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A LAS CUATRO de la madrugada se durmió Carvalho. Las hojas que le había traído el coronel cayeron de sus manos al suelo en un suave vuelo de animales torpes e ingenuos. Soñó una extraña relación erótica con Fuensanta que empezaba ante un plato de judías con butifarra servido en la barra de un bar excesivo para ser La Chunga.

—¿Son de verdad?

Preguntaba Carvalho señalando las tetas.

—Tócalas.

Las tocaba Carvalho, suaves, grandes, calientes.

—Como nos vea mi hijo, verás.

Buscaban un escondite entre tuberías de uralita bajo la luna, pero ninguno convenía a la mujer.

—Nos ven desde la casa.

—¿Desde qué casa?

Al fondo se veían contornos de terrados o almenas y la sombra de un vigía con la escopeta en bandolera.

—¿Lo ves? ¡Mi hijo!

—Pero tú tienes una hija.

—No. No. Un hijo.

Carvalho parecía haber perdido la fuerza para terminar de bajarle las faldas, a pesar de que ya asomaba bajo la luna la promesa de un culo blanco con el canal mórbido hincado entre carnes esféricas y frías.

Se despertó con el sexo a media asta y urgencia sexual en los testículos. Fue al lavabo con la duda de orinar o masturbarse y tras orinar le habían desaparecido otras urgencias de entrepierna, pero no de la imaginación, donde seguían mezclándose imágenes de carnes desnudas de Fuensanta o de su hija. Apartó los platos sucios de sobre la mesa para dejar sitio a las remiradas cuartillas que le había traído Parra. Cinco apellidos Gausachs salían en empresas vinculadas con la Petnay. El abogado Fontanillas pertenecía a dos consejos de administración de vinculación muy indirecta y Aracata, S. A., Industrias Lácteas, figuraba en las listas de empresas dependientes por la provisión de productos básicos.

—Jefe, la señora Jaumá está buscándole desde hace dos días. Que se ponga en contacto con ella urgentemente. ¿Le doy el teléfono de Vallvidrera?

—Ni hablar. Si vuelve a llamar, le dices que estoy fuera de España.

—Por si acaso, ya le he dicho que se había ido de viaje.

Los siete minutos que tardaba en bajar de Vallvidrera hasta las calles que le metían en la ciudad le parecieron más largos que otras veces. Subió a pie los escalones de gastado mármol rosa que llevaban al piso del contable Alemany, sin esperar la lenta bajada asmática del ascensor historiado. La llorosa señora Alemany sólo podía decir:

—Se nos muere. Se nos muere.

Y, efectivamente, Alemany parecía decidido a morirse, con el rostro amarillo y salpicado de pecas casi sumergido en el almohadón. Ladeó la cabeza ante la llamada de su mujer y sus ojos conservaban la dureza del aguilucho malherido, presintiendo el misterio de su propia muerte.

—Alemany, quisiera preguntarle algo más sobre el señor Jaumá.

—¿Sobre el padre?

—No. Sobre el hijo.

—¡Ah, el hijo!

Devolvió los ojos al techo como desentendiéndose, aunque la cabeza levemente ladeada hacia Carvalho indicaba la voluntad de oír lo mejor posible.

—El dinero que faltaba en el balance de la Petnay.

—Sólo hablaré de eso con el señor Jaumá.

—Ha muerto, Alemany, recuerde. Fue asesinado por algo relacionado con el balance.

—Ha muerto tanta gente, tanta.

—Alemany, ¿por dónde se marchó ese dinero? ¿A través de qué empresa o de qué capítulo de gastos?

—Me lo han quitado todo. Mi colección. Mis libros.

Cerró los ojos y parecía llorar hacia dentro.

—Se nos muere. Se nos muere.

—¿Qué le han quitado? ¿De qué habla?

—Confunde las cosas. Ayer me llamó la señora Jaumá y dijo que tenía una oferta muy buena que hacerme. Un amigo suyo estaba interesado en comprar los archivos de contabilidad de mi marido. Guardaba la historia de los balances más importantes en que había participado y ese señor quería comprarlo todo para la biblioteca de una escuela de empresarios, me dijo.

—¿Se lo ha vendido?

—Sí. Ayer. Vinieron dos señores, lo estuvieron mirando. Lo querían en seguida. Consulté a mi marido. La cantidad era muy buena y además me dijeron que si le vendía los papeles de contabilidad me hacían una oferta por la colección de carteles de la Generalitat y las cartas de Maciá, Companys, Pi i Sunyer; mi marido los conocía a todos.

—¿Quién le hizo la oferta?

—Uno se llamaba Raspall, el otro no me acuerdo.

—¿Ya le han pagado?

—Sí.

—¿Cuánto?

—La cantidad era muy buena. Me dolía venderlo, pero ¿qué iba a hacer yo con todo eso? Sólo me queda una pensión ridícula, este piso, unas acciones que no valen nada. Tampoco le servía de nada a mis hijos.

—¿Quién firmaba el cheque?

—Lo firmó el señor Raspal. Lo ha ingresado esta mañana mi hijo mayor.

