CAPÍTULO II

1

Debía haber sido un anuncio sensacional, pero no produjo ningún efecto. Calgary había esperado asombro, una alegría incrédula, entre la confusión, preguntas ansiosas. No hubo nada de eso. Sólo vio cautela y desconfianza. Gwenda Vaughan fruncía el entrecejo. Hester le miraba con los ojos muy abiertos. Quizás era natural: semejante anuncio resultaba difícil de comprender, así de pronto.

—¿Quiere usted decir, doctor Calgary, que comparte mi actitud? ¿Que no le considera responsable de sus actos? —preguntó Leo Argyle vacilante.

—¡Quiero decir que no la mató! ¿No lo comprende, hombre? No la mató. No pudo haberla matado. Hubiera podido probar su inocencia, de no haber sido por la más extraordinaria y desdichada combinación de circunstancias. Yo pude haber demostrado su inocencia.

—¿Usted?

Yo era el hombre del coche.

Lo dijo tan sencillamente que, por un momento, no lo comprendieron. Antes de que pudieran recobrarse, hubo una interrupción. La mujer de rostro vulgar entró en la habitación. Fue directamente al asunto.

—Lo he oído al pasar por delante de la puerta. Este hombre dice que Jacko no mató a Mrs. Argyle. ¿Por qué dice eso? ¿Cómo lo sabe?

Su rostro, antes fiero y belicoso, mostraba una expresión conmovida.

—Tengo que oírlo también —añadió en tono lastimero—. No puedo quedarme fuera y no saber.

—Claro que no, Kirsty. Usted es de la familia.

Leo Argyle la presentó.

—Miss Lindstrom, el doctor Calgary. El doctor Calgary está diciendo cosas increíbles.

A Calgary le sorprendió el nombre escocés de Kirsty. Hablaba un inglés excelente, pero tenía un ligero acento extranjero.

La mujer se dirigió a Calgary en tono acusatorio.

—No debía haber venido aquí a decir esas cosas, a sobresaltar a la gente. Han aceptado sus tribulaciones. Ahora viene usted a trastornarlos con lo que está diciendo. Lo que ocurrió fue voluntad de Dios.

A Calgary le repelió la oronda complacencia en la declaración que formuló. Posiblemente, pensó, era una de esas personas morbosas que se recrean en las tragedias. Pues se iba a quedar sin espectáculo.

—Aquella noche, a las siete menos cinco —manifestó Calgary—, recogí en la carretera de Redmyn a Drymouth a un joven que hacía autostop. Lo llevé hasta Drymouth. Hablamos. Me pareció un joven muy agradable y simpático.

—Jacko tenía un gran encanto —dijo Gwenda—. Todo el mundo lo encontraba atractivo. Fue su carácter lo que le perdió. Y además, no era honrado, desde luego —añadió pensativa—. Pero la gente no se daba cuenta de eso hasta pasado algún tiempo.

Miss Lindstrom se volvió hacia ella.

—No debería hablar así, ahora que está muerto.

—Continúe, por favor, doctor Calgary —intervino Leo Argyle con cierta aspereza—. ¿Por qué no se presentó en aquel momento?

—Sí —dijo Hester, jadeante—. ¿Por qué se desentendió del asunto? Se le reclamó en los periódicos, se pusieron anuncios. ¿Cómo pudo usted ser tan egoísta, tan malvado?

—Hester, Hester —la atajó su padre—. El doctor Calgary no ha terminado de contarnos su historia.

Calgary se dirigió directamente a la muchacha.

—Sé muy bien lo que siente. Y sé lo que siento yo, lo que siempre sentiré. —Se dominó—. Continuaré con mi relato. Aquella noche había mucho tráfico en las carreteras. Eran bastante más de las siete y media cuando dejé al joven, cuyo nombre no conocía, en el centro de Drymouth. Creo que eso le redime por completo, ya que la policía está segura de que el crimen fue cometido entre las siete y las siete y media.

—Sí —dijo Hester—. Pero usted…

—Tenga paciencia, por favor. Para que comprenda, tengo que retroceder un poco. Llevaba dos días en Drymouth en el piso de un amigo. Este amigo, que es marino, estaba en el mar. Me había dejado también su coche, que guardaba en un garaje particular. Aquel día, nueve de noviembre, tenía que regresar a Londres. Decidí volver en el tren de la noche y emplear la tarde en visitar a una anciana criada a quien mi familia quería mucho y que vivía en una casita en Polgarth, a unas cuarenta millas al oeste de Drymouth. Cumplí mi programa. Aunque muy anciana y con la mente un poco vaga, me reconoció y se alegró mucho de verme. Estaba muy excitada porque había leído en los periódicos que me iba al Polo. Sólo me quedé un rato, para no cansarla y, al marcharme, decidí no volver directamente a Drymouth siguiendo la costa, como había hecho a la ida, sino al norte hasta Redmyn y ver al viejo canónigo Peasmarsh, que tiene en su biblioteca algunos libros muy raros, entre ellos un incunable tratado de navegación del que tenía gran interés en copiar un párrafo. El anciano se niega a tener teléfono, por considerarlo invento del diablo, lo mismo que la radio, la televisión, los cines y los aviones a reacción. Así que tuve que arriesgarme a ir a verle sin saber si lo encontraría o no. No tuve suerte. La casa estaba cerrada a cal y canto. Entré un momento en la catedral y luego emprendí el regreso a Drymouth por la carretera principal, completando así el tercer lado del triángulo. Me quedaba tiempo suficiente para recoger mi maleta, devolver el coche al garaje y coger el tren.

»En el camino, según les he dicho, recogí a un desconocido autostopista y, después de dejarlo en la ciudad, llevé a cabo mi programa. Después de llegar a la estación, todavía me sobraba algún tiempo y salí a la calle principal a comprar cigarrillos. Al cruzar la calle, un camión dio la vuelta a la esquina a gran velocidad y me tiró al suelo.

»Según las declaraciones de varios transeúntes, me levanté, al parecer, sin sufrir herida alguna y portándome de modo completamente normal. Dije que estaba muy bien, que tenía que coger un tren y volví corriendo a la estación. Cuando el tren llegó a Paddington, estaba inconsciente y me llevaron al hospital, donde me diagnosticaron conmoción cerebral. Al parecer, ese efecto retardado es algo bastante común.

»Cuando recobré el conocimiento, días más tarde, no recordaba nada del accidente ni de mi regreso a Londres. Lo último que recordaba era el momento de ponerme en camino para ir a visitar a la anciana en Polgarth. Después de eso, nada. Me tranquilizaron, diciéndome que eso es muy corriente. No había razón alguna para creer que las horas perdidas de mi vida tuvieran la menor importancia. Ni yo mismo ni nadie tenía la más remota idea de que hubiera circulado por la carretera de Redmyn a Drymouth aquella tarde.

»Faltaba muy poco tiempo para la fecha en que tenía que salir de Inglaterra. Me tuvieron en el hospital, en reposo absoluto, sin periódicos. Al marcharme, fui directamente al aeropuerto para coger el avión que me llevaría a Australia y unirme a la expedición. Hubo ciertas dudas sobre si estaría en condiciones de ir, pero no hice caso de ellas. Estaba demasiado ocupado con los preparativos y los problemas como para interesarme en lo más mínimo por noticias de asesinatos y, en cualquier caso, la excitación pasó después del arresto y, cuando llegó el juicio, yo estaba camino de la Antártida.

Se detuvo un momento. Todos escuchaban con atención.

—Fue hace cosa de un mes, recién llegado a Inglaterra, cuando hice el descubrimiento. Me hacían falta periódicos viejos para envolver unas muestras. La casera me trajo un montón de periódicos. Al extender uno en la mesa, vi la foto de un joven cuyo rostro me resultó muy conocido. Traté de recordar dónde lo había visto y quién era. No lo conseguí y, sin embargo, ¡cosa rara!, recordaba haber sostenido con él una conversación sobre anguilas. Le había intrigado y fascinado oír las hazañas de la vida de una anguila. ¿Pero cuándo? ¿Dónde? Leí la noticia: aquel joven era Jack Argyle, acusado de asesinato. Le había dicho a la policía que le había recogido un hombre al volante de un coche negro.

