1
Anochecía cuando llegó al transbordador. Podía haber llegado allí mucho antes. La verdad era que lo había retrasado todo lo posible.
Primero, el almuerzo con unos amigos en Redquay, la charla frívola, el intercambio de chismorreos sobre amistades comunes. Todo aquello significaba que, en su fuero interno, estaba esquivando lo que tenía que hacer. Sus amigos le invitaron a tomar el té y él aceptó. Pero por fin llegó el momento en que comprendió que no podía postergarlo más.
El coche de alquiler le estaba esperando. Se despidió de sus amigos y el chófer le condujo a lo largo de siete millas por la frecuentadísima carretera de la costa, tomando luego, tierra adentro, por el boscoso camino que acababa en el pequeño embarcadero de piedra sobre el río.
En el embarcadero había una gran campana, que el chófer hizo sonar con energía para llamar al transbordador, que estaba en la otra orilla.
—¿Desea que le espere, señor?
—No —respondió Arthur Calgary—. He pedido un coche que vendrá a recogerme dentro de una hora para llevarme a Drymouth.
El hombre recibió la tarifa y la propina.
—Ya viene el transbordador, señor —anunció, atisbando el río en la oscuridad.
Le deseó buenas noches con voz suave, dio la vuelta con el coche y se marchó colina arriba. Arthur Calgary se quedó solo, esperando en el embarcadero. Solo con sus pensamientos y con el miedo que le producía lo que tenía ante sí. Qué salvaje era aquel lugar, pensó. Podría uno creerse en un lago de Escocia, lejos del mundo. Y, sin embargo, a unas pocas millas, estaban los hoteles, las tiendas, los bares y las multitudes de Redquay. Reflexionó, no por vez primera, sobre los extraordinarios contrastes del paisaje inglés.
Oyó el suave chapoteo de los remos al arrimarse el transbordador al muelle. Arthur Calgary bajó la rampa y saltó a la embarcación, mientras el barquero la mantenía firme con el bichero. Era un hombre viejo, y Calgary tuvo la fantástica impresión de que él y su embarcación eran uno e indivisible.
Según avanzaban, una brisa fresca subió susurrando desde el mar.
—Una noche fría —comentó el barquero.
Calgary respondió adecuadamente. Luego concedió que hacía más frío que el día anterior.
Vio, o le pareció ver, una velada curiosidad en los ojos del barquero. Era un forastero. Y un forastero que venía después de terminada la temporada turística propiamente dicha. Además, el turista cruzaba el río a una hora desusada, demasiado tarde para tomar el té en el bar del malecón. No llevaba equipaje, de modo que no iba a quedarse. (¿Por qué, se preguntaba Calgary, había venido tan tarde? ¿Sería, en realidad, porque inconscientemente había estado retrasando el momento, dejando lo que tenía que hacer para lo más tarde posible?). Cruzando el Rubicón… el río… el río… Sus pensamientos se dirigieron hacia otro río: el Támesis.
Había mirado el río sin verlo (¿era posible que hubiera sido ayer?), y luego había mirado de nuevo al hombre sentado al otro lado de la mesa. Aquellos ojos pensativos, con una expresión que no había podido comprender. Era una expresión reservada, como si estuviera pensando algo que no expresaba.
«Me figuro —pensó— que aprenden a no mostrar nunca lo que piensan».
Pensándolo bien, todo el asunto era horrible. Tenía que hacer lo que había que hacer y luego ¡olvidarlo!
Frunció el entrecejo, recordando la conversación del día anterior. La voz agradable, apacible y tranquila, reservada, había dicho:
—¿Está usted decidido, doctor Calgary, a hacer lo que tiene pensado?
Él había contestado vivamente.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Supongo que está de acuerdo conmigo. No puedo desentenderme de una cosa así.
Pero no había comprendido la expresión distante de los ojos grises, y le había sorprendido un poco la respuesta.
—Hay que mirarlo desde todos los ángulos, considerarlo desde todos los puntos de vista.
—¿Cómo puede haber más de un aspecto, desde el punto de vista de la justicia?
Había hablado con fogosidad, convencido por un instante que le proponían «tapar» innoblemente el asunto.
—En un aspecto, así es. No sólo es eso lo que hay que tener en cuenta en este caso. No sólo es cuestión de justicia.
