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EL AVISO DE Martillo de Oro era urgente, pero el líder de macarrones se estaba comiendo una tapa de berberechos sin prisas pausas, regada la tapa con un zumo de tomate. Instó a Carvalho a que se sentara.

—No me gusta la cosa.

—Qué cosa.

—El asunto del que me habló. Desde hace cuarenta y ocho horas no paran de detener amigos míos y tratan de que se coman el consumao de Vich. Me han dicho que un idiota recién estrenado ha firmado una declaración jodida. No se hace responsable directo, pero afirma que en el ambiente se dice que a Jaumá se lo cargó uno de nosotros. El próximo paso será coger a un julai desgraciado y hacerle firmar la declaración de culpabilidad. Alguien está moviendo la cosa para que quede definitivamente cerrada, vista para sentencia. Alguien con el suficiente poder como para presionar por arriba: gobernador civil, el jefe superior de Policía y así bajando hasta el portero.

—Pero usted insiste en que no se lo cree.

—Yo sigo en mis trece porque conozco el percal. Pero esperaré a que pasen al julai a la Modelo para enterarme de por dónde iban los tiros y si ha firmado con el cagarro a punto de salirle o porque sabe algo. Ahora está en el Palacio de Justicia. Esta tarde lo llevarán a la Modelo y mañana enviaré a un abogado para que se entere.

—Puede estar incomunicado.

—Si está incomunicado, enviaré al abogado de algún cabo de planta, ésos lo saben todo y hablan hasta con los de celdas de castigo. Mañana sabemos algo, se lo digo yo.

—¿Puede usted enterarse de quién está presionando?

—Eso no es cosa mía. Mi territorio termina en la plaza de Catalunya, como quien dice. Más arriba ya es cosa suya. Alguien muy gordo ha de ser para que en dos días hayan empezado a tocarnos los cojones con las dos manos sin que hayamos dado ningún motivo. Y ahora váyase. Cuanto menos me vean con usted, mejor.

El bar estaba fuera de la geografía delictiva de la ciudad y tenía el sospechoso aspecto de no servir otra cosa que zumos de tomate e infusiones de manzanilla para damas cuarentonas perdidas en el desierto de la tarde. Regresó a pie a su despacho Ramblas abajo bañándose en la inocencia del sol y del público del mediodía: estudiantes, empleados, viejos jubilados, todos sacando u pasear el esqueleto bajo el alimento gratuito del sol primaveral. Como un perrito arrojado de su caseta, Biscuter permanecía compungido en un rincón del despacho casi totalmente ocupado por la presencia de uno de los jóvenes policías melenudos de la anterior visita y de un gigantesco inspector de más de cien quilos de peso, con doble bigote sobre la boca y entre las cejas.

—Se pasea usted desde muy temprano, huelebraguetas.

Sin contestarle se adueña Carvalho de su silla, la hace girar a derecha e izquierda y Biscuter recupera lentamente la confianza hasta el punto de dar un paso adelante y ponerse a su lado.

—Venimos a quitarle trabajo.

El silencio de Carvalho provoca el que los policías se miren entre sí. El veterano inclina la media tonelada de su tórax sobre la mesa con las manos apoyadas en los cantos.

—Ya todo está aclarado. Un macarrón ha confesado que a Jaumá le dieron el paseo por propasarse con una pupila. Él no ha sido, ni sabe quién ha sido porque es nuevo en el oficio. Pero se ha comentado mucho entre esa gentuza. El jefe nos ha dicho: decidle a ese huelebraguetas privado que se vaya de vacaciones. La policía está para algo.

—No hay que perder el tiempo.

Dijo el joven con una voz conciliadora.

—Si te dan ya la carne cortada, ¿por qué la vas a volver a cortar? Un día de éstos pescaremos al asesino por cualquier chorrada y ya está.

—Si usted sigue empeñado en buscar los tres pies al gato es o porque tiene mucha cara dura y quiere engordar la minuta de su cliente o porque es un vicioso del trabajo.

El mutismo de Carvalho parece acompañado de un grave ensimismamiento.

—¿Se quiere quedar con nosotros? No ha dicho ni los buenos días. ¿Tú le has oído los buenos días a este señor? —Si no quiere hablar, que no hable.

—Pues a mí me gustaría oírle la voz. Hablo para que se me conteste.

Aumentó la inclinación de la media tonelada de tórax hacia Carvalho y la silla giratoria se detuvo.

—Biscuter, ¿les has ofrecido algo de beber a estos señores? ¿Desean tomar algo? Es más fácil hablar con una copa en la mano.

—Bueno. Al fin habló. La cosa se anima; ¿ha entendido todo lo que le hemos dicho?

—Sí. Comprendo que a veces ustedes hacen cosas que no les gustan y que no saben muy bien por qué las hacen. Cumplen órdenes.

—Sí, señor. Eso es.

—Seguro que alguien está interesado en que el caso se cierre con la declaración de algún chulillo muerto de hambre con más miedo que vergüenza.

—¡Ah! ¿Conque ésas tenemos? ¿Usted cree que arrancamos las confesiones a punta de pistola o a hostia limpia?

—Hay quien sólo con entrar en comisaría ya se caga en los pantalones y firma hasta su propia orden de fusilamiento.

—¿De qué tiempos habla usted? Ahora la policía tiene otra formación. Yo mismo he estudiado métodos científicos para estudiar la conducta del delincuente sin brutalizarle. No le niego que antes se iba a hostia limpia, pero ahora las cosas han cambiado.

No parece muy complacido el veterano con la distancia crítica de su melenudo colega.

—A ver si te crees que vosotros habéis inventado la sopa de ajo. Un chorizo es un chorizo ahora y siempre, y siempre lo será.

—Hay gente que cambia.

Se encastilló el muchacho secundado por el comentario de Carvalho.

—Yo conozco varios casos.

Cabeceaba la mole policial rechazando estos argumentos.

—Como vayas por el mundo pensando así, desde luego poco lograrás en la vida y en esta profesión sólo conseguirás que te tomen el pelo.

—Observo una interesante discrepancia entre ustedes —opinó Carvalho con la voz neutra—. Por usted habla la experiencia, los muchos años de oficio.

—Veinticinco.

—Ya son años. Y por usted habla la técnica, que también tiene su valor.

—Yo no niego que se puedan aprender cosas científicas, ni mucho menos. Pero un chorizo es un chorizo, siempre lo ha sido y siempre lo será.

—¿Desean tomar algo?

—Muchas gracias, pero no son horas.

Calmado y cambiado el papel de policía agresivo por el de policía paternal, el Uzcudun de doble bigote sonrió a los presentes y se dirigió al chaval:

—Como sigas así se te van a escapar los chorizos hasta por debajo del brazo. Hay que ser desconfiado y así se previene y no es necesario curar. Mi padre era guardia civil en un pueblo en los años del hambre. Cada día se robaba. Gallinas. Trigo. Conejos. Patatas. Y cada día a quejarse a la guardia civil. Mi padre en cuanto cogía a un sospechoso, zas, le metía los dedos en la ranura de la puerta y catacrac hasta que cantaba. Claro que se cometió alguna injusticia y más de uno se quedó con la mano jodida sin haberse metido una gallina en el talego. Pero se dejaron de robar gallinas. Fíjense en lo que son las cosas.

Biscuter se apretaba las manos y cerraba los ojos como si le llegara del túnel del tiempo el dolor ajeno o como si temiera que de un momento a otro le quebraran las manos entre la jamba y la puerta.