—¿SIEMPRE lleva la pistola encima?
—En este país hay que ir armado.
Se habían quitado las chaquetas para subir los senderos que llevaban a las alturas dominantes del Valle de la Muerte. Jaumá comentaba que era poco paisajero, pero que aceptaba lo impresionante del lugar. Era la tercera vez que Carvalho llegaba a la altiplanicie de tierra roja desde la que se veían al alcance de la mano las agónicas ondulaciones blancas y malvas de un Zabriski Point atardecido. Montañas para suicidarse caminando en pos de algún lugar del que no se quiera regresar, el lugar del olvido total, la condición de única partícula viva en un mundo deshabitado, una partícula liberada del miedo a la usurpación de los territorios para el cuerpo y el alma. Regueros amarillos, negros, azules, verdes, rojos, en el lecho del valle aventado y perseguido por las primeras penumbras.
—Si no nos damos prisa no podremos tomar fotografías en Zabriski Point y llegaremos tardísimo a Las Vegas.
—Yo quiero ver el show de Ann Margret. Es su reaparición después del accidente y la operación de cirugía estética.
Dieter quería hacer fotos y Jaumá ver de cerca uno de sus mitos eróticos. Volaron hacia las colinas de bórax de Zabriski Point. La cámara de Rhomberg tuvo tiempo de fotografiar el fingimiento de Carvalho caminando hacia el horizonte ya cárdeno por el sol poniente.
—Para usted la excursión ha terminado. Ha venido sólo para volver a ver esas montañas de polvos de talco.
—Sí.
—¿No le tienta lo de Las Vegas?
—No me mortifica. Pero el aliciente para mí era esto.
Seguía Dieter al volante negándose al relevo. Bien porque temía la confesada torpeza de Jaumá con los coches automáticos, bien porque le repugnaba la pasividad de paquete de automóvil. El desierto oscurecía pero aún eran visibles los tópicos matorrales secos y rodantes, las deslucidas y abandonadas construcciones de madera, la silueta alejada de la carretera de una reserva india que Jaumá se negó a visitar.
—Quiero ver a Ann Margret y quiero jugar. Mañana hay que visitar tiendas y ver qué se consume. Dieter y yo también hemos venido a trabajar y en Las Vegas la vida empieza cuando cae el sol. ¿Qué hará usted mañana?
—Vuelvo a San Francisco.
—Un viaje de ida y vuelta.
—Me gusta el Valle de la Muerte.
—Yo sólo lo había visto desde el avión y en la película de Disney El desierto viviente.
—Si se quedan varios días alquilen una avioneta y vuelen por los cañones. Por el del Colorado. Luego en un cañón marginal hay como un bosque de falos de tierra resultado de la erosión. Para usted será un espectáculo estimulante.
Prometió Jaumá hacer la excursión aunque sólo fuera para comprobar lo de los falos.
—Me arrodillaré ante ellos y les pediré que el mío sea tan grande y eterno como ellos.
De pronto apareció Las Vegas como un espejismo, iluminado en mitad del desierto. Dieter aceleró la marcha. En los ojos sefarditas de Jaumá el reflejo del aproximado lucerío se mezclaba con las luces internas de animal ávido de fiesta. Como si entraran en un sol eléctrico y policromo dedicado exclusivamente a anunciar promesas de felicidad, Las Vegas volvió a boquiabrirles a pesar de que los tres eren visitantes habituales. Calvalho porque daba cursillos de instructor en un centro de la CIA próximo a la ciudad y Dieter y Jaumá porque aquél era un fabuloso mundo de relaciones y resultados de las industrias que manipulaban. Jaumá había reservado plazas en el Sands y les destinaron sendos bungalows que limitaban con los arenales del desierto y encerraban heroicos jardines exuberantes recorridos por los mozos portadores del hotel conduciendo furgonetas portaequipajes.
—Vístase rápido, Carvalho. El espectáculo está en el Cáesar y primero quiero cenar.
Surtido de ahumados con vino del Mosela, de postre Jichis frescos recién traídos de Tailandia. Un calvados perfecto de aroma y graduación. La vista absorbida por damas vestidas de cortina y los caballeros de siempre ataviados como de costumbre con trajes a cuadros príncipe de gales color verde, zapatos amarillos, camisas rojas con colgantes de oro macizo en lugar de corbatas. Las camareras vestían el traje de Cleopatra en el momento de agonizar con la serpiente chupándole la yugular, en el supuesto caso de que Cleopatra llevara vestas tan cortas que permitieran el regalo visual de su culo a los invasores romanos.
—¿Sigue llevando la pistola bajo el sobaco?
—Es como un apéndice más.