—No estoy de acuerdo. Hay que tener en cuenta a la familia.
—Eso es. Exacto. Estaba pensando en ellos.
¡A Calgary le había parecido una tontería! Porque pensando en ellos…
Pero inmediatamente el otro hombre había dicho con el mismo tono agradable:
—Es asunto suyo, doctor Calgary. Naturalmente, tiene usted que hacer exactamente lo que considere más adecuado.
El transbordador varó en la playa. Había cruzado el Rubicón. El barquero dijo con la voz suave típica de la región oeste:
—Son cuatro peniques, señor, o ¿quiere usted de ida y vuelta?
—No. No hay vuelta. —¡Qué palabras tan fatídicas!—. ¿Conoce usted una casa llamada Sunny Point? —preguntó mientras pagaba.
La curiosidad del hombre se mostró abiertamente. A los ojos del viejo asomó un ávido interés.
—Claro que la conozco. Está allí, a su derecha, la puede ver entre los árboles. Suba usted la colina y siga la carretera de la derecha y luego coja la carretera nueva que atraviesa la colina. Es la última casa, al final de todo.
—Gracias.
—¿Dijo usted Sunny Point, señor? ¿Donde Mrs. Argyle…?
—Sí, sí —le interrumpió Calgary bruscamente. No quería hablar del asunto—. Sunny Point.
Una sonrisa lenta y extraña asomó en el rostro del barquero. De pronto, parecía un astuto fauno.
—Fue ella la que la llamó así durante la guerra. Era una casa nueva, claro, acababan de construirla, no tenía nombre. Pero el terreno en que está, esa punta de tierra cubierta de árboles, se llama Viper's Point. Pero Viper's Point no le gustaba, no quiso que su casa se llamara así. Y le puso Sunny Point. Pero nosotros la llamamos siempre Viper's Point[1].
Calgary le dio las gracias bruscamente, dijo buenas noches y empezó a subir la colina. Todo el mundo parecía estar en sus hogares, pero tuvo la impresión de que ojos invisibles atisbaban a través de las ventanas de las casas, de que todos le observaban y sabían dónde iba: «Va a Viper's Point».
Viper's Point. El nombre resultaba horriblemente apropiado.
Porque, más afilado que los colmillos de una serpiente…
Controló sus pensamientos desbocados. Tenía que dominarse y decidir exactamente lo que iba a decir.
2
Calgary llegó al final de la carretera nueva, con bonitas casas nuevas a cada lado, cada una con su pequeño jardín donde su dueño o dueña desplegaba sus preferencias: jardines de rocalla, rupícolas, crisantemos, rosas, salvias y geranios.
Al final de la carretera, había una casa con el nombre Sunny Point escrito en letras góticas en la verja. Cruzó la verja y siguió por una corta avenida. Frente a él estaba la casa, una casa moderna y bien construida, con gabletes y porche. Podía haber estado situada en cualquier elegante barrio residencial o en una nueva urbanización. En opinión de Calgary, era indigna de la belleza del lugar. Porque la vista era magnífica. El río torcía bruscamente alrededor del promontorio, casi volviendo sobre sí mismo. Enfrente se alzaban las colinas cubiertas de árboles. Río arriba, hacia la izquierda, había otro meandro, con prados y huertos a lo lejos.
Calgary miró el río a derecha e izquierda. Allí debía haberse construido un castillo, pensó, un castillo imposible y ridículo de cuento de hadas. Un castillo que pareciera de azúcar glaseado. En lugar de eso, había buen gusto, recato, moderación, mucho dinero y una absoluta falta de imaginación.
Claro que no podía culparse a los Argyle. Ellos habían comprado la casa, no la habían construido. Sin embargo, ellos o uno de ellos (¿Mrs. Argyle?) la había elegido.
«No puedes retrasarlo más», se dijo a sí mismo, y pulsó el timbre.
Se quedó allí, esperando. Tras un prudente intervalo, volvió a pulsar el timbre.
No oyó pasos dentro de la casa, pero, sin previo aviso, la puerta se abrió bruscamente.
Retrocedió un paso, alarmado. En su imaginación, ya sobreexcitada, le pareció como si la tragedia estuviera obstruyéndole el paso. Era un rostro joven, y en lo punzante de su juventud residía la esencia de la tragedia. La Máscara Trágica, pensó, debía de ser siempre la máscara de la juventud. Impotente, predestinada, viendo acercarse la destrucción.
