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PARA LLEGAR a aquel punto del río Dieter debió de salir por la salida seis de la autopista, ir a buscar la carretera general en dirección a Barcelona y luego encapricharse por un dédalo de caminos de carro. O lo que aún era más absurdo: salir por la cinco e ir contradirección hacia Gerona. No cabía la explicación de haber buscado un lugar para tomar un bocadillo porque había comido en el Jacques Borel de la salida 7 en compañía de otro comensal.

—¿Se marcharon juntos?

—Eso no lo sé. Le digo a usted lo mismo que a la policía. Primero estaba sentado el alemán ése. Lo recuerdo muy bien porque me dije: pues si que empiezan a venir pronto este año. Luego se le sentó a la mesa un señor moreno, delgado, bajito, que pareció pedirle permiso.

—¿Estaban todas las mesas ocupadas?

—Había llegado una expedición de autocares de no sé qué peña de no sé qué pueblo y estaba bastante lleno, pero todo ocupado no. Por cierto, pagó la cuenta el otro señor.

—¿Intentó pagar el alemán?

—No me fijé. Me vino muy decidido el señor bajito y me pidió la cuenta, pagó y se volvió a la mesa. Cuando volví a mirar ya se habían ido.

—¿Juntos no llegaron?

—De eso estoy seguro. Ahora, de que se marcharan o no juntos, eso ya no, porque desde aquí, compruébelo usted mismo, no se ve la zona de parking o se ve justo el coche que aparca frente a la puerta.

—¿Le comentó algo la policía sobre el acompañante del alemán?

—Me preguntó mucho sobre él, mucho. De esos tíos delgados, bajitos, con mucho pelo en la cara, estaba afeitado pero se notaba que tenía mucha barba, tal vez porque tenía mucha cara. Bueno, quiero decir que tenía una de esas caras con mucho lienzo, ¿me sigue? No era catalán. Hablaba un castellano así, muy seco, muy castellano.

—¿Buena propina?

—No se mató, no. Diez duros.

—¿No es un cliente habitual? ¿No le recuerda de otras ocasiones?

—No. Y yo soy de los más antiguos. Aquí cambian mucho de camareros, pero yo llevo tres temporadas.

Luego siguió con el coche la ruta de Dieter hasta el río y le pareció absurda la desviación. Sólo hubiera sido explicable en el caso de un violinista decimonónico con ganas de sentir el murmullo del agua entre los álamos con las cuchillas blancas tintineantes por una suave brisa. Además no había agua para ahogar al gigante Dieter Rhomberg. Si se aceptaba la explicación de un accidente fingido para desaparecer impunemente, kilómetros arriba estaba el Ter, un rio mucho más serio, sin contar con los ríos a nivel europeo que Dieter había cruzado en su rápida carrera entre Bonn y el Tordera. Aunque los caminos que descendían hacia el río estaban enfangados y en algunos tramos parecían torrentes sometidos al capricho de arroyuelos formados por las lluvias recientes, Carvalho llegó sin grandes dificultades al borde mismo desde donde saltó el coche de Hans. Aún quedaban huellas del trabajo de las grúas para izarlo y los matorrales quebrados marcaban el pasillo de la caída. Recuperó Carvalho la carretera general para buscar en Hostalrich la carretera comarcal hacia Vich bordeando la cara norte del macizo del Montseny. Para un animal urbano, la transparencia del aire alto, la exuberancia de los bosques cada día más espesos desde que la inoperancia del carbón vegetal eliminó la pequeña industria de limpieza de arbustos, la presencia constante de las tres cumbres señeras del Montseny cambiando de forma y volumen con los altibajos de la perspectiva, la humedad del paisaje bien regado por torrenteras en una loca carrera hasta la extenuación o la entrega a los cursos mayores, le proporcionó una euforia robinsoniana y una placentera nostalgia inexplicable, porque jamás había vivido en el campo y su vinculación a la naturaleza libre se reducía a su jardín de Vallvidrera y a la contemplación fugaz del Valles desde las ventanas de su casa. Aquél en cambio era un campo en serio, con masías, bosques, tierras de cultivo y de pronto algún que otro islote residencial de veraneantes fieles al principio de que la montaña es más sana que el mar. Había quien se había construido un chalet suizo con casi verticales tejados de pizarra para eludir una nieve que en aquella zona nunca dejaba de ser un liviano efecto óptico, una película en seguida sucia y helada sobre la tierra. Tampoco faltaba el estilo ibizenco, y el chalet muestrario de todo lo que el ser humano puede emplear para construir: desde el ladrillo a la pizarra, pasando por la madera y la piedra artificial. La pequeña burguesía tiene mal gusto en todas partes, pero el siglo XX merece el honor de haber concebido un modelo de burgués absolutamente imbécil con el suficiente nivel de vida para vivir singularmente y con la formación cultural de estricto hombre masa. Borracho de curvas desembocó en la Plana de Vich, salpicada por los cerrillos de volcánicas tierras grises. Se metió en la villa donde las severidades de los viejos caserones formaban un núcleo central del que se desgajaban villorrios modernos, en su mayor parte conformados por casitas individuales de ladrillo o por viviendas de dos plantas encorsetadas por la rigidez de un precario presupuesto. Aparcó el coche en la plaza mayor y buscó los rincones donde crecían del techo salchichones, fuets, lomos embuchados tan perfectos que parecían cosa de cerámica firmada. Cargó con dos inmensos salchichones, cinco fuets, un lomo embuchado, y se abstuvo de comprar butifarras para seguir el rito de comprarlas en La Garriga. Compró una caja de pa de pessic para Charo y el tercer transeúnte interrogado supo decirle dónde estaba La Chunga, el chiringuito propiedad de la suegra del presunto, asesino de Jaumá.