»Y entonces, de pronto, recuperé aquel trozo de mi vida. Recordé haber recogido a aquel joven, la despedida en Drymouth, el regreso al piso, el momento de cruzar la calle para comprar cigarrillos. Vislumbré por un momento el camión que me atropello y, después de eso, nada hasta el hospital. Seguía sin recordar cómo fui a la estación y cogí el tren de Londres. Leí el párrafo una y otra vez. El juicio se había celebrado hacía más de un año y el caso estaba casi olvidado. «Un muchacho que mató a su madre —recordaba la dueña de la casa vagamente—. No sé lo que pasó luego. Creo que lo colgaron». Busqué en las hemerotecas para enterarme de las fechas, y luego fui a ver a Marshall & Marshall, los abogados defensores del muchacho. Me enteré de que era demasiado tarde para poner en libertad al desgraciado joven. Había muerto de neumonía en la cárcel. Aunque ya no se le podía hacer justicia a él en persona, podía hacerse justicia a su memoria. Fui con Mr. Marshall a la policía. El caso ha sido presentado a la fiscalía y Marshall está seguro de que el caso pasará al secretario del Interior.

»Naturalmente, recibirán ustedes información completa de Mr. Marshall. El motivo de su retraso ha sido mi gran interés por ser el primero en hacérselo saber. Consideré mi deber pasar por el desagradable trance. Estoy seguro de que comprenderán ustedes que siempre me pesará en la conciencia. Si hubiera tenido más cuidado al cruzar la calle… —Se interrumpió—. Comprendo que nunca podrán sentir benevolencia hacia mí, aunque, en rigor, no soy culpable, Sin embargo, ustedes, todos ustedes, tienen que considerarme responsable.

Gwenda Vaughan dijo rápidamente con voz cálida y amable:

—¡Cómo vamos a considerarle responsable! Es una de esas cosas que pasan. Una cosa trágica, increíble, nada hay que reprocharle.

—¿Le creyeron? —preguntó Hester.

Él la miró sorprendido.

—¿Le creyeron? La policía. Podía estar inventándolo todo, ¿verdad?

Calgary no pudo evitar una sonrisa.

—Soy un testigo muy fiable —contestó suavemente—. No tengo ningún interés personal en el asunto y, además, la policía ha comprobado mi historia concienzudamente: declaraciones de los médicos, información obtenida en Drymouth, etcétera. Desde luego, Marshall se mostró muy cauto, como todos los abogados. No quería hacerles concebir esperanzas hasta estar seguro del éxito.

Leo Argyle se removió en su butaca.

—¿Qué quiere decir exactamente con eso de éxito?

—Perdone —respondió Calgary con presteza—. No es la palabra apropiada. Su hijo fue acusado de un crimen que no cometió, fue juzgado por ese crimen, lo condenaron y murió en la cárcel. La justicia ha llegado demasiado tarde para él. Pero la clase de justicia que aún puede hacérsele, es casi seguro que se hará y haremos todo lo posible por que se haga. El secretario del Interior aconsejará probablemente a la reina que conceda una absolución total.

Hester se rió.

—¿Absolución por algo que no ha cometido?

—Ya lo sé. La terminología siempre resulta poco adecuada. Pero tengo entendido que es costumbre en estos casos que se haga una interpelación en el Parlamento, y en la respuesta quedará bien claro que Jack Argyle no cometió el crimen por el que fue sentenciado y los periódicos informarán de la decisión.

Se calló. Nadie dijo nada. Les había causado una gran impresión, pensó. Pero, después de todo, había un motivo de alegría.

Se puso de pie.