—¿Lo sabe Alemany?

—Yo se lo dije. Me contestó que no. Luego que sí. Ahora se queja a ratos y me insulta, pero después dice que he hecho bien, que así me deja algo.

Alemany dormía, o fingía hacerlo. Carvalho alzó la voz para despertarle:

—¡Alemany! ¡Dígame! ¿Quién era el responsable de la fuga de dinero de la Petnay?

Dormido o sordo, el anciano parecía de mármol impenetrable. No hizo caso a las sucesivas llamadas de Carvalho y las voces atrajeron a sus hijos a la habitación. Con amabilidad primero y airados después pidieron a Carvalho que le dejara morir en paz.

—Ha muerto tanta gente, tanta.

Había dicho el viejo contable, consciente de que iba a ser uno más de sus muertos conocidos y de que nada ni nadie merecía ya el esfuerzo de abrir los ojos. Carvalho casi sentía tras de sí los pasos de los hijos Alemany expulsándole y cuando se quedó solo en el descansillo de la escalera eran otros pasos los que le acuciaban, los mismos que le seguían el rastro y se le adelantaban cuando adivinaban la lógica de sus movimientos: la compra del bar, ahora la de los papeles de Alemany. Concha Hijar tal vez sin saberlo había pactado con el asesino de su marido. Sería inútil llegar ante ella a preguntarle el nombre, sin otro instrumento de presión que una sospecha fundada en un discurso lógico. Con miedo y rabia se metió en las oficinas de la Petnay. La secretaria de Gausachs se apartó a tiempo de no ser empujada. Al propio Gausachs se le rompió la exclamación de sorpresa y el ademán de levantarse, para dejarse caer en el sillón bajo el peso de lo irremediable. Y lo irremediable era Carvalho en el centro del despacho, con la secretaria al lado atragantándose en las disculpas a Gausachs y las acusaciones a Carvalho.

—Está visto que usted aprendió el oficio en las películas americanas.

—Pocas veces había lidiado con chorizos tan importantes como usted, por ejemplo.

Gausachs cerró los ojos y dejó volar el brazo. La amaestrada secretaria se retiró y cerró la puerta tras de sí. Carvalho buscó el sillón más alejado de la posición de Gausachs, se sentó con las piernas balanceantes por encima de uno de los brazos y desde su posición de abandono esperó a que Gausachs saliera de su perplejidad.

—Pero bueno. ¡Es inaudito!

—Hable con propiedad, catedrático. Inaudito quiere decir lo nunca oído y yo hasta ahora no he dicho ni los buenos días.

Gausachs daba la vuelta a la mesa y quedaba en pie ante el detective. Se pasó la mano por el espeso pelo rubio y la misma mano resbaló por la pechera del chaleco para meterse finalmente en un bolsillo del pantalón. Para entonces Gausachs ya sonreía.

—¿A qué viene? ¿A por el cheque? ¿A por la explicación del desfalco hallado por un contable casero?

—Lo del dinero no está descartado. En cuanto al contable, no será tan casero cuando le han comprado su archivo por una cantidad de seis ceros.

—Debía escribir los balances en letra gótica. En cuanto a lo del supuesto desfalco, viva tranquilo. La central de Londres me ha dado una explicación correcta. Lo de la cifra de doscientos millones debe haberlo leído en el cuento de Alí Baba y los cuarenta ladrones. Cada año hay pequeñas cantidades desajustadas que se gastan en contactos directos de la Petnay con sucursales o empresas afiliadas: cursos de experimentación técnica, relaciones públicas, gastos de representación. Jaumá se sorprendía ante esos gastos controlados desde Londres y efectuados por apoderados especiales que la Petnay tiene en empresas filiales. Si Jaumá no se hubiera metido en camisas de once varas hubiera permitido que las cuentas globales se hicieran desde Londres y no habría tenido jamás motivos para alarmarse.

—Es decir, no se habría enterado del pastel.

—¡No sea infantil, por Dios! ¿De qué pastel? ¿No se lo estoy dando todo masticado?

Impaciencia, sorpresa, un cierto asco en la actitud de Gausachs.

—Alguien ha comprado a un chulito de pueblo para que se coma el consumao del asesinato de Jaumá.

—Tradúzcamelo al castellano, por favor.

—Ya sabe lo que digo. Alguien ha sobornado a un chulo de poca monta para que confiese haber asesinado a Jaumá. Y ese mismo misterioso alguien ha comprado la memoria de toda una vida del contable Alemany y entre otros datos la pista que llevaba a quien maneja ese dinero que no cuadra en las cuentas de la Petnay.

—Usted es de los que creen que los jesuitas envenenan las aguas.

—Alguien ha tirado toneladas de bromuro a estas aguas para que todos nos durmamos, y usted es un cínico o un panoli. O tal vez tiene la nariz acondicionada para no oler la inmensa mierda que le rodea.

—Se lo pido casi como un favor. Acepte el regalo económico de la Petnay y déjenos en paz. Por su bien. Por mi bien. Por el de Concha. Basta ya de jugar a James Bond.