1
Hester subió lentamente las escaleras, apartándose el pelo negro de la amplia frente. En el rellano se encontró con Kirsten Lindstrom.
—¿Se ha marchado?
—Sí, se ha marchado.
—Has recibido una impresión muy fuerte, Hester —Kirsten le puso una mano en el hombro—. Ven conmigo. Te serviré un coñac. Todo esto ha sido demasiado.
—No quiero coñac, Kirsty.
—Puede que no lo quieras, pero te sentará bien.
La muchacha dejó que la condujeran por el pasillo hasta la pequeña salita de Kirsten Lindstrom. Aceptó el coñac y empezó a beberlo despacio. Kirsten manifestó irritada:
—Todo ha sido demasiado repentino. Debería habernos advertido. ¿Por qué no nos escribió primero Mr. Marshall?
—Me figuro que el doctor Calgary no le habrá dejado. Quería venir aquí a decírnoslo él mismo primero.
—Quería venir a decírnoslo, ¿eh? ¿Cómo se esperaba que recibiríamos la noticia?
—Me figuro —contestó Hester con una voz extraña, sin entonación— que pensaría que nos iba a alegrar mucho.
—Nos alegrara o no, tenía que ser una impresión muy fuerte. No debía haberlo hecho.
—Pero, en cierto modo, fue valiente al hacerlo —protestó Hester, y su rostro enrojeció—. Quiero decir que no tiene que haber sido fácil. Ir a decirle a una familia que uno de ellos, condenado por asesinato y muerto en la cárcel, era inocente. Sí, creo que tuvo mucho valor, pero preferiría que no lo hubiera hecho.
—Eso lo hubiéramos preferido todos —afirmó miss Lindstrom vivamente.
Hester la miró interesada, dejando de pensar por un momento en su propia preocupación.
—¿De modo que tú también sientes lo mismo, Kirsty? Pensé que a lo mejor era yo sola.
—No soy tonta —replicó miss Lindstrom con acritud—. Entreveo ciertas posibilidades en las que tu doctor Calgary no parece haber pensado.
Hester se puso de pie.
—Tengo que ir a ver a papá.
Kirsten Lindstrom asintió.
—Sí. Ya habrá tenido tiempo de pensar en lo que se debe hacer.
Hester entró en la biblioteca. Gwenda Vaughan estaba llamando por teléfono. Su padre le hizo una seña y Hester se acercó a él, sentándose en el brazo de su butacón.
—Estamos tratando de comunicar con Mary y con Micky —comentó Leo Argyle—. Hay que comunicárselo en seguida.
—Oiga —dijo Gwenda Vaughan—. ¿Es Mrs. Durrant? ¿Mary? Habla Gwenda Vaughan. Tu padre quiere hablar contigo.
Leo se acercó al teléfono.
—¿Mary? ¿Cómo estás? ¿Cómo está Philip…? Me alegro… Acaba de ocurrir algo de lo más extraordinario. Me pareció que debías saberlo en seguida. Un tal doctor Calgary acaba de estar aquí. Traía una carta de Andrew Marshall. Era sobre Jacko. Parece… en realidad resulta increíble, parece que aquella historia que contó Jacko en el juicio, sobre un coche que le había llevado a Drymouth, era completamente cierta. Ese doctor Calgary es el hombre que lo llevó.
Se calló para escuchar lo que le decía su hija.
—Sí, bueno, Mary, no voy a entrar ahora en los detalles de por qué no se presentó en su momento. Tuvo un accidente, conmoción cerebral. Todo parece auténtico. Te llamo para decirte que creo que debemos reunimos aquí todos lo antes posible. A ver si conseguimos que Marshall venga también para discutir el asunto con nosotros. Creo que debemos ser aconsejados legalmente. ¿Podéis tú o Philip…? Sí, ya lo sé. Pero la verdad, querida, me parece que esto es importante… Sí… Bueno, llámame más tarde, si quieres. Voy a tratar de comunicar con Micky.
Gwenda Vaughan se acercó de nuevo al teléfono.
