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PEDRO PARRA opuso alguna resistencia.

—¿Pero tú crees que yo soy Tamames? Esos arbolitos son más espectaculares que científicos.

—Necesito una idea visual de las ramificaciones de la Petnay en España. No sólo a través de los consejos de administración de empresas filiales, sino de empresas para las que la Petnay es vital.

—Eso no puedo hacerlo de escondidas. Yo daré los datos a un grafista y bajo mi dirección te hará el arbolito. Tendrás que pagar al grafista.

—A ti te regalaré una tienda de campaña. —Que te den morcilla.

Después de llamar a Parra volvió a hacerlo al despacho.

—Sin novedad en el alcázar, jefe. No ha llamado el alemán.

Un día de retraso. Casi inconcebible. La vida hippy nos ha cambiado a Dieter Rhomberg, pensó Carvalho. Le apetecía desintoxicarse de diálogo y de sí mismo y eligió el camino de un cine donde proyectaban La noche se mueve. Después llegaría a casa con la suficiente relax como para guisarse algo trabajoso, lleno de estímulos y pequeñas dificultades. La película era una excelente muestra del cine negro americano con un Gene Hackman inmenso en el papel de un detective privado en la línea interiorizadora de Marlowe o Spade. Además Carvalho sentía una atracción especial por el erotismo grande y anguloso de Susan Clarke y recibió la propina de una rubia madura espléndida en su belleza espontánea de animal de fondo. Otro modelo de comportamiento a elegir. ¿A quién debo imitar? ¿A Bogart interpretando a Chandler? ¿A Alan Ladd en los personajes de Hammet? ¿Paul Newman en Harper? ¿Gene Hackman? En la soledad de su coche reptante por las laderas del Tibidabo, Carvalho asumía los tics de cada cual. La mirada húmeda de Bogart y el labio despectivo. La necesidad de Ladd de caminar lo más erguido posible para disimular tu escasa estatura, de ahí esa cabecita rubia siempre punzante, como tratando de tirar del cuello. El autoconvencimiento de la propia belleza de Newman. El cansancio vital de un hombre con cuernos y más de cien kilos de peso en el personaje de Hackman.

—Sin novedad en el alcázar, jefe. El alemán, ni mu.

—Si llama, que se ponga en contacto conmigo sea la hora que sea.

Ponerse a guisar un salmis de pato a la una de la madrugada es una de las locuras más hermosas que puede acometer un ser humano que no esté loco. En el horno se asa el pato joven deshaciendo sus propias grasas como en una cura de adelgazamiento y bronceado. Mientras, en la cazuela Carvalho obtenía la grasa de unos dados de tocino en la que rehogaba cebolla y champiñones, para añadir después vino blanco, sal, pimienta y un pedacito de trufa picada con parte de su propio coñac de conserva. Las trufas eran de Villores, en el Maestrazgo, y se las proporcionaba un gestor latinista que vivía solo unas casas más allá. Junto a la cocina, el gestor disponía de una habitación donde guardaba los tesoros que le traían de Villores sus familiares o que él mismo arramblaba en sus estancias quincenales. Si los caldeos creían que el mundo terminaba en las últimas montañas por ellos conocidas, el gestor Fuster creía sentimentalmente, con una fe de cristiano primitivo, que el mundo se acaba en Villores y que poblaciones próximas como Morella podían considerarse casi otros planetas habