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LA HABITACIÓN apestaba al alcanfor del linimento. El resto de la casa olía a habas estofadas. Sobre el pecho desnudo de Charo los hematomas formaban caprichosas flores del mal. Carvalho no la despertó. Apartó los platos sucios, se sentó en la esquina de sofá que dejaba libre el dormido Biscuter y escribió sobre un papel eligiendo cuidadosamente las palabras. El sobre que le habían entregado los matones sirvió para albergar la carta de Carvalho. Se puso la chaqueta, metió su carta en un bolsillo y en el otro la nota que le había entregado el matón. Con la mano sobre el hombro de Biscuter le removió hasta despertarle.

—Estaré fuera todo el día. No dejes que Charo salga.

—Ahora me levanto, jefe, que esta casa necesita un dissabte[10].

—Esta casa está bien como está. Ten los ojos abiertos y no dejes a Charo.

El fetillo soñoliento tenía los ojos enrojecidos. Carvalho se palpó la pistola en el fondo del bolsillo. Biscuter le siguió el gesto y pareció despertarse del todo.

—Esta vez no le dejo ir solo.

—Esta vez llevo salvoconducto.

El sol apenas había salido. El relente arrancaba olores de amanecida a todas las cosas: a la tierra, a los pinos del bosque, a la gravilla que crujía bajo los pasos de Carvalho. Bajó a la ciudad por una carretera solitaria y solitarios estaban los desfiladeros urbanos. Los comanches dormían en sus madrigueras o empezaban a hacer gárgaras en sus lavabos. Mansamente los semáforos se ponían de acuerdo con su prisa. Llegó ante la casa de Núñez cuando el portero la estaba abriendo. Metió el sobre en el buzón y volvió a salir sin dar tiempo a que el hombre hiciera preguntas. Se aseguró de que en el otro bolsillo iba la nota del matón y la abrió sobre el asiento de al lado para tener a la vista el itinerario que le marcaba.

«Tengo mucho gusto en invitarle a mi finca de Palausator (Gerona) para intercambiar impresiones. Le espero el sábado al mediodía y me complacería mucho que aceptara acompañarme durante el almuerzo. Puede preguntar por mi casa tanto en La Bisbal como en País, pero le adjunto un plano para que llegue con toda facilidad».

Firmaba Argemí.

La autopista parecía construida sólo Rara él. Devoró los quilómetros impulsado por la soledad y el fresco blando de la mañana. Al cruzar sobre el Tordera dedicó un instante de recuerdo para Dieter Rhomberg, muerto a mayor honra y gloria del equilibrio universal. Salió por el peaje de Gerona Norte y cogió la carretera hacia Palamós. La vida empezaba a bostezar. Los tractores faenaban en los campos. Una furgoneta recogía su cotidiana cosecha de perros reventados por los coches. Grupos de niños en fila india recorrían los quilómetros que separaban sus masías del colegio rural.

—La furgoneta recoge su cotidiana cosecha de niños despedazados por los coches y los perros avanzan a fila india para ir al colegio.

Dijo Carvalho en voz alta y a continuación empezó a cantar a voz en grito la romanza del barítono de La del soto del parral:

Tú eres la mujer que yo más quiero

a quien sólo di mi corazón.

Luego acometió «Fiel espada triunfadora» de El huésped del sevillano y se le estranguló la voz cuando se atrevió con la jota del Trust de los tenorios:

Te quiero

como se quiere a una madre,

como se quiere a una novia,

como se quiere el dineeerooooo.

Te quierooó.

En La Bisbal le dijeron que a aquellas horas sólo podría desayunar algo sólido en La Marqueta. Un pequeño restaurante con pocas mesas forradas de hule, la mujer en la cocina, un gigante cilíndrico ofreciéndole lo que podían calentarle a aquellas horas: pollo con cigalas, centollo con caracoles, pies de cerdo, cabrito asado, calamares rellenos, caracoles asados con aderezo de vinagreta o allioli, pavo con setas, ternera guisada, frijoles con butifarra de perol, surtido de embutidos de cosecha propia, butifarras, lomo de cerdo, chuletas de cerdo, bistecs, suquet de rascasa. El hombre recitaba seguro del efecto abrumador de su lista. Carvalho pidió el centollo con caracoles.

—Hay más caracoles que centollo. El centollo es para dar gusto.

—Me lo imagino. Después quiero los frijoles con butifarra de perol y tráigame un platito con allioli.

Rodajas de pan con olor a trigal. Un vino espeso y negro de los que en invierno ponen rojas las orejas.

—¿Dónde consigue este vino?

—Lo hacemos en casa. Tengo un celler al otro lado del río.

—¿Podría comprarle unas botellas?

—No sé cuándo podría preparárselas. Tengo mucho trabajo ahora.

—Llame a can Argemí, en Palausator, pregunta por mí, Pepe Carvalho, y me dice si de bajada puedo pasar a recoger treinta o cuarenta botellas.

Le ofreció el fondista un pastel de hojaldre y piñones al que llamaba rus y puso a su alcance un botellón de garnacha del que Carvalho se sirvió tres veces. Salió de La Marqueta creyendo que el mundo estaba bien hecho tras encarecer a su anfitrión que la mejor hora para llamar a can Argemí era entre las doce y media y la una. Anduvo por La Bisbal fisgoneando por los comercios de cerámica y encargó un mural con azulejos que reproducía la rosa de los vientos locales: Gargal, Tramontana, Garbí… Volvió a pedir que telefonearan sin falta a can Argemí entre doce treinta y una de la mañana porque entonces sabría si en lugar de un mural necesitaba dos. Se metió en la tienda de un anticuario y encargó un arca de madera de roble.

—Es un regalo. No recuerdo exactamente la dirección a donde debe enviarlo. Por favor, llámeme a can Argemí, en Palausator…

—Sé dónde está. La masía del señor Argemí está llena de muebles comprados en esta casa.

—Llame alrededor de la una. Mejor un poco antes y pregunte por mí. Pepe Carvalho. Entonces sabré la dirección exacta.

—Descuide.

En una pescatería recomendada por el dueño de La Marqueta encargó una rascasa de unos dos quilos, un quilo de sepias pequeñas y otro quilo de pescado de roca para hacer sopa. Pidió por favor que se lo guardaran en el frigorífico y que le telefonearan a can Argemí media hora antes de cerrar, preguntando por él para recordarle que debía pasar a recoger el pescado.

—Soy tan despistado que sería muy capaz de irme a Barcelona sin pasar a recogerlo.

—No faltaba más.