—Trata ahora de ponerme al habla con Micky.
—Como va a tardar un poco, ¿puedo llamar antes, papá, por favor? —dijo Hester—. Quiero hablar con Donald.
—Claro —contestó Leo—. ¿Vas a salir hoy con él?
—Iba a salir —admitió Hester.
Su padre le dirigió una mirada aguda.
—¿Te ha disgustado mucho esto?
—No lo sé. No sé muy bien lo que siento.
Gwenda le hizo sitio junto al teléfono y Hester marcó un número.
—¿Puedo hablar con el doctor Craig, por favor? Sí, sí. De parte de Hester Argyle. —Tras una breve pausa, Hester continuó—: ¿Eres tú, Donald? Creo que no podré ir contigo esta noche a la conferencia. No, no estoy enferma: no es eso, es que… bueno, es que hemos… es que hemos recibido una noticia muy extraña.
El doctor Craig habló de nuevo.
Hester se volvió hacia su padre.
—No es un secreto, ¿verdad?
—No. No es exactamente un secreto, pero… bueno, dile a Donald que no hable de ello por el momento, por favor. Ya sabes cómo son los rumores, siempre se exagera.
—Sí, ya sé. —Hester volvió a hablar con Donald—. En cierto modo, supongo que podrían llamarse buenas noticias, Donald, pero nos han sobresaltado. Preferiría no hablar de ello por teléfono. No, no, no vengas. No vengas, por favor. Esta noche no, mañana a cualquier hora. Es sobre Jacko. Sí, sí, mi hermano. Es que acabamos de enterarnos de que no mató a mi madre. Pero, por favor, Donald, no cuentes nada ni hables de esto con nadie. Mañana te lo contaré todo… No, Donald, no. Sencillamente, no puedo ver a nadie esta noche, ni siquiera a ti. Por favor. Y no cuentes nada de esto.
Colgó el teléfono y le hizo seña a Gwenda de que lo cogiera.
Gwenda pidió un número de Drymouth.
—¿Por qué no vas a la conferencia con Donald, Hester? —preguntó Leo—. Te evitaría pensar en otras cosas.
—No quiero, papá. No podría.
—Hablaste… le diste la impresión de que no era una buena noticia —comentó Leo—. Pero no es así, Hester. Nos sorprendió la noticia. Pero todos estamos muy contentos, muy contentos. ¿Cómo no íbamos a estarlo?
—Eso es lo que tenemos que decir, ¿no? —dijo Hester.
—Pero, hijita… —comenzó Leo en tono de advertencia.
—Pero no es cierto. No es una buena noticia. Es horrible.
—Micky está al teléfono —anunció Gwenda.
Leo se puso. Le hablo a su hijo en términos muy parecidos a los que había empleado con su hija. Pero Micky recibió la noticia de un modo muy distinto a como la había recibido Mary Durrant. No hubo protesta, sorpresa o incredulidad. Aceptó en seguida el hecho.
—¡Qué diablos! —exclamó la voz de Micky—. ¿Después de todo este tiempo? ¡El testigo perdido! ¡Vaya, vaya, Jack no estaba de suerte aquella noche!
Leo volvió a hablar. Micky escuchó.
—Sí. Estoy de acuerdo contigo. Será mejor que nos reunamos todos lo antes posible y que Marshall nos aconseje.
Se rió de pronto, con una risa que Leo recordaba tan bien en el chiquillo que jugaba en el jardín, junto a la ventana.
—¿Por quién apuestas? ¿Cuál de nosotros fue?
Leo soltó el auricular y se apartó bruscamente del teléfono.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Gwenda.
Leo se lo dijo.
—Me parece una broma muy tonta —comentó Gwenda.
Leo le dirigió una rápida mirada.
—Puede que no estuviera bromeando en absoluto —replicó suavemente.
2
Mary Durrant cruzó la habitación y recogió unos pétalos de crisantemos caídos de un florero, que colocó con cuidado en la papelera. Era una mujer alta, de aspecto sereno y que, a pesar de la falta de arrugas, representaba más de los veintisiete años que tenía, probablemente debido a una gravedad que parecía formar parte de su maquillaje. Era guapa, pero carecía del menor encanto. Tenía las facciones regulares, el cutis bonito, los ojos de un azul intenso y el pelo rubio recogido en un gran moño, el peinado de moda, aunque no era ésta la razón de que ella lo llevara. Era una mujer que mantenía siempre un estilo propio. Su aspecto externo era como su casa: pulcro y cuidado. El polvo y el desorden de cualquier clase le desagradaban.
El hombre sentado en una silla de ruedas que la observaba mientras recogía los pétalos, sonrió con una sonrisa un poco aviesa.
—Siempre la misma criatura meticulosa. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.
Se rió y en su risa podía apreciarse cierta malicia. Pero Mary Durrant no se inmutó.
—Me gusta que todo esté ordenado. Sabes, Phil, tampoco a ti te gustaría que la casa pareciera un campo de batalla.
Su marido replicó con una nota de amargura:
—Bueno, por lo menos yo no tengo oportunidad de convertirla en un campo de batalla.
Philip Durrant había sufrido un ataque de poliomielitis que le había dejado paralítico poco después de su matrimonio. Para Mary, que le adoraba, era tanto su hijo como su marido. A él a veces le avergonzaba un poco el amor absorbente de su esposa. Mary no tenía la imaginación suficiente para comprender que a veces le fastidiaba su satisfacción al verle depender de ella.
Philip prosiguió con rapidez, temiendo escuchar algunas palabras de conmiseración o simpatía.
—¡La verdad es que no hay palabras con que calificar la noticia que nos ha dado tu padre! ¡Después de tanto tiempo! ¿Cómo puedes quedarte tan tranquila?
—Será porque me cuesta trabajo comprenderlo. ¡Es tan extraordinario! Al principio no podía creer lo que mi padre decía. Si hubiera sido Hester, pensaría que lo estaba inventando todo. Ya sabes como es Hester.
El rostro de Philip Durrant perdió algo de su amargura.
—Una vehemente y apasionada criatura que empieza la vida, buscando problemas que seguro que encontrará —comentó suavemente.
Mary descartó su análisis con un gesto. El carácter del prójimo no le interesaba.
—Supongo que es cierto —opinó dubitativa—. ¿No crees que ese hombre puede habérselo inventado todo?
—¿El científico distraído? Sería agradable creerlo, pero parece que Andrew Marshall se ha tomado en serio el asunto. Y tratándose de Marshall, Marshall & Marshall, la cosa ofrece garantías.
—¿Qué consecuencias traerá esto, Phil? —preguntó Mary Durrant, frunciendo el entrecejo.
—Significa que Jacko será exculpado. Es decir, si las autoridades están satisfechas, y creo que puede contarse con que lo estarán.
—Supongo que todo será muy agradable —Mary exhaló un suspiro.
Philip Durrant volvió a reír, con la misma risa amarga.
—Polly, eres un caso.
Nadie, salvo su marido, había nunca llamado Polly a Mary Durrant. El nombre resultaba ridículamente inapropiado para su belleza estatuaria. Ella le miró un poco sorprendida.
—No sé qué he dicho que pueda divertirte tanto.
—¡Lo dices con un tono tan aristocrático! Parecías lady Fulanita de Tal alabando las labores de artesanía de los escolares del pueblo en la venta de caridad.
—¡Pero es que es de verdad agradable! —exclamó Mary desconcertada—. No me digas que era satisfactorio tener un asesino en la familia.
—No estrictamente en la familia.
—Viene a ser lo mismo. Era muy molesto y se sentía uno muy incómodo. ¡Todo el mundo estaba tan excitado y sentía tanta curiosidad! Me resultó insoportable.
—Te portaste muy bien. Los dejaste helados con esa mirada glacial tuya. Les hiciste bajar el tono y avergonzarse de sí mismos. Es extraordinario como te las arreglas para no mostrar nunca la menor emoción.
—Me desagradó mucho todo aquello, pero como quiera que sea, murió y todo había terminado. Y ahora… ahora supongo que habrá que desenterrar de nuevo todo el asunto. Un fastidio.
—Sí —Philip Durrant, pensativo, movió los hombros con un leve gesto de dolor. Su mujer se acercó, presurosa.
—¿Te ha dado un calambre? Espera. Déjame que cambie este cojín. Así. ¿Estás mejor?
—Deberías haber sido enfermera.
—No tengo el menor deseo de cuidar a un montón de gente. Sólo a ti.
Lo dijo con sencillez, pero detrás de las escuetas palabras había mucha pasión.
Sonó el teléfono y Mary atendió la llamada.
—Diga… sí, al habla… Ah, eres tú. —Le dijo a Philip—. Es Micky… Sí, sí, ya lo sabemos. Papá ha telefoneado. Sí, claro… Sí… Sí… Philip dice que si los abogados están satisfechos, la cosa debe de ser cierta… La verdad, Micky, no sé por qué te impresiona tanto. No veo por qué he de ser obtusa… La verdad, Micky, creo que… ¡Oye! ¡Oye! —Frunció el entrecejo enfadada—. Ha colgado.
Colgó el teléfono.
—La verdad, Philip, es que no comprendo a Micky.
—¿Qué dijo exactamente?
—¡Se ha puesto de una manera! Dijo que era una obtusa, que no me daba cuenta de las consecuencias. ¡Será un infierno! Ésa fue su expresión. ¿Por qué? No lo comprendo.
—Está asustado, ¿eh?
—¿Por qué?
—La verdad es que tiene razón. Traerá consecuencias.
Mary parecía un poco aturdida.
—¿Quieres decir que volverá a despertarse el interés de la gente por el asunto? Naturalmente, me alegro de que Jacko sea exculpado, pero sería muy desagradable que la gente empezara a hablar otra vez.
—No se trata sólo de lo que digan los vecinos. Es más grave que eso.
Ella le miró, interrogante.
—¡La policía también se interesará en el asunto!
—¿La policía? —exclamó Mary con viveza—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?
—Querida mía, piensa.
Mary se acercó lentamente y se sentó a su lado.
—Ahora vuelve a ser un crimen sin resolver, ¿comprendes? —comentó Philip.
—¡No me digas que van a volver a ocuparse de esto después de tanto tiempo!
—Ésa es una idea muy bonita, pero me temo que sea completamente errónea.
—Pero después de haber sido tan estúpidos, equivocándose de ese modo con respecto a Jacko, no querrán desenterrar el asunto.
—¡Puede que no quieran desenterrarlo, pero probablemente tendrán que hacerlo! El deber es el deber.
—Oh, Philip, estoy segura de que te equivocas. Se hablará un poco del asunto y luego todo se olvidará.
—Y entonces viviremos muy felices por siempre jamás, amén —replicó Philip con su voz burlona.
—¿Por qué no?
Él meneó la cabeza.
—No es tan sencillo como eso. Tu padre tiene razón. Tenemos que reunimos todos y deliberar. Será bueno que vaya Marshall, como dijo él.
—¿Quieres decir ir a Sunny Point?
—Sí.
—Pero no podemos.
—¿No?
—Es imposible. Eres un inválido y…
—No soy un inválido —Philip habló con cierta irritación—. Estoy fuerte y sano. Sólo he perdido el uso de las piernas. Podría ir a Tumbuctú con el transporte adecuado.
—Estoy segura de que no te sentará nada bien ir a Sunny Point. Con este asunto tan desagradable…
—No tengo la mente enferma.
—Y además, no veo que podamos dejar la casa. Últimamente se han producido muchos robos.
—Que venga alguien a dormir aquí.
—Eso se dice pronto, como si fuera una cosa muy fácil.
—Esa señora No-sé-cuántos podría venir todos los días. Deja ya de plantear pegas domésticas, Polly. Lo cierto es que no quieres ir.
—No, no quiero ir.
—No estaremos mucho tiempo —la tranquilizó Philip—. Pero creo que debemos ir. Ésta es una ocasión en la que la familia tiene que presentarse unida ante el mundo. Tenemos que saber exactamente qué terreno pisamos.
