LA HERMANA de Dieter no se pone al teléfono. Es su marido. En efecto, Peter Herzen es Dieter Rhomberg, ha sido reconocido por el empleado de la Avis que le alquiló el coche.
—Compréndalo. Estamos muy afligidos. No sabemos cómo decirle al niño que su padre ha muerto.
—Puede haber desaparecido para sentirse más seguro.
—¿Más seguro? ¿De qué? ¿Porqué?
—¿Qué dice la policía alemana?
—Nada. Han tomado nota de su gestión y supongo que la Interpol se pondrá en contacto con la policía española para que usted cuente todo lo que sabe.
—Les agradecería que ustedes me mantuvieran informado.
—Permítame que cuelgue. Compréndalo. Estamos destrozados.
Se envileció en su boca el último sabor de los riñones y una vaharada de jerez le subió desde el estómago lleno de alarma y casi miedo. Como si de pronto se diera cuenta de haberse adentrado en un territorio excesivo, de caminos sin retornos y de tormentas sobrecogedoras, Carvalho tuvo que respirar varias veces profundamente para recuperar parte de la serenidad perdida. Veía claramente las dimensiones de un enigma gigantesco y la desproporción de su tamaño de detective privado, de «huelebraguetas» dedicado a casos residuales, un hombre bien distinto al que había pasado por la CIA lleno de cinismo y despecho, capaz de disparar sobre un jefe de Estado o de meterse en la boca de lobos mayores. Dieter conducía el coche cuando entraron aquella noche en Los Ángeles en busca de un hotel de Beverly Hills. Estuvieron a punto de chocar contra un Buick que había patinado y empezaron a reptar hacia las colinas con los nervios de punta por la longitud del viaje y el reciente percance. Restaurantes, cines, tiendas, almacenes componían una ciudad ya dormida abandonada por el miedo a la noche. Y de pronto vieron subir acera arriba a un hombre vestido de competición atlétic marcando el paso como los corredores de fondo, con el pe cortado al cero y resoplando rítmicamente.
—Es un brujo entrenándose para estar en forma.
Comentó Jaumá y se relajó el ambiente. Dieter aparcó para comprobar en qué quedaba la carrera del atleta de la noche. A pocos metros del corredor de fondo subía un coche patrulla de la policía.
—Le escoltan.
—Más bien le vigilan.
Al llegar a la altura del coche conducido por Dieter, el atleta pasó sin inmutarse y el acompañante del conductor del coche policial se llevó el dedo a la sien para indicarles que el corredor estaba loco. Como si quisieran demostrar su autoridad ante los insólitos testigos, los agentes adelantaron al atleta y frenaron bruscamente. Salieron del coche al mismo tiempo y se dirigieron al corredor con paso autoritario.
—Alto. Deténgase.
No avanzó el atleta ni un paso más pero continuó saltando ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, como para mantener caliente la musculatura.
—¿Qué está haciendo?
—Corro.
—Eso ya lo veo. Pero ¿por qué? ¿Son horas de correr?
—De día trabajo. De noche corro.
—¿Pertenece a alguna sociedad atlética?
—Yo no corro en sociedad. Corro solo. ¿Alguna ley me impide correr a estas horas por la acera?
—No.
—¿Entonces?
—Se expone a un atentado. A la gente no le gusta que los demás corran a las dos de la madrugada.
—¿Lo han comprobado? —¿El qué?
—Que a la gente no le gusta que los demás corran a las dos de la madrugada.
—Es de sentido común.
Seguía el hombre saltando sobre uno y otro pie. Durante segundos los agentes le miraron severamente, luego echaron un vistazo fugaz hacia el coche de Dieter y con un ademán indicaron al corredor que podía seguir. Partiendo de los saltos que daba, los aceleró como si impulsase una bicicleta fija y arrancó cuesta arriba recuperando el ritmo de zancada y respiración. Se fueron los policías hacia el coche aparcado y les pidieron la documentación. Mientras uno la comprobaba, el otro tenía una mano en la pistola y el ceño fruncido sobre los ojos que perseguían la inagotable carrera del corredor de fondo.
—¿Van a dormir en el coche?
—No. Vamos al Golden Hotel.
—Por esa calle abajo y luego a la izquierda. No se entretengan, por favor. No son horas de tomar el fresco por la calle.
—¿Cada noche da una carrerita como la de hoy?
Preguntó Jaumá señalando al atleta a punto de ser tragado por el cambio de rasante.
—Por este barrio no le había visto nunca. Está loco. Se expone a que le peguen un tiro desde una ventana.
—¿Por qué?
—A la gente no le gusta que pasen cosas raras. Las cosas raras les dan miedo y el miedo les hace sacar el revólver del armario o descolgar la escopeta.
Jaumá subió las escaleras del hotel como si hiciera footing y entró en el hall resoplando como un atleta experimentado. El recepcionista ni se inmutó. Los ayudó a cargar el equipaje en el ascensor y les abrió las puertas de las habitaciones. En cada una de ellas sólo faltaba Gloria Swanson o Mae West en salto de cama. Cabeceras de madera historiada pintada de purpurina plateada y laca color crema. Patas de columnas salomónicas y dosel recogido sobre la cabecera dejando en el centro un inmenso rosetón de yeso iluminado donde campaba una corona real. Moqueta azul cielo cursi combinada con muebles rosados y purpurinados, baño con bañera estilo imperio, mármoles y metales cromados fingiendo ser los más extraños bichos y vegetales. Un televisor en color que parecía un baúl de lujo.
—¿Funciona el bar?
—Si yo quiero, sí.
Le contestó el recepcionista, botones, ascensorista, telefonista, barman de noche.
—Espero que subirá usted con mucho gusto. Quiero champán francés helado y una chica caliente.
—El champán puedo subírselo ahora. La chica tardará dos horas en llegar.
—Entonces sólo quiero champán.
Los viajes largos le enervaban el sexo, y el hijo predilecto de todo hombre se desperezaba en la bragueta pidiendo amanecer. Si alguno de los otros se mantuviera despierto para animarse a pasar dos horas de espera… Dieter ya dormía con la profundidad cúbica de su inmenso cuerpo. Jaumá se había puesto un anchísimo pijama de seda y estaba entregado a la contemplación de las variaciones geométricas que aparecían en los distintos canales de televisión.
—Pase, Carvalho. Busco imágenes que sean lo suficientemente hipnóticas para que me duerman. El zumbido ayuda mucho. Estoy nervioso.
Le contó lo del champán y la chica.
—¿Dos horas? Es un servicio poco serio. Deben de vivir en la otra punta de Los Ángeles.
El mismo recepcionista subió el champán y una copa. No le gustó que le pidieran otra, aunque corrigió el gesto de enfado cuando Jaumá le tendió cinco dólares de propina.
—Y lo de la chica, ¿por qué tardaría tanto?
—A estas horas sólo vendría alguna negra o alguna chicana, y en general viven a setenta kilómetros, en la otra punta de Los Ángeles, junto al Watts.
Jaumá se contempló la bragueta y comentó:
—¡En dos horas pueden pasar tantas cosas por el alma de un hombre!