LA POLICÍA, que se presentara. Gausachs, que quería verle. Fontanillas: es urgente que hablemos. Concha Hijar: si es necesario, paso por su despacho. Gausachs le recibió sentado en sillón gerencial de excelente piel repujada, flaqueado por tres extranjeros evidentes que contemplaron a Carvalho mientras sus cerebros se disparaban en el cálculo de todo lo que un hombre tiene de calculable.
—¡La que ha armado!
A pesar del reproche y de la alta entonación, Carvalho convino en que era la vez que le llamaban la atención con más educación.
—Si usted no hubiera exagerado las cosas, Dieter Rhomberg aún estaría vivo.
—Yo no le he tirado el coche al río y le he hecho desaparecer.
—Nadie ha tirado ese coche al río. Ha debido caerse y el cuerpo aparecerá un día u otro. Pero Dieter se puso en movimiento porque usted empezó a mover cielo y tierra con esa absurda investigación.
Se volvió Gausachs a sus acompañantes y les dijo en inglés:
—¿Quieren decirle ustedes algo?
El que tenía cara de mandar y de haber renunciado a una vicaría en Wakefield se dirigió a Carvalho con un precioso inglés lleno de cantarinas suavidades:
—Ya sé que entiende usted el inglés. Mi compañía está muy afectada por este embrollo y quisiera cortar por lo sano. Usted ya sabe cómo van estas cosas. Si hay un escándalo en casa del lechero, se entera toda una calle o todo un barrio. El lechero pierde la clientela. Si hay un escándalo en una compañía como la Petnay se entera el mundo entero. Nadie está interesado en estos momentos en continuar esta absurda investigación, y menos ahora que ha costado indirecta, inocentemente otra vida. Comprendemos sus intereses profesionales y económicos y estamos dispuestos a indemnizarle por la interrupción de su trabajo. Dos mil libras esterlinas. ¿Le parece bien? ¿Cuánto sale en pesetas?
Gausachs hizo el cambio de moneda en un tono de voz reservado para las estimaciones positivas:
—Trescientas mil pesetas largas. Una oferta excelente, señor Carvalho.
—Si yo les pidiera diez mil libras, ¿qué me dirían ustedes?
—Tal vez nada, pero pensaríamos lo peor.
Contestó el vicario irónicamente.
—¿Me las darían?
—Sería deshonesto por su parte.
—La Petnay no puede dar lecciones de honestidad a nadie. Parpadeó el vicario y escrutó el rostro de sus colegas. Los dos ingleses se encogieron de hombros.
Gausachs pidió:
—Déjenme a solas con el señor Carvalho.
Desaparecieron los tres pares de zapatos brillantes. Gausachs ofreció un whisky de malta a Carvalho.
—Puede usted sacar más dinero del que le han ofrecido, pero no tanto como el que usted ha insinuado que podía pedir. ¿Me explico? En base a la necesidad nuestra de echar tierra al asunto y a su necesidad de sacar el máximo provecho del mismo, podemos llegar a las cuatro mil libras, perdón, a las quinientas o seiscientas mil pesetas. Pero no se pase, Carvalho. La Petnay es tan comprensiva como poderosa y a estas horas la policía española está furiosa con usted.
—¿Por qué Dieter Rhomberg desapareció tan bruscamente de la nómina de la Petnay? ¿Por qué me anuncia su llegada como si se escondiera? ¿Por qué viaja a España de incógnito precisamente en coche y no en el suyo, sino en un coche alquilado? ¿Por qué aparece el coche en un río casi sin agua y sin haber caído directamente desde la autopista? ¿Por qué no se ha encontrado el cuerpo del «ahogado» en un río sin agua? ¿Por qué están ustedes tan empeñados en dar la explicación de que ha sido un accidente? ¿Por qué están dispuestos a regalarme seiscientas mil pesetas para que no siga investigando? Creo que es un excelente resumen de la situación.