Se rehizo y racionalizó sus sufrimientos: «Tipo irlandés». Los ojos azul oscuro, las ojeras, el pelo negro, la sombría belleza de los huesos de los pómulos y del cráneo.
La muchacha le miraba vigilante y hostil.
—¿Sí? ¿Qué desea?
—¿Está Mr. Argyle?
—Sí. Pero no recibe a nadie. Es decir, a desconocidos. A usted no le conoce, ¿verdad?
—No. No me conoce, pero…
Ella empezó a cerrar la puerta.
—Entonces es mejor que escriba.
—Lo siento, pero tengo interés especial en verle. ¿Es usted miss Argyle?
Ella lo admitió de mala gana.
—Sí, soy Hester Argyle. Pero mi padre no recibe a nadie si no ha sido citado. Es mejor que escriba.
—Vengo de muy lejos.
Ella permaneció inconmovible.
—Todos dicen lo mismo. Pero pensaba que habíamos terminado por fin con estas cosas, —continuó con tono acusatorio—: Es usted periodista, supongo, ¿no?
—No, no, nada de eso.
Ella le miró con desconfianza, como si no le creyera.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
Detrás de Hester Argyle, en el vestíbulo, a cierta distancia, vio otro rostro. Un rostro chato y feo, chato como una torta, el rostro de una mujer de mediana edad y pelo gris amarillento, aplastado. Parecía en suspenso, esperando como un dragón vigilante.
—Se trata de su hermano, miss Argyle.
Hester Argyle contuvo la respiración.
—¿De Michael? —preguntó incrédula.
—No, de su hermano Jack.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que venía usted por Jack! ¿Por qué no nos deja en paz? Todo eso es asunto terminado. ¿Por qué seguir con eso?
—Nunca puede decirse que algo esté terminado realmente.
—¡Pero éste sí! Jack está muerto. ¿Por qué no lo deja en paz? Todo ha pasado. Si no es usted periodista, supongo que será médico, o psiquiatra, o algo así. Márchese, por favor. No se puede molestar a mi padre. Está ocupado.
Empezó a cerrar la puerta. Precipitadamente, Calgary hizo lo que debía haber hecho en un principio: sacó una carta del bolsillo y se la tendió.
—Tengo una carta de Mr. Marshall.
Ella mostró sorpresa. Cogió la carta con indecisión.
—De Mr. Marshall, ¿de Londres?
En ese momento se unió a ella la mujer que había estado acechando al fondo del vestíbulo. Observó a Calgary con desconfianza y a él le recordó los conventos extranjeros. ¡Claro, éste era el rostro de una monja! Reclamaba la blanca cofia, o como se llamara, muy ajustada alrededor de la cara, y el hábito negro. No era un rostro contemplativo, sino el de la hermana lega, que escudriña con desconfianza, a través de la mirilla, antes de admitirle a uno de mala gana y conducirle a la sala de visitas o ante la presencia de la Madre Superiora.
—¿Viene usted de parte de Mr. Marshall?
Lo dijo casi como una acusación.
Hester miró el sobre que tenía en la mano. Luego, sin pronunciar palabra, dio media vuelta y subió corriendo las escaleras.
Calgary permaneció en el umbral sosteniendo la mirada acusadora y desconfiada del cancerbero.
Buscó algo que decir, pero no se le ocurrió nada. Por lo tanto, guardó un prudente silencio.
Poco después, la voz de Hester, fría y distante, llegó hasta ellos.
—Dice papá que suba.
No de muy buena gana, el cancerbero se hizo a un lado. La expresión desconfiada de su rostro no había variado. Calgary pasó por su lado, dejó su sombrero en una silla y subió las escaleras, hacia donde le esperaba Hester.
El interior de la casa se veía demasiado limpio. Recordaba una clínica de lujo.
Hester le condujo a lo largo de un pasillo y bajó luego tres escalones. Entonces abrió una puerta, le invitó a pasar con un gesto y le siguió.