—Pero está cerrado. ¿Ya sabe usted lo que ha pasado?

—Sí.

—Las dos mujeres al quedarse solas lo han cerrado.

—¿Ellas viven en Vich?

—No. Tienen la vivienda sobre el chiringuito. ¿A por quién va usted? ¿A por la hija o a por la madre?

—¿Usted qué me aconseja?

—La madre. Está como Dios. ¡Tiene un culo! Te ahorras el colchón.

Apenas si recordaba el contorno de la mujer que hablaba con Paco el Cuatrero. Va llenando el contorno de carnes imaginarias mientras sus ojos y el morro del coche otean el horizonte en busca del bar de carretera. Frente a un pabellón de exposición de muebles, al final de una larga recta, cuando el lomo de asfalto empieza a subir en dirección a Tona, La Chunga se presenta como un aplastado edificio encalado y cubierto de tejas. Un anuncio iluminado de Tío Pepe, las conchas policromas de la Coca-Cola y la Pepsi, cortina de tubitos de plástico sobre una puerta cerrada a cal y canto. Pero hay ruido de vida en la parte trasera y en el único piso que monta sobre el bar cerrado. Al dar la vuelta al frontal aparece una furgoneta con las puertas abiertas engullendo bártulos enfilados desde una puerta. Un hombre carga y la suegra de Paco el Cuatrero le va pidiendo cuidado mientras le entrega los bultos alineados. Tiene la mujer veinticinco años en cada teta rotunda y los cincuenta reunidos en un culo ejemplar. Y al volver el rostro hacia el intruso lo ajado de su belleza de facciones grandes conserva malicia de reclamo, especialmente concentrada en unos labios impertinentes.

—El bar está cerrado.

—No quiero tomar nada. Quisiera hablar con usted y con su hija.

—Si es un periodista, puede irse por donde ha venido. Estoy hasta la coronilla. Váyase y tengamos la fiesta en paz.

—Eso es. Tengamos la fiesta en paz.

Dijo el hombre saltando de la furgoneta y quedando entre la mujer y Carvalho con las piernas abiertas y el cuerpo amenazante.

Le tiende Carvalho su carnet profesional y al leer la palabra detective el hombre se relaja.

—Es un policía.

Al balcón del piso se ha asomado una muchacha que parece un cincuenta por ciento de la mujer.

—¿Más policías?

Llora la muchacha más que grita. Carvalho suelta la cabeza para que haga un signo imperioso y camina hacia la casa sin comprobar si le siguen.