—Creo que no tengo nada más que decir —manifestó vacilante—. Repetirles cuánto lo siento. La tristeza que me causa todo esto, pedirles perdón, son cosas que ya saben ustedes muy bien. La tragedia que puso fin a su vida ha oscurecido la mía. Pero, por lo menos —añadió suplicante—, debe significar algo para ustedes saber que no cometió aquella horrible acción, saber que su nombre, el nombre de ustedes, quedará limpio a los ojos del mundo.

Si esperaba una respuesta, no la obtuvo.

Leo Argyle permaneció hundido en su butaca. Gwenda tenía los ojos fijos en el rostro de Leo. Hester miraba el vacío con expresión trágica. Miss Lindstrom gruñó algo entre dientes y meneó la cabeza.

Calgary permaneció junto a la puerta, mirándolos con expresión de desamparo.

Fue Gwenda Vaughan la que se hizo cargo de la situación. Se acercó a él, puso una mano sobre su brazo y le dijo en voz baja:

—Es mejor que se vaya ahora, doctor Calgary. Ha sido una impresión demasiado fuerte. Necesitan tiempo para asimilar la noticia.

Él asintió. Miss Lindstrom se le acercó en el descansillo.

—Le acompañaré a la puerta.

Al volver la cabeza, antes de que la puerta de la habitación se cerrara, vio a Gwenda Vaughan arrodillada junto a la butaca de Leo Argyle. Esto le sorprendió un poco.

Miss Lindstrom le esperaba rígida como un centinela.

—No puede usted devolverle la vida —señaló con voz ronca—. ¿Por qué traerles de nuevo esos recuerdos? Hasta ahora, estaban resignados. Ahora sufrirán. Siempre es mejor dejar las cosas como están.

Habló con resquemor.

—Hay que rehabilitar su memoria —afirmó Arthur Calgary.

—¡Hermosos sentimientos! Todo eso está muy bien. Pero no tiene usted en cuenta lo que significa. Los hombres nunca piensan. —Golpeó el suelo con el pie—. Quiero a esta familia. Vine para ayudar a Mrs. Argyle en 1940, cuando instaló aquí un asilo para huérfanos de guerra. Nada le parecía demasiado para aquellos niños. Se les daba todo y más. Han pasado casi dieciocho años, y todavía ahora, después de su muerte, sigo aquí, para cuidar a la familia, para mantener la casa limpia y confortable, para ocuparme de que coman bien. Los quiero a todos ellos, y Jacko ¡no era bueno! Sí, sí, también a él lo quería, ¡pero no era bueno!

Se volvió bruscamente. Parecía haber olvidado su ofrecimiento de acompañarle a la puerta. Calgary bajó lentamente las escaleras. Mientras manipulaba la puerta, que tenía un cierre de seguridad cuyo mecanismo no entendía, oyó unos pasos ligeros detrás suyo. Era Hester, que llegaba corriendo.

Descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Se miraron. Calgary no comprendía por qué le miraba con aquellos ojos trágicos y llenos de reproches.

—¿Por que ha venido? —dijo Hester dijo en un susurro—. ¡Oh! ¿Por qué ha venido?

Él la miró indefenso.

—No la comprendo. ¿No quiere que el nombre de su hermano quede limpio de mancha? ¿No quiere que se le haga justicia?

—¡Oh, justicia! —le espetó ella.

—No lo comprendo.

—¡Venga a hablar de justicia! ¿Qué le importa a Jacko? Está muerto. Jacko ya no importa. ¡Somos nosotros los que importamos!

—¿Qué quiere usted decir?

—No es el culpable el que importa, son los inocentes.

Ella le cogió por un brazo, clavándole los dedos.

—Somos nosotros los que importamos. ¿No ve usted lo que nos ha hecho a todos?

Él la miró atónito.

Una figura se acercó por el jardín.

—¿El doctor Calgary? Aquí está el taxi para llevarle a Drymouth, señor.

—Ah, sí, gracias.

Calgary se volvió de nuevo hacia Hester, pero ella ya se había retirado.

La puerta se cerró con un golpe.