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COMPRÓ butifarras en La Garriga: frescas, cocidas, de sangre y de huevo. Después de los alemanes, son los catalanes los europeos mejor dotados por su propia cultura gastronómica para sacar provecho del cerdo. Salvo en los jamones, blandos y siempre de sabor insuficiente, los cerdos del país tenían el honor de aportar auténticas maravillas imaginativas en forma de embutidos. Un excelente muestrario prueba de la reflexión de Carvalho aparecía sobre los manteles de la mesa distribuidora de la Fonda Europa, restaurante de Granollers al que Carvalho se escapaba de vez en cuando para comprobar siempre con sorpresa y admiración que conservaba su buena tradición gastronómica. En la mesa distribuidora se amontonaban los embutidos base de un plato que en el menú figuraba bajo el rótulo «Matança del porc de Llerona». Como todo buen mineral, el plato tenía su ganga. Junto a los excelentes embutidos locales, probablemente de Llerona, se juntaba chorizo industrial y el húmedo jamón del país que más parecía tratado por el procedimiento de inmersión en el mar que por el de secado al aire. El llamado jamón del país tiene algún parentesco desgraciado con el jamón de Parma, pero sin adquirir la ternura sabrosa del italiano. Pedir la matança del porc de Llerona como entrante era un capricho pantagruélico que requería después un buen tino selector. Había que desdeñar jamones y chorizos y quedarse en la gama butifarrera, desde la consistencia de embutido de fondo del salchichón hasta la ligereza etérea de la butifarra de huevo o del fuet. El camarero dejaba sobre la mesa una tonelada de embutido, un cuchillo dispuesto a facilitar la voluntad de cortar y una fusta propicia para el degollado del embutido. Saciado el miedo angustiado de todo Pantagruel a morir sin haber comido todo lo que merece un ser humano, Carvalho siempre pedía en la Fonda Europea el peu i tripa, callos peculiares de tripas y pies de cerdo de una melosidad similar a la que los andaluces consiguen añadiendo morro a los severos callos castellanos. Le confortaba la voluntad de comer todo lo posible que siempre se advertía en los clientes de la Fonda Europa, especialmente los días de mercado, cuando la sala se llenaba de tratantes y viajantes cómplices a la hora de buscar los platos más hondos y anchos. Un restaurante además con espacios, de tal manera que cada mesa podía crear su propio entorno y ensimismarse en la operación de comer sin ser contemplada desde el balcón de la mesa próxima, con esa mirada de voyeurs de escotes que siempre tienen los envidiosos espías de lo que comen los demás. La ingenuidad de las pinturas murales de un modernismo devaluado, también era gastronómica. Temas y colores digestivos, bien porque metafísicamente puedan existir los unos y los otros, bien porque el comensal saciado esté dispuesto a los más intransigentes afectos por la ingenua pintura mural de un modernismo devaluado. No estaba el vino a la altura de lo comible, y si bien la solución del Rioja era un mal menor, Carvalho comentó consigo mismo una vez más la falta de idoneidad que existe en Catalunya entre una excelente cocina popular y el mal acabado de sus vinos más populares. El postre de mel i mató de la Fonda Europa estaba a la altura del que podía comerse en el Ampurdán, y Carvalho lo pedía más por respeto a una cultura gastronómica que por goloso. Devoto del sentimiento trágico de la comida, le parecía que los postres no frutales siempre conllevan una reprochable frivolidad y los de repostería terminan por anular los sabores, que uno quisiera eternos, de los platos trágicos.

Con el hambre completamente derrotada, Carvalho mordió su Montecristo especial y con los primeros humos brotaron las iniciales reflexiones sobre cómo estaban y no estaban las cosas. Alguien trataba de establecer una lógica a la medida del asesinato de Jaumá y la prefabricación era tan evidente como irrefutable. ¿Por qué? Los descubiertos del balance de la Petnay podían ser el motivo, pero la Petnay los conocía y no había emprendido ninguna acción legal contra los supuestos estafadores, es más, parecía encubrirlos incluso por encima de las alarmas de Jaumá. ¿Quién había manipulado ese dinero? ¿Para qué? Las presiones políticas para cerrar cuanto antes el caso, el alarde económico de comprar un «asesino» que alegaría defensa de su honor y estaría en la calle dentro de dos años con unos cuantos millones en el bolsillo, la implacabilidad con que habían jugado los instigadores en el caso del desgraciado Rhomberg, y frente a este inmenso muro en movimiento contra Carvalho sólo tenía el débil asidero del encargo profesional de la viuda, un encargo frágil ante las presiones que sin duda a esta misma hora está recibiendo Concha Hijar. Si la viuda se retiraba, sólo quedaba la posibilidad de dar un escándalo político con la ayuda del contable Alemany y el ala izquierda de las amistades de Jaumá. ¿Ya mí quién me paga? Nunca había buscado la satisfacción de la obra bien hecha, pero sí al menos la de la obra hecha, y le molestaba dejar el enigma sin resolver como le molestaba un bricolage inacabado por culpa de un tornillo insuficiente o por la taita de previsión de no haber comprado un rollo de cinta aislante. La única motivación afectiva era el hijo de Rhomberg. La solidaridad con Jaumá era profesional, en cambio la solidaridad con el desconocido niño alemán la llevaba en la sangre, le salía del pozo de los terrores infantiles hacia la orfandad, del espectáculo de la miseria de los niños del barrio despadrados por la guerra o por las cárceles, fusilamientos, tuberculosis de la posguerra. La fragilidad de aquellos huérfanos que asomaban su cabeza rapada entre los geranios de balcones tan oxidados como el alma colectiva del barrio, le hacía nacer en el estómago la interesada congoja del animalito que descubre en la desgracia ajena la posibilidad de su propia desgracia.

—Para los trabajadores todo es trágico.

Decía, su padre. Una separación matrimonial, una muerte, una enfermedad.

—Los ricos siempre tienen un colchón a punto y cuando caen no se hacen daño.

Tal vez aquel niño alemán disponía de un colchón suficiente para sus pequeños huesos, pero no para el mutilado sentimiento de atracción hacia el padre mitificado. Una vez más lamentaba su mala educación sentimental basada en la aspiración de absoluto. Un perro se había muerto de tristeza en el Japón porque su dueño no había vuelto a casa. Lo había leído al pie de una foto de agencia de las que exhibía el diario La Vanguardia en sus escaparates de la calle Pelayo. Un hombre acuchilla al que intenta quitarle a la mujer amada: lo había oído recitado por un rapsoda a través de Radio Barcelona. Una niña se muere de tristeza porque sus padres han tenido un hermanito que será el heredero del patrimonio familiar: lo había visto y oído, recitado por una vaca trágica desde el escenario de la sala Mozart. Igual el niño alemán crecía fuerte y seguro, lejos de la presencia autoritaria de un padre castrador. O no. Podía ocurrirle lo que al pobre Tyrone Power en El hijo de la furia, esclavizado sádicamente por su tío y tutor George Sanders. La voz del cuñado de Dieter no le había gustado nada. Prusiana, diría Carvalho. Sin duda era una voz prusiana según el preconcepto de prusiano acuñado por la sabiduría convencional. Pero luego el niño crecerá, se irá de emigrante a los mares del Sur, pescará perlas, contratará a otros para que pesquen perlas para él, se enriquecerá con la plusvalía, volverá a Berlín y humillará a su tío. O crecerá carcomido por la nostalgia, será carne de fracaso, se enamorará de muchachas fuertes que no le harán caso y se suicidará bebiéndose todos los discos de su cantante de moda disueltos en salfumán.

—No se debería nacer. Por mucho que hagamos por ellos, nunca los compensaremos por la jugada de haberlos traído a este mundo.

Solía comentar su padre, sobre todo desde que se convirtió en un obseso sobre la futura destrucción nuclear del universo. Cada vez que aparecía un hongo atómico en las páginas de huecograbado de La Vanguardia o el Diario de Barcelona, don Evaristo Carvalho lo señalaba con un dedo acusador e iniciaba un discurso maltusiano que sólo el niño escuchaba, consciente de que su propia existencia era un lamentable error del que su padre se arrepentía por su propio bien.

—Si la humanidad se pusiera de acuerdo para no tener más hijos, en cincuenta años la Tierra quedaría despoblada y devuelta a sus fuerzas más inocentes: los animales, el agua, el sol.

Hasta su muerte, Evaristo Carvalho sintió remordimientos cada vez que veía a su hijo y trataba de lavarle del cerebro el instinto de la paternidad con toda clase de detergentes. Desde el balcón de siempre contemplaba el paso de los coches y las generaciones. Los coches eran el símbolo de la locura humana lanzada a dar una mayor velocidad a la absurda marcha desde la nada a la muerte. Y los niños descolgados de las barrigas de las muchachas del barrio eran víctimas, perdedores de todo y ganadores de casi nada.

—Fíjate. La del número siete ha tenido otro hijo. Ay, Señor. Qué falta de cabeza. Traer víctimas a este mundo.

Carvalho se quedó con las ganas de preguntar a su padre si hubiera pensado lo mismo en caso de no haber perdido la guerra civil.