3
En el hotel de Drymouth, Calgary cenó temprano y subió a su habitación. Se sentía profundamente afectado por lo ocurrido en Sunny Point. Había esperado que la misión le resultara penosa y había necesitado armarse de todo su valor para llevarla a cabo. Pero la entrevista había resultado penosa y perturbadora de un modo completamente distinto al que había previsto. Se tumbó en la cama, encendió un cigarrillo y empezó a darle vueltas y más vueltas al tema.
La imagen que se le presentaba con mayor claridad era el rostro de Hester en el momento de separarse. ¡Con qué desprecio había rechazado su deseo de justicia! ¿Qué era lo que había dicho? «No es el culpable el que importa, son los inocentes». Y luego: «¿No ve usted lo que nos ha hecho a todos?». Pero ¿qué era lo que había hecho? No lo comprendía. Se devanaba los sesos por comprenderla.
Y los demás. La mujer a la que llamaban Kirsty (¿por que Kirsty? Era un nombre escocés. Y ella no era escocesa. ¿Danesa, quizá noruega?). ¿Por qué había hablado tan duramente, recriminándole de aquel modo?
También había habido algo raro en la actitud de Leo Argyle: un retraimiento, una vigilancia. Nada de: «Gracias a Dios que mi hijo era inocente», lo que hubiera sido la reacción natural.
Y la joven, la secretaria de Leo. Había estado amable con él y había tratado de ayudarle. Pero también había reaccionado de un modo extraño. Recordó cómo se había arrodillado junto al sillón de Argyle. Como si… como si le comprendiera y quisiera consolarlo. ¿Consolarlo, por qué? ¿Porque su hijo no era un asesino? Y si, además, sus sentimientos no eran puramente los de una secretaria, aunque llevara varios años en el puesto. ¿Qué significaba todo aquello?
Sonó el teléfono de la mesilla de noche.
—¡Diga!
—¿Doctor Calgary? Hay un señor que pregunta por usted.
—¿Por mí?
Le sorprendió. Que él supiera, nadie estaba enterado de que iba a pasar la noche en Drymouth.
—¿Quién es?
—Mr. Argyle —contestó el empleado.
—¡Ah! Dígale…
Arthur Calgary se detuvo en el momento en que iba a decir que ahora mismo bajaba. Si por alguna razón Leo Argyle le había seguido a Drymouth y se había enterado de dónde se hospedaba, seguramente sería embarazoso discutir en el concurrido salón del hotel el asunto que le llevara allí. En su lugar, dijo:
—¿Quiere decirle que suba a mi habitación?
Se levantó de la cama y empezó a pasearse por la habitación, hasta que oyó un golpe en la puerta.
Cruzó la habitación y abrió.
—Pase Mr. Argyle. Yo…
Se calló, sorprendido. No era Leo Argyle. Era un joven de unos veinticinco años, moreno y bien parecido, pero con una expresión de amargura que le afeaba. Un rostro inquieto, violento y desgraciado.
—No me esperaba, ¿verdad? Creía que era mi padre. Soy Michael Argyle.
—Pase. ¿Cómo se enteró usted de que estaba aquí? —preguntó, ofreciéndole la pitillera.
Michael Argyle cogió un cigarrillo y rió de modo desagradable.
—¡Muy fácil! Llamé a los principales hoteles, por si se quedaba a pasar la noche. Di con usted en el segundo.
—¿Y por qué quería verme?
—Quería saber qué clase de tipo era usted —replicó Michael Argyle lentamente.
Sus ojos miraron a Calgary de arriba abajo y observó los hombros ligeramente hundidos, el pelo con las primeras canas y el rostro delgado y sensible.
—¿De modo que es usted uno de los que fueron al polo Sur con la Hayes Bentley? No parece usted muy duro.
Arthur Calgary sonrió débilmente.
