CASI EMPUJADO por Biscuter y Charo, Pepe llegó al despacho con el corazón templado, aunque la historia de lo que había visto dejaba al paso como un reguero de preguntas y respuestas. La cena era una cazuela de sepias con patatas y guisantes regada con una botella de Montecillo. Comió también Charo, aunque exigió sólo sepia y nada de salsas, y sobre todo bebió a pesar de las críticas de Carvalho a las irracionalidades de su régimen dietético. Fumaron Biscuter y Carvalho dos especiales Montecristo.
—Ha llamado la viuda. No sé cuántas veces.
—¿Qué viuda? ¿La de Franco?
—La de Jaumá, jefe. Muchas, muchas veces. Que era urgente el que le viera hoy.
—Mañana será otro día.
—Y Núñez. También se ha hartado. Ha dicho que le esperaba a usted en el Sot si salía de la cárcel antes de las tres.
—No he estado en la cárcel, Biscuter.
—Para mí es lo mismo. Nunca he entrado en una comisaría sin pasarme después al menos seis meses de cárcel.
—Voy a echar una parrafada con Núñez y luego me largo a casa volando. Tengo ganas de sentirme cómodo.
—Esta noche no te dejo, Pepiño. Esta noche subo contigo.
—Haz lo que quieras.
Le besaba Charo sobre la ropa del hombro, abrazada a su cintura mientras bajaban la escalera. La hizo esperar en el coche aparcado a la misma puerta de El Sot. Núñez acudió a su encuentro y buscaron un rincón aparte. Carvalho le contó las últimas derrotas. Alguien había proporcionado a la policía hasta un asesino de Jaumá y el cuerpo de Rhomberg podía haber desaparecido para siempre.
—La clave es la viuda. Si ella se arruga, yo no tengo ninguna autoridad para seguir.
—Yo trataré de presionarla.
—Unos días. Una semana. Sólo necesito una semana. Al menos para saber si me he equivocado.
En un grupo estaba la muchacha acompañante del relator de la extraña aparición de la muerta de la carretera.
—¿Y tu novio?
—No tengo novio. Si acaso un compañero. No está.
—Qué lástima. Podía aprovechar la ocasión, pero tengo la noche ocupada.
—Este año aún quedan más de doscientas noches.
—¿Cenamos mañana?
—¡Uy! ¡Qué velocidad! No sé. No sé. Me lo pensaré.
—Llámame.
La chica le volvió la cara sonriente cuando Carvalho estaba a punto de salir. Núñez parecía un anfitrión siguiendo los pasos a la visita que se marcha.
—Hágase el sueco. No acuda a la llamada de Concha. Yo le diré que usted está fuera de Barcelona haciendo averiguaciones.
—No mentirá.
—¿Se va usted?
—De excursión. Quiero ver un río y una ciudad con fama de carca.
—Vich.
—Exactamente.
Charo se le volcó encima en un precalentamiento que duró lo que todo el viaje. Fue desnudado en el apagado vestíbulo de la torre y su sexo fue recogido primero por los labios, luego por una lengua breve que estimuló su crecimiento hasta encontrar los dientes que le hicieron sitio. Fue retrocediendo la mujer desnuda a cuatro patas con la suficiente lentitud como para no perder el mimado bocado y al llegar al tresillo hizo sentarse al hombre con la suavidad requerida para perpetuar el contacto. Luego cambió en dos movimientos la protección húmeda y caliente de su boca por la del sexo abierto como una ranura tierna. Se vació Carvalho con la conciencia escindida entre sus entrepiernas y el runrún de pensamientos que no acaban de concretarse.
—¿Te ha gustado?
Le preguntó al oído Charo, consciente de que había hecho un buen trabajo.
—Pse.
—¡Serás carota!