—Dentro de unas horas ésta será la versión oficial, y sin duda será la buena. Rhomberg pasaba una aguda crisis personal y profesional. De hecho no se había recuperado desde la muerte de su esposa. No sólo deja la Petnay, sino que cambia de personalidad y decide correr mundo hasta encontrarse a sí mismo. Aparece usted mezclando el caso Jaumá con el caso Rhomberg, sin que nada pruebe que hay una conexión. Rhomberg acudía a Barcelona para dejar zanjado el asunto y así cumplir lo que consideraba un deber para la memoria de su buen amigo Antonio Jaumá y por el camino, sin que nunca sepamos por qué, cae al río y no aparece. O aparecerá dentro de meses, años, a lo mejor vivo, después de haber utilizado esta treta para huir de todo y de todos como sólo puede huir un supuesto cadáver. Creo que también esto es un excelente resumen de la situación y con muchas más probabilidades de prosperar. A nivel de opinión pública es una explicación suficiente, sobre todo si nadie está interesado en ver fantasmas donde no los hay.
—¿Y la viuda Jaumá? ¿Y la familia Rhomberg?
—Aceptan la versión de la Petnay. La única versión posible. Mañana por la mañana le espero aquí a las diez. Quiero una declaración firmada por usted en la que reconoce dar por cerrado el caso Jaumá y el caso Rhomberg, aceptando la explicación oficial. Yo tendré sobre esta mesa, al lado de esta mano, repito, de esta mano, un cheque de medio millón de pesetas.
—¿Sabía usted que Jaumá había descubierto un «olvido» de doscientos millones de pesetas en el último balance?
—¿De dónde ha sacado esa fantasmada? ¿De los cálculos de algún contable casero de Jaumá?
—La Petnay estaba informada de ese olvido. ¿Usted no? ¿Por qué no se lo pregunta al vicario de Wakefield?
—¿De qué vicario me habla?
—Al pájaro ése que ha empezado a sobornarme. Pregúnteselo y mañana, a las diez, me tiene la respuesta preparada junto a esa mano, repito, al lado de esa mano.
Gausachs está evidentemente desconcertado. Carvalho da una vuelta completa sobre el eje de una de sus piernas y se retira dando la espalda a Gausachs mientras musita:
—Echa el cierre, Robespierre.
Y se echa a reír. La risa le vuelve a ratos mientras va a pie hasta el despacho de Fontanillas.
—¡Dichosos los ojos! En vaya líos me mete usted.
—No se exalte, señor notario.
—¿Cómo dice? Yo no soy notario.
—Tiene usted cara de notorio notario y la exaltación no le sienta nada bien. Calmadito, amigo. Tranquilo.
Se sienta sin pedir permiso, se pone las manos sobre las rodillas. Fontanillas ha pulsado la tecla del dictáfono como para transmitir un mensaje y paulatinamente se recupera de la sorpresa producida por el desaire de Carvalho.
—Va a decirme que he armado una gorda. Que todo está aclarado y que mis servicios ya no son necesarios.
—Le pagaremos lo justo.
—Y más aún.
—Si ése es el problema, más aún.
—¿Por qué?
—Porque las personas sólo pueden vivir en paz consigo mismas y desde que usted resucitó el caso Jaumá nadie vive en paz consigo mismo. Para empezar, la pobre Concha. Para continuar, ahí está esa desgracia de Rhomberg, indirectamente provocada por esta desdichada investigación.
—¿Y usted? ¿También quiere recuperar la calma? ¿Fue usted quien en calidad de abogado de prestigio y futuro prohombre político de centro, según he leído en el diario, ha presionado en el Gobierno Civil para que encuentren al asesino de Jaumá cueste lo que cueste, lo sea o no lo sea?
—Yo utilicé mi amistad con las autoridades para estimularlas. Me pareció que era prestar un servicio a Concha de cara a que recuperase la serenidad. La conozco y sé que no descansará hasta que todo cuadre. Todo cuadra ya, Carvalho. La policía ha obtenido una declaración reveladora de que, por desgracia para Concha, Antonio murió con las bragas puestas, y usted ya me entiende. Lo de Rhomberg no tiene nada que ver, absolutamente nada que ver.
—¿Le dijo alguna vez Jaumá que desde hace tres o cuatro años se volatilizan algunos millones de los balances de la Petnay en España? ¿Sabe que este año los millones volatizados son doscientos?
—Nunca me dijo nada y me extraña que la Petnay no se haya dado cuenta.
—Es que sí se ha dado cuenta. Jaumá la informó año tras año y sobre todo esto.
—Absurdo. ¿Cómo iba a permitir una compañía como la Petnay una cosa así?
—Ésta es la cuestión.