—Algunas veces, las apariencias engañan. Fui lo bastante duro para hacerlo. No es sólo fuerza muscular lo que hace falta. Hay otros requisitos muy importantes: resistencia, paciencia, conocimientos técnicos…
—¿Qué edad tiene usted, cuarenta y cinco?
—Treinta y ocho.
—Representa más.
—Sí, sí, puede que sí.
Por un instante, le asaltó un sentimiento de tristeza muy agudo, al enfrentarse con la juventud acusadamente viril del muchacho.
—¿Por qué quería verme? —preguntó con cierta brusquedad.
El otro torció el gesto.
—Es natural, ¿no? Al enterarme de la noticia que trajo. La noticia sobre mi querido hermano.
Calgary no contestó.
—Le llegó un poco tarde al pobre, ¿verdad? —continuó Michael.
—Sí —manifestó Calgary en voz baja—. Demasiado tarde para él.
—¿Por qué cerró el pico? ¿Qué significa todo eso de la conmoción?
Pacientemente, Calgary se lo contó. Cosa extraña, la brusquedad y la descortesía del muchacho le resultaban reconfortantes. Por lo menos, había encontrado alguien que sentía gran interés por su hermano.
—Con eso Jacko tiene una coartada, ¿eh? ¿Cómo sabe usted que no se equivoca en lo de las horas?
—Estoy completamente seguro respecto a las horas —afirmó Calgary.
—Puede haberse equivocado. Ustedes los científicos son muy distraídos algunas veces con las cosas pequeñas, como horas y lugares.
Calgary mostró cierto regocijo.
—Se ha hecho usted una idea del distraído profesor de las novelas, que lleva los calcetines de distinto color y no sabe qué día es o por dónde anda, ¿verdad? Mi querido joven, el trabajo técnico requiere mucha precisión, cantidades exactas, horas, cálculos. Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que haya cometido un error. Recogí a su hermano inmediatamente antes de las siete y lo dejé en Drymouth cinco minutos después de las siete y media.
—Su reloj podía andar mal. ¿O se fió usted del reloj del coche?
—Mi reloj y el reloj del coche estaban perfectamente sincronizados.
—Jacko pudo haberle dado gato por liebre de algún modo. Sabía muchos trucos.
—No hubo el menor truco. ¿Por qué tiene usted tanto interés en demostrar que estoy equivocado? Esperaba que quizá fuera difícil convencer a las autoridades de que habían condenado injustamente a un hombre. ¡No esperaba que su propia familia fuera tan difícil de convencer!
—¿De modo que nos ha encontrado a todos un poco difíciles de convencer?
—La reacción me pareció un poco anormal.
Micky fijó en él una mirada penetrante.
—¿No quisieron creerle?
—Así me lo pareció.
—No lo pareció solamente. Así fue. Y es natural, además, si se para usted a pensar un poco.
—¿Por qué? ¿Por qué es natural? Asesinan a su madre. Su hermano es acusado del asesinato y condenado. Ahora resulta que era inocente. Deberían estar ustedes contentos, agradecidos. Su propio hermano…
—No era mi hermano. Y ella no era mi madre.
—¿Cómo?
—¿Nadie se lo ha dicho? Todos éramos hijos adoptivos. Todos nosotros, Mary, mi «hermana» mayor, fue adoptada en Nueva York. El resto durante la guerra. Mi «madre», como usted la llama, no podía tener hijos propios. De modo que se buscó una bonita familia adoptiva. Mary, yo, Tina, Hester y Jacko. Un hogar confortable y lujoso y un derroche de amor maternal. Yo creo que al final llegó a olvidarse de que no éramos sus propios hijos. Pero tuvo mala suerte cuando escogió a Jacko para convertirlo en uno de sus queridos niñitos.
—No tenía la menor idea —dijo Calgary con energía.
Micky le miró y asintió.
—Bueno. Usted lo dice y nada le hará cambiar de opinión. Jacko no la mató. Muy bien, entonces, ¿quién la mató? Eso no se le había ocurrido, ¿verdad? Piénselo ahora. Piénselo y empezará a comprender lo que nos está haciendo a todos.
Giró sobre sus talones y salió bruscamente de la habitación.