Estaban en una biblioteca. Calgary alzó la cabeza con satisfacción. El ambiente era completamente distinto al del resto de la casa. Era una habitación donde un hombre vivía, trabajaba y descansaba. Las paredes estaban cubiertas de libros, los butacones eran grandes, un poco gastados, pero cómodos. Reinaba un agradable desorden: papeles sobre el escritorio y libros por encima de las mesas. Calgary vislumbró por un instante a una mujer joven que salía por una puerta situada al fondo: una joven muy atractiva. Luego dedicó su atención al hombre que se levantó para saludarle con la carta en la mano.
La primera impresión que tuvo de Leo Argyle fue que era tan delgado, tan transparente, que apenas tenía presencia física. ¡Un espectro! La voz era agradable, pero carente de resonancia.
—¿Doctor Calgary? Siéntese.
Calgary se sentó y aceptó un cigarrillo. Su huésped se sentó frente a él. Todo se hizo sin prisa, como si aquel fuera un mundo donde el tiempo tuviera muy poca importancia. Al hablar, Leo Argyle sonreía suavemente, dando golpecitos sobre la carta con un dedo exangüe.
—Mr. Marshall dice que tiene usted que comunicarnos algo muy importante, aunque no especifica de qué se trata. —Su sonrisa se acentuó al añadir—: Los abogados tienen siempre tanto cuidado en no comprometerse, ¿no es cierto?
Calgary pensó con cierta sorpresa que Argyle era un hombre feliz. No de un modo vivaz y entusiasta, que es como suele ser la felicidad, sino feliz en su propio mundo, algo nebuloso pero satisfactorio. Era un hombre a quien el mundo no le afectaba y estaba satisfecho de ello. Calgary no sabía por qué le sorprendía esto, pero le sorprendía.
—Es usted muy amable al recibirme. Me pareció mejor venir en persona que escribir. —Hizo una pausa—. Es difícil, muy difícil —dijo con súbita agitación.
—Tómese el tiempo que necesite.
Leo Argyle continuaba cortés y distante.
Se inclinó hacia delante. Con su modo tranquilo, era evidente que trataba de ayudar a Calgary.
—Puesto que trae una carta de Marshall, supongo que su visita tiene relación con mi desgraciado hijo Jacko… Jack, quiero decir. Nosotros le llamábamos Jacko.
Todas las palabras y frases que Calgary había preparado con tanto cuidado le abandonaron. Permaneció allí sentado, enfrentado con la espantosa realidad de lo debía decir. De nuevo, tartamudeó:
—Es… es tan sumamente difícil…
Hubo un momento de silencio.
—Si esto le sirve de ayuda —señaló Leo, escogiendo las palabras—, le diré que nosotros nos damos perfecta cuenta de que Jacko era… no era una persona completamente normal. No es fácil que nos sorprenda nada de lo que pueda usted decirnos. En medio de lo horrible de la tragedia, siempre he estado convencido de que Jacko no era en realidad responsable de sus actos.
—Claro que no lo era.
Fue Hester la que habló y Calgary se sobresaltó al oír su voz. Por un momento había olvidado su presencia. Se había sentado en el brazo de un sillón, un poco detrás de Calgary. Volvió la cabeza y Hester, como movida por un resorte, se inclinó hacia él con ansiedad.
—Jacko fue siempre terrible —afirmó en tono confidencial—. Ya era así de pequeño, quiero decir cuando se enfadaba. Cogía lo primero que encontraba y… y se tiraba sobre uno como…
—Hester, Hester, querida —protestó Argyle con voz dolida.
Alarmada, la muchacha se llevó la mano a la boca. Enrojeció y empezó a hablar con la precipitada torpeza de la juventud.
—Lo siento. No quería… no me di cuenta. Yo no debía haber dicho eso… quiero decir ahora que todo ha pasado y… y…
—Todo ha pasado para siempre —manifestó Argyle—. Todo esto pertenece al pasado. Yo quiero… todos queremos pensar que el muchacho debe ser considerado como un enfermo. Un fallo de la naturaleza. Creo que esto es lo que lo expresa mejor. —Miró a Calgary—. ¿No lo cree usted así?
—No —replicó Calgary.
Se produjo un silencio. La vehemente negativa había sorprendido a sus dos oyentes. Había sido pronunciada con una fuerza casi explosiva. En un intento por mitigar su efecto, Calgary añadió con torpeza:
—Lo… lo siento. Es que todavía no comprenden ustedes.
—¡Oh!
Argyle pareció quedarse pensativo. Luego miró a su hija.
—Hester, creo que será mejor que nos dejes.
—¡No me voy! Tengo que oírlo, tengo que saber de qué se trata.
—Puede que sea desagradable.
—¿Qué importancia tiene que Jacko haya hecho otras cosas horribles? —exclamó Hester impaciente—: Todo ha terminado.
—Créame, por favor —se apresuró a decir Calgary—, no se trata de nada que haya hecho su hermano, todo lo contrario.
—No comprendo.
La puerta del fondo se abrió y la joven, a quien Calgary había vislumbrado antes, entró de nuevo. Se había puesto un abrigo y llevaba una pequeña cartera de documentos.
Se dirigió a Argyle.
—Me marcho. ¿Hay algo más…?
Argyle titubeó un momento, debía titubear siempre, pensó Calgary, y luego puso una mano en el brazo de la joven y la hizo acercarse.
—Siéntate, Gwenda. Éste es… ejem… el doctor Calgary. Ésta es miss Vaughan, que es… que es… —de nuevo calló, como si dudara—… es mi secretaria desde hace varios años. El doctor Calgary ha venido a contarnos algo, o a preguntarnos algo con relación a Jacko.
—A contarles algo —interrumpió Calgary—. Y aunque no se dan cuenta de ello, están poniéndomelo ustedes más difícil por momentos.
Todos le miraron un poco sorprendidos, pero en los ojos de Gwenda Vaughan vio un destello de algo que semejaba comprensión. Era como si entre los dos existiera una alianza momentánea, como si ella hubiera dicho: «Sí, ya sé lo difíciles que son los Argyle algunas veces».
Era una joven atractiva, pensó, aunque no tan joven, treinta y siete o treinta y ocho años. Tenía una figura bien formada, el pelo y los ojos oscuros, y un aspecto general de vitalidad y buena salud. Daba la impresión de ser al mismo tiempo competente e inteligente.
Con una actitud un poco fría, Argyle dijo:
—No veo que le ponga las cosas más difíciles, doctor Calgary. Desde luego, no era ésa mi intención. Si tiene la bondad de ir al asunto.
—Sí, ya lo sé. Perdone que haya dicho lo que dije. Es esa insistencia con que usted y su hija subrayan una y otra vez que todo ha terminado, que todo ha pasado. Pero no ha acabado. ¿Quién fue el que dijo: «Nada está resuelto hasta…»?
—Hasta que se resuelve bien —terminó miss Vaughan—. Kipling.
Le hizo una seña, tratando de darle ánimos, y él se lo agradeció.
—Pero vamos al asunto —continuó Calgary—. Cuando oigan lo que tengo que decir comprenderán mi renuencia. Más aún, mi disgusto. Para empezar, debo mencionar algunas cosas sobre mí mismo. Soy geofísico y he tomado parte recientemente en una expedición a la Antártida. No regresé a Inglaterra hasta hace unas semanas.
—¿La expedición Hayes Bentley? —preguntó Gwenda.
Él volvió hacia ella su mirada agradecida.
—Sí. La expedición Hayes Bentley. Les digo esto para que conozcan mis antecedentes y también para explicar por qué, durante dos años aproximadamente, he estado desligado de… de las cosas corrientes.
Gwenda continuó ayudándole.
—¿Se refiere usted a cosas como juicios por asesinato?
—Sí, miss Vaughan, a eso precisamente.
Calgary se volvió hacia Argyle.
—Le ruego me perdone si este asunto le resulta penoso, pero tengo que comprobar con usted determinadas horas y fechas. El nueve de noviembre, hace dos años, a eso de las seis de la tarde, su hijo Jack Argyle, a quien ustedes llamaban Jacko, vino a esta casa y tuvo una entrevista con su madre, Mrs. Argyle.
—Sí, mi esposa.
—Le dijo que estaba en un apuro y le pidió dinero. Eso había ocurrido ya más veces.
—Muchas veces —dijo Leo suspirando.
—Mrs. Argyle se negó. Él se puso insolente, amenazador. Por último, se marchó, furioso, gritando que volvería y que haría bien en darle el dinero. Jack dijo: «No quieres que vaya a la cárcel, ¿verdad?», y ella contestó: «Estoy empezando a creer que esto sería lo mejor para ti».
Leo Argyle se movió incómodo.
—Mi esposa y yo habíamos hablado mucho de eso. Estábamos muy disgustados con el chico. Una y otra vez le habíamos ayudado, tratando de darle la oportunidad de volver a empezar. Nos parecía que quizá la impresión de ir a la cárcel, la disciplina… —Su voz se apagó—. Pero continúe, por favor.
—Aquella misma tarde, su esposa fue asesinada —continuó Calgary—. La atacaron con un atizador. Las huellas dactilares de su hijo estaban en el atizador y faltaba una elevada suma de dinero de un cajón del escritorio donde su esposa lo había guardado antes. La policía detuvo a su hijo en Drymouth. Tenía el dinero encima, la mayor parte en billetes de cinco libras, uno de los cuales tenía escrito un nombre y una dirección, lo que le permitió que en el banco lo reconocieran como uno que le habían dado aquella mañana a Mrs. Argyle. Se le acusó del crimen y fue juzgado por… —Calgary se detuvo un momento—… el veredicto fue de asesinato premeditado.
Ya había dicho la palabra funesta. Asesinato. No era una palabra resonante, sino sofocada que fue absorbida por las cortinas, los libros, la alfombra. La palabra podía ser sofocada, pero no el acto.
—Por lo que me dijo Mr. Marshall, el abogado defensor, tengo entendido que, al ser arrestado, su hijo declaró su inocencia de un modo alegre, por no decir engreído. Insistió en que tenía una coartada perfecta para la hora del asesinato, que la policía estableció entre las siete y las siete y media. A aquella hora, afirmó Jack Argyle, se dirigía a Drymouth haciendo autostop y un coche le había recogido muy poco antes de las siete en la carretera principal de Redmyn a Drymouth, a cosa de una milla. No sabía de qué marca era el coche (era ya de noche), pero era un sedán negro o azul oscuro, y lo conducía un hombre de mediana edad. No se escatimó ningún esfuerzo para encontrar el coche en cuestión y al hombre que lo conducía, pero no hubo modo de confirmar la declaración de Jack Argyle, y los mismos abogados estaban convencidos de que el chico había inventado la historia, sin mucha habilidad, por cierto.
»En el juicio, la principal línea de defensa fue la declaración de varios psiquiatras, que trataron de demostrar que Jack Argyle había sido siempre un desequilibrado. El juez se mostró muy severo en sus comentarios a estas declaraciones y, en su resumen del caso, se mostró decididamente en contra del acusado. Jack Argyle fue condenado a cadena perpetua y murió de neumonía en la cárcel, a los seis meses de empezar a cumplir su condena.
Calgary se detuvo. Tres pares de ojos estaban clavados en él. En los de Gwenda Vaughan había interés y atención, en los de Hester seguía habiendo desconfianza y los de Leo Argyle no expresaban nada en absoluto.
—¿Está usted de acuerdo con mi exposición de los hechos? —preguntó Calgary.
—Por completo —respondió Leo—, aunque todavía no veo la necesidad de volver sobre unos hechos dolorosos que todos tratamos de olvidar.
—Perdone. Tenía que hacerlo. ¿Usted no disintió del veredicto?
—Reconozco que los hechos establecieron, si no se mira lo que había detrás, que fue un asesinato. Pero, si escarba un poco, verá que hay muchas circunstancias atenuantes. El chico era un desequilibrado aunque, por desgracia, no en el sentido legal de las palabras. Las reglas de McNaughten son muy estrictas y dejan mucho que desear. Le aseguro, doctor Calgary, que la misma Rachel, mi difunta esposa, hubiera sido la primera en perdonar y disculpar al desgraciado muchacho por su arrebato. Tenía ideas muy avanzadas y humanas, y un profundo conocimiento de los factores psicológicos. Ella no lo hubiera condenado.
—Ella sabía muy bien lo malo que podía ser Jacko —comentó Hester—. Siempre lo fue. Al parecer no podía remediarlo.
—¿De modo que ninguno de ustedes —preguntó Calgary lentamente— tuvo la menor duda? ¿Duda de su culpabilidad, quiero decir?
Hester se le quedó mirando.
—¿Cómo íbamos a tener dudas? Era culpable, naturalmente.
—En realidad no era culpable —contradijo Leo—. No me gusta esa palabra.
—Y además es falsa en este caso —Calgary aspiró profundamente—. ¡Jack Argyle era inocente!