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COMO GARBANCITO, dejaba migas de pan para recordar el camino que llevaba a la casa del ogro. Cogió el coche y marchó hacia Palausator parándose en Peratallada para preguntar detalles sobre la finca de Argemí. Dijo varias veces su nombre a distintas personas e indagó sobre el crédito personal de Argemí en la zona y las características físicas de la finca. Podía ir directamente desde la carretera que desembocaba en los arrozales de País o podía bordearla desde Sant Julia de Boada. Carvalho probó los dos recorridos. Se subió al último piso de una rectoría abandonada para tener una impresión global de la finca presidida por una sólida masía sobre un cerro verde de suaves descensos. Una motocicleta practicaba el trial por los caminos que llevaban al bosque particular de Argemí. Trajín de personas en torno a la casa y la humareda que salía de un asador exterior vaticinaban los preparativos de un almuerzo al aire libre. Carvalho decidió que había llegado el momento.

Un guardabosques le salió al paso junto a la verja. Era viejo y andaluz. Consultó por el teléfono interior oculto en las tripas de una de las columnas cúbicas sostenidas del portón de hierro. Cuando se abrió, ante Carvalho apareció un prado ilimitado que subía mansamente hacia la masía. Un prado de lujo que en pocos años habría crecido lo que un prado normal tarda en crecer treinta. Como si su entrada hubiera sido una señal, mil chorrillos de agua salieron brincando de sus madrigueras y tejieron una malla de brillos y frescuras, empapando de polvo de agua el horizonte. La instalación remojaba más de media hectárea de prado en un alarde hidráulico que alcanzaba plenitudes estéticas. Un criado disfrazado de criado caro tiraba de dos perros afganos empeñados en ladrar al miserable coche del detective. El sendero dejaba el prado para entrar en una explanada de gravilla salpicada de magnolios, acacias, setos de laureles y adelfos. Los muros de la masía estaban estratégicamente recubiertos por los glicinios trepadores, alternados de buganvillas y viña borde. La malla vegetal respetaba escrupulosamente las ventanas rigurosamente románicas, hurtadas por los anticuarios a viejas iglesias pirenaicas abandonadas por los curas a los murciélagos y los anticuarios. Un claustro románico sin techumbre cercaba un asador de hierro forjado y gruesas piedras nobles. En torno a él se afanaban dos mujeres y un hombre preparando las ascuas suficientes para un asado sin duda perfecto y multitudinario. Bajo el arco de piedra recientemente picada le esperaba Argemí con un batín corto de seda y un largo habano entre los dedos. Se había situado en la perpendicular central de la puerta, de manera que la piedra cenital donde constaba el año de construcción servía de palio a su bien cortado cabello gris.

—Carvalho, no sabe la alegría que me da.

—¡Eho! ¡Papi!

El grito salió de la amazona de la motocicleta de trial al pasar como una exhalación ante la puerta de la casa. Carvalho tuvo tiempo de ver un cuerpo largo y rubio forrado de cuero y una sonrisa de dentífrico.

—Es mi hija. En casa la llamamos Solitud en honor de la gran novelista Víctor Cátala.

—¿Es hija de padre y madre?

—Eso creo.

—¿No la tuvo usted con algún publicitario? Me recuerda un anuncio que estaba de moda en San Francisco cuando conocí a Jaumá. Una muchacha rubia, con sabor inequívocamente americano, se enfrenta al transeúnte desde un publivía y le dice: Everybody need milk. Es decir: Todo el mundo necesita leche.

Rio Argemí mientras arqueaba su corta y rica estatura para invitar a Carvalho a que pasase. El zaguán medía medio quilómetro cuadrado y era en sí mismo un resumen de lo mejor de las mejores tiendas de anticuario del Mercado Común. De allí pasaron a un living abierto bajo un juego de bóvedas catalanas que también parecían el resultado de un concurso entre las mayores y mejor conservadas. Tres zonas de estar delimitadas por alfombras orientales. Una para ver la televisión. Otra para leer. La tercera para charlar, a donde le llevó Argemí y donde se hundieron en sofás carnívoros que les engulleron con ruido y suavidad de arenas movedizas.

—El alma de las casas, Carvalho. ¡Si esta casa pudiera hablar! Era la masía de los propietarios más ricos del lugar. Se arruinaron durante la primera guerra carlista y el hijo mayor marchó a Cuba, donde se enriqueció. Volvió. Recompró la casa y le dio el primer impulso habitable. La familia volvió a hundirse económicamente después de la guerra civil. La compró entonces mi suegro e inició los trabajos que han llevado a esta maravilla. Yo he hecho el resto. Hay aquí diez años de trabajo y toda la imaginación de mi vida aplicada a soñar una casa hecha a la medida de mi cultura y mis ganas de vivir bien. Luego le enseñaré la bodega. La piscina cubierta. El pequeño minigolf que tengo en la ladera este. Un espléndido bosque cercado lleno de alcornoques en el que he soltado ciervos y ardillas, mis animales preferidos. ¿Sabe lo que más me ilusiona del bosque? Las setas que brotan a fines de agosto. Aquí les llaman flotes de suro. En castellano no sé su nombre. Probablemente no tiene. Los castellanos no tienen cultura boletaire, es decir, no saben casi nada de setas. Por cierto, ¿cuento con usted para el almuerzo?

—Depende de lo que comamos.

—Carne a la brasa. Carne del país. Tiene fama la ternera de Gerona, pero le aseguro que lo bueno de Gerona es el cordero, las butifarras, el tocino fresco, los conejos que hago criar con lo mismo que comen los conejos de bosque.

—Usted come toda clase de animales, señor Argemí. Terneras, conejos, cerdos, corderos, alemanes y hasta se come a sus amigos.

—Veo que quiere entrar en materia. Aún le duelen los golpes. Créame que estaba preocupado pensando en que mis enviados se hubieran excedido. Tiene usted la cara muy presentable.

Entró el criado caro preguntando por Carvalho.

—Pregunta por usted el señor Savalls, de La Bisbal.

Carvalho recibió un condescendiente permiso de Argemí, cogió el teléfono y recalcó al dueño de La Marqueta la hora que era, el lugar donde estaba y que sobre las cuatro de la tarde le recogería las botellas.

—Asunto acuciante ése de las botellas, por lo que veo.

Comentó Argemí con los ojos fruncidos y la sonrisa amontonando su cara musculada.

—En fin. Lo de ayer fue una advertencia. Usted se había pasado. Comprendí que su amenaza a Concha era una bravata, pero por si acaso decidí cortar por lo sano.

—Cuando amenacé a Concha aún dudaba entre usted y Fontanillas.

—Es una duda absurda, que no hace honor a su profesionalidad, Carvalho. Fontanillas es un futuro diputado gubernamental sin grandes aspiraciones ni cualidades. Usted tenía, que haber sospechado de mí inmediatamente. Cuando salga de esta casa lo hará amenazado de muerte.

Otra vez el criado.

—Ahora le llaman de Terra i Foc, también de La Bisbal.

Carvalho repitió casi exactamente la fórmula anterior. Argemí se había dejado tragar aún más por el sofá. Le chispeaban los ojos.

—Este seguro de vida que se ha buscado le ha salido carísimo.

—Aún no lo ha visto todo.

—Oh, me divierte mucho. Sigamos. Usted sabe que todo casa oficialmente. Jaumá ya encontró a su asesino. Rhomberg desapareció tragado por su propia crisis. Las autoridades creen que usted es un aprovechado. No tiene nada que hacer. Sospecho que usted no es un moralista. ¿A que no? No. Usted no es un moralista. Por lo tanto voy a darle lo único que usted quiere: comprobar que no se ha equivocado y saber lo poco que aún no sabe. Para empezar yo no maté a Jaumá con estas manos tan peludas que Dios me ha dado. No hubiera sido capaz, se lo juro. Yo le tenía y aún le tengo afecto. Por ejemplo, me preocupo en serio por el porvenir de su familia y acabo de conseguir un comprador para su yate. Vender un yate es difícil, y más ahora que todo el mundo teme la democrática reforma fiscal que gravará sobre todo los lujos superfluos. Y me parece justo, si le he de ser sincero. La piedra angular de un sistema democrático integrador es una reforma fiscal seria. Le decía que yo no maté personalmente a Jaumá, pero sí di la orden de que le mataran. Jaumá era un excelente manager, pero no tenía una visión universal del papel de la Petnay. Yo era el hombre de confianza política de la multinacional y algunas decisiones y gestiones pasaban por mis manos. Hay una tapadera real, mi vinculación industrial. Pero mis funciones son mucho más complejas. Por ejemplo, la Petnay está muy preocupada por el futuro político de España. Y no lo está por lo que pueda perder ella, sino por lo que puede significar un caos español en el contexto de la política y la economía mundial. Lógicamente la Petnay trata de influir sobre la política española y contribuirá a cualquier solución conservadora progresiva. Pero los caminos del Señor son insondables. La Petnay considera que sólo la necesidad de una derecha democrática fuerte evitará la tentación de un desmadre revolucionario. Para ello es preciso que exista una amenaza constante de desestabilización. Usted me comprende perfectamente. La Petnay apuesta por una solución democrática pero financia la violencia ultra para que el miedo guarde la viña. Seamos sinceros, Carvalho. Franco nos enseñó una profunda lección. A base de hostia limpia un país produce. La democracia no puede prosperar a base de hostia limpia, pero necesita un cierto terror paralelo, sucio, que arroje a la gente en brazos de las fuerzas equilibradoras limpias. Tímidamente la Petnay empezó a movilizar dinero con este fin. Cuando Franco murió, la timidez desapareció y Jaumá y su pintoresco contable descubrieron que doscientos millones dé pesetas se habían esfumado. La Petnay dio tantas explicaciones que Jaumá desconfió aún más. Siguió investigando y descubrió que mi empresa había servido de tapadera para que el dinero saliera de la Petnay con destino para él desconocido. Me abordó. Me acusó de estafador, suponiendo que yo estaba de acuerdo con algún alto ejecutivo de la central para que cubriera mis estafas. Le expliqué el asunto con pelos y señales. Entonces se produjo algo que yo no esperaba. Jaumá sintió la llamada de sus orígenes políticos. Todo se agravó después de los atentados ultras de comienzos de año: los jóvenes muertos en la calle, los laboralistas. Jaumá se iba pudriendo y yo me daba cuenta. Por fin me citó y me dio un ultimátum: había que hacer una declaración pública de los manejos de la Petnay. Yo le pinté el cuadro patético de lo que le esperaba. Su hundimiento económico y social y un trastorno político general que a nadie convenía. A los centristas la violencia ultra les va muy bien porque les hace aparecer como el mal menor, incluso para amplios sectores izquierdistas. A la izquierda los ultras les sirven de coartada: no pueden derribar a los centristas porque el vacío de poder sería ocupado por los salvajes fascistas. A la ultraderecha esta situación le va de puta madre. Matando a alguien de vez en cuando, pegando unas cuantas palizas, mantienen a la izquierda en sus posiciones de partida y le hacen un favor inestimable al gobierno reformista. No es que yo me prestara a estas funciones sin serias cavilaciones, dudas, contradicciones personales. Pero incluso desde un punto de vista progresivo mi actuación era justificable. Jaumá no quiso entenderlo. Consulté con la Petnay y no quedó otro remedio que matarle. Usted lio la cosa. Bueno, usted, Concha y su puritanismo imbécil, Núñez y su no tener nunca nada que hacer. Por culpa de ustedes hubo que matar a Rhomberg y luego gastar mucho dinero. No se puede ni imaginar lo que cuesta comprar un asesino dispuesto a pasar por un proceso, tres o cuatro años de cárcel y todas sus consecuencias. Cuesta mucho dinero. En cambio los papeles de Alemany salieron baratos. Y más barato me va a salir usted, Carvalho. Casi gratis.

Ahora llegaba la llamada de la pescadera. Carvalho convino en que Argemí tenía razón para reírse.

—¿Qué otros avales se ha buscado?

—Una explicación total de lo ocurrido depositada en manos de un hombre de confianza.

—Muy literario. Podría hacerme cosquillas. Decía que usted me iba a salir casi gratis. Falta el casi del almuerzo al que le invito, con mucho gusto. Quisiera además invitarle a algo realmente privilegiado.

Reclamó a su excesivo criado mediante una campanilla de oro.

—La compré en Viena. Es la campanilla que utilizaba Francisco José cuando quería tirarse a Sisí. Clin clin y ella acudía como una perrita. Por favor, tráigame la botella de que le he hablado.

—¿Y Rhomberg? ¿Cómo murió?

Argemí esperó a que el criado se retirara.

—Es inútil que hable usted delante de mis criados. Les pago tan bien que asesinarían si yo se lo ordenara. ¿Rhomberg? Ha muerto, claro. Es inútil que le busquen. Aprendimos en el caso Jaumá y hemos decidido no dejar ningún rastro. No sé los detalles de su muerte, pero me consta que las personas dedicadas a servicios especiales son muy salvajes. No se andan con miramientos. Yo no los conozco. Dispongo de una red de intermediarios. Por ejemplo, ese Raspall. Inútil que usted lo busque. Es el que ha comprado el bar de la suegra de el Cuatrero para montar una discoteca y conserva todos los papeles de Alemany para regalárselos a la biblioteca de ESADE[11]. Claro que ya no existen los que me comprometían. Pero todo lo demás cuadra.

El criado llevaba la bandeja de plata como si fuera una parte más de su brazo en perfecto ángulo recto. Sobre la bandeja una empolvada botella de vino y dos copas de cristal de boca ancha.

—Fíjese. Es un Nuit de Saint Georges del sesenta y seis. Traje diez cajas de Francia hace hoy un año justo y el cosechero me dijo: sobre todo déjele reposar un año antes de probar una botella. Usted y yo nos merecemos beber la primera.

La abrió el criado. Argemí cogió inmediatamente el tapón y lo olió profundamente con los ojos cerrados. Luego se lo tiró a Carvalho que lo cogió al vuelo.

—Huela. Huela. Es un vino insuperable.

Carvalho se arrepintió de olerlo cuando ya había entrado en el juego.

—Dígame algo: excelente, ¿no?

El vino ocupó el vientre transparente de las copas y en su remanso adquirió coloraciones de rojo esencial, como si fuera el rojo fundamental del mundo. El criado entregó una copa a Argemí y otra a Carvalho. Saludó con la cabeza y se fue por donde había venido.

—Beba, Carvalho. Es una auténtica primicia.

Una mirada sostenía a la otra. Sólo flotaba la sonrisa sardónica de Argemí, que se fue diluyendo a medida que Carvalho vertía su copa de vino sobre la alfombra. Luego el detective se levantó, no ocultó el dolor que aún acumulaban sus músculos. Dio la espalda a Argemí. Avanzó hacia la puerta. No se volvió cuando Argemí dijo con voz serena:

—Jaumá no se merecía el sacrificio que acaba de hacer. Mil novecientos sesenta y seis fue un gran año para el vino de Borgoña.

Carvalho subió al coche. Esperó a que pasara la motocicleta para ver una vez más aquel cuerpo rubio, joven, largo, que necesitaba leche, como todo el mundo. Arrancó, rebasó la verja abierta solícitamente por el guarda, condujo maquinalmente por el camino que desembocaba en la carretera. Tenía toda la geografía de su cerebro ocupada por la expresión la soledad del manager, y minutos después conducía de regreso a casa mientras canturreaba esas cuatro palabras con el soporte de una música que nunca había oído antes, que nunca nadie oirá jamás.