El show de Ann Margret lo abría Sergio Mendes y su música brasileira. Una perfección profesional adaptada a la capacidad receptora de un público dividido entre ricos, aventureros y recién casados. Todo el mundo se había disfrazado de gala y los trajes de corte londinense o los vestidos comprados en París o en sucursales de Nueva York o Los Ángeles habían sido adaptados al gusto supuestamente décontracté de los americanos. En general la adaptación principal era la manera de llevarlos sobre cuerpos acostumbrados a una cultura de gestos de cowboy y granjeras pioneras en la conquista del Oeste, del Este, del Norte, del Sur, del Pacífico, del Mediterráneo o del Océano Glaciar Ártico. Ann Margret apareció con su perfecto cuerpecito y su remendada cara de muñeca maliciosa. Su voz era infantil pero la manejaba bien. Bailaba de cojones, según repitió Jaumá una y otra vez. La Margret levantó a las masas cuando anunció que en una mesa de la inacabable sala decorada según el egyptian style estaba de chaquetilla presente el mismísimo Elvis Presley. Se levantó el ex joven rockero disfrazado de sí mismo diez o quince años antes para corresponder a los alaridos de entusiasmo de mujeres casi cuarentonas que habían descubierto el orgasmo diez o quince años antes, durante o después del rock. Todos en pie buscando con los ojos la isla donde el mito exhibía su hierática gordura encorsetada por el disfraz adolescente. Después de saludar se retiró rodeado de guardaespaldas que empujaban sin contemplaciones a las damas que afanaban un autógrafo o la posibilidad de tocar al ex rey del barrio. La salida de Presley remansó las cabezas, devolvió la penumbra, rehiló el espectáculo. Jaumá quiso acercarse al escenario para comprobar de cerca el remiendo facial de la Margret. Volvió alelado.
—¡Está perfecta! ¡Está perfecta!
Buscaron la salida antes de la desbandada general para encontrar sitio en las mesas de juego. Las máquinas tragaperras parecían robots vestido de gala electrónica. En cambio los tapetes verdes de centenares de mesas introducían la nota de vicio de otro tiempo multiplicado por el diablo de la prosperidad. Dieter se metió por los pasillos de las tragaperras. Jaumá se apoderó de una silla junto a un tapete donde transcurría la danza del bacarrá. Carvalho inspeccionó el tinglado de un barco egipcio reconstruido sobre el que tocaba una orquesta de romanos del siglo I antes de Cristo. Pero los sólidos policías que protegían la caja delante y detrás de las rejas eran de este siglo, cubiertos con los colores inevitables de la autoridad: gris, caqui, beige, pardo. En este caso eran policías amarronados con pistolones musleros en fundas de piel blanca. Malgastó Carvalho cinco piezas de medio dólar en las tragaperras y luego se predispuso a un largo tedio a la vista de la fascinación con que Jaumá perseguía las jugadas y perdía dinero. Dieter recorría el vía crucis de todas las máquinas tragaperras, con el rigor metódico de un mecánico alemán inspector de su funcionamiento. Carvalho jugó un rato con la mirada de una pequeña judía carnosa rodeada de todo un clan de mirones irónicos de la mesa de juego. Aprovechó un momentáneo apartamiento del clan para preguntarle si no probaba suerte.
—Mi religión me prohíbe jugar.
Dijo con los labios llenos de humedad, pero a Carvalho le pareció que la voz salía de los dos compactos globos que asomaban por el escote de un traje de tul rosa. Todo el clan se hospedaba en el Holiday Inn y Carvalho le propuso acompañarla para enseñarle el Sands.
—Es el hotel de Sinatra.
La morena espió los movimientos de su clan. Un hombre con el cabello negro rizado, facciones grandes y pesadas los contemplaba desde el centro de la judiada.
—No puedo. Ya nos íbamos.
—¿Son de San Francisco?
—No, de Owosso; casi no es ti en el mapa. Hemos venido a celebrar las bodas de oro de mis suegros.
—Es una lástima que no pueda venir al Sands. Desde mi habitación se ve el desierto del Sahara.
Volvió a su tribu con una cara llena de inmensa satisfacción y se colgó del brazo del judío duro como si volviera de la travesía del desierto del Sinaí. A Dieter le faltaban doscientas trece máquinas tragaperras. Jaumá ni advirtió las llamadas de atención de Carvalho desde el otro lado de la mesa. En un momento dado su mirada se alzó y se encontró con la de Carvalho. Tenía los ojos obnubilados del jugador en plena fiebre. Miraba a Carvalho como a un desconocido y volcó de nuevo los ojos sobre las manos del croupier. Carvalho levantó el brazo sin convicción. Aún se volvió desde la puerta para contemplar por última vez a Jaumá con la barbilla reposando sobre las manos pegadas al borde del tapete.