —respondió Calgary con franqueza—. Pero tengo que intentarlo. Por eso es por lo que he venido a verle, Mr. Marshall. Quiero… creo que tengo derecho a conocer los antecedentes.
—Ah, bueno —manifestó Marshall un poco más animado—. Eso no es ningún secreto. Puedo informarle a usted de todos los hechos que quiera saber. Es de lo único de que puedo informarle, de los hechos. Nunca he tenido gran intimidad con la familia. Nuestra firma ha actuado en nombre de Mrs. Argyle durante muchos años. Hemos cooperado con ella en el establecimiento de varios fideicomisos y nos hemos ocupado de sus asuntos legales. A Mrs. Argyle en particular la conocía bastante bien y también a su marido. De la atmósfera de Sunny Point, del temperamento y el carácter de las diferentes personas que viven allí, sólo tengo un conocimiento de oídas, de Mrs. Argyle.
—Comprendo perfectamente todo eso, pero tengo que empezar por algo. Tengo entendido que los chicos no eran hijos suyos, que eran hijos adoptivos.
—Sí. El nombre de soltera de Mrs. Argyle era Rachel Konstam. Era hija única de Rudolph Konstam, un hombre muy rico. Su madre era norteamericana y también millonaria. Rudolph Konstam hacía muchas obras filantrópicas y educó a su hija de modo que se interesara en esas generosas actividades. Él y su esposa murieron en un accidente de aviación y Rachel dedicó entonces la gran fortuna que heredó de su padre y de su madre a lo que podemos llamar, en líneas generales, empresas filantrópicas. Se interesaba personalmente por estas obras de caridad y fundó varias instituciones de esta índole. Precisamente en estas últimas actividades conoció a Leo Argyle, que era profesor en Oxford, muy interesado en la reforma social y económica. Para que comprenda usted a Mrs. Argyle, tiene que tener en cuenta que la gran tragedia de su vida fue el no poder tener hijos. Como les ocurre a muchas mujeres, esta frustración fue gradualmente ensombreciendo su vida. Cuando, tras visitar a especialistas de todas clases, tuvo que abandonar las esperanzas de ser madre, buscó un paliativo. Primero adoptó a una niña de un barrio pobre de Nueva York, que es la actual Mrs. Durrant. Mrs. Argyle se dedicó casi por entero a obras de caridad relacionadas con niños. Al estallar la guerra de 1939 fundó, con los auspicios del ministerio de Sanidad, un asilo para huérfanos de guerra, y compró la casa que ha visitado usted, Sunny Point.
—Que entonces se llamaba Viper's Point.
—Sí, sí, ése era el nombre original. Sin embargo, puede que al final el nombre resulte más apropiado que el que ella escogió, Sunny Point. En 1940 tenía de doce a dieciséis niños, la mayoría de los cuales habían sido recogidos por personas poco recomendables o que no habían podido ser evacuados con sus familias. A esos chicos no les faltó nada. Se les proporcionó un hogar lujoso. Yo se lo reproché, haciéndole ver que a aquellos niños, después de la guerra, les iba a ser difícil dejar aquel ambiente de lujo e independizarse. No me hizo caso. Les tenía mucho cariño y, por último, concibió el propósito de adoptar a algunos de ellos, a huérfanos o niños procedentes de hogares poco recomendables. Así formó una familia de cinco. Mary, casada con Philip Durrant; Michael, que trabaja en Drymouth; Tina, una mestiza; Hester; y Jacko, claro. Crecieron considerando a los Argyle como a sus propios padres. Se les dio la mejor educación que el dinero puede conseguir. Si el entorno familiar sirve de algo, deberían haber llegado lejos. Desde luego, tuvieron todas las ventajas. Jack, o Jacko, como le llamaban ellos, siempre dejó que desear. En su primer año en la universidad se metió en líos. En dos ocasiones se libró de la cárcel por muy poco. Siempre había tenido un carácter imposible. Pero creo que todo esto ya lo habrá intuido usted. Cometió dos desfalcos que fueron pagados por los Argyle. Dos veces emplearon dinero en ponerle un negocio y los dos negocios fracasaron. Después de su muerte, se le concedió una pensión a su viuda y continúan pasándosela.
Calgary se echó hacia delante, asombrado.
—¿Su viuda? Nadie me dijo que se hubiera casado.
—Vaya, vaya. —El abogado chasqueó los dedos irritado—. Ha sido una negligencia por mi parte. Naturalmente, usted no leyó los periódicos. No creo que nadie de la familia tuviera la menor idea de su casamiento. Inmediatamente después del arresto, su mujer se presentó en Sunny Point muy angustiada. Mr. Argyle estuvo muy amable con ella. Era una joven que había trabajado en el Palais de Danse de Drymouth. Probablemente olvidé decírselo porque se volvió a casar unas semanas después de la muerte de Jack. Creo que su actual marido es electricista en Drymouth.
—Tengo que ir a verla, —dijo Calgary. Y añadió, en tono de reproche—: Es la primera persona a quien debería haber visto.
—Por supuesto, por supuesto. Le daré la dirección. En realidad, no sé por qué no lo hice cuando su primera visita.
Calgary permaneció en silencio.
—Ella era un factor tan poco importante —prosiguió el abogado, disculpándose—. Ni siquiera los periódicos lo explotaron mucho. No fue nunca a visitarle a la cárcel ni se tomó por él el menor interés.
Calgary salió de su ensimismamiento.
—¿Puede decirme usted con exactitud quién estaba en la casa la noche que Mrs. Argyle fue asesinada?
Marshall le dirigió una mirada penetrante.
—Leo Argyle, naturalmente, y la hija menor, Hester. Mary Durrant y su esposo estaban de visita. Él acababa de salir del hospital. Estaba además Kirsten Lindstrom, a quien probablemente conoció usted. Es una enfermera y masajista sueca, que fue llamada a Sunny Point para ayudar a Mrs. Argyle en el orfanato y que sigue allí desde entonces. Michael y Tina no estaban. Michael trabaja como vendedor de coches en Drymouth, y Tina tiene un empleo en la biblioteca municipal de Redmyn. Vive allí en un piso. Estaba también miss Vaughan, la secretaria de Mr. Argyle, pero se había marchado de la casa cuando descubrieron el cadáver.
—También la conocí —dijo Calgary—. Parece tenerle mucho afecto a Mr. Argyle.
—Sí, sí. Creo que pronto se anunciará el compromiso.
—¡Ah!
—Él estaba muy solo desde que murió su esposa —comentó el abogado con un matiz de reprobación en la voz.
—Claro. ¿Y quién tenía motivos para desear su muerte?
—¡Querido doctor Calgary, no debería especular sobre eso!
—Yo creo que sí. Como usted dijo, los hechos están al alcance de todos.
—No había un beneficio económico directo para ninguno de ellos. Mrs. Argyle había establecido una serie de fideicomisos discrecionales, fórmula que se emplea mucho en estos días. Los beneficiarios de estos fideicomisos son todos los chicos. Son administrados por tres depositarios. Yo soy uno de ellos, Leo Argyle es otro y el tercero es un abogado norteamericano, pariente lejano de Mrs. Argyle. Los tres depositarios administramos el dinero, una cantidad muy importante, de modo que beneficie a aquellos que más lo necesiten.
—¿Y Mr. Argyle? ¿Se benefició económicamente con la muerte de su esposa?
—No mucho. La mayor parte del dinero, como le he dicho, está en los fideicomisos. A él le dejó el resto de su fortuna, pero no supone gran cosa.
—¿Y miss Lindstrom?
—Mrs. Argyle le concedió una pensión vitalicia muy generosa varios años antes. —Marshall añadió, irritado—: ¿Motivo? No veo que nadie tuviera el menor motivo. Desde luego, nadie tenía motivos económicos.
—¿Y en cuanto a las relaciones personales? ¿Había algún roce?
—En eso, siento mucho no poder ayudarle. Nunca me he ocupado de su vida familiar.
—¿Conoce usted a alguien que haya podido hacerlo?
Marshall se quedó pensativo un momento. Luego dijo con desgana:
—Puede ir usted a ver al médico de la localidad. El doctor… MacMaster, creo que se llama. Está retirado ahora, pero sigue viviendo en la vecindad. Era el médico encargado del orfanato. Debe haber visto y oído muchas cosas sobre la vida en Sunny Point. Que pueda convencerle de que le cuente algo o no es cosa suya. Pero creo que si quisiera podría ser útil. Aunque perdone que le hable así, ¿cree usted posible llevar a cabo algo que no consiga la policía con mucha mayor facilidad?
—No lo sé. Probablemente, no. Pero lo que sí sé es que tengo que intentarlo. Sí, tengo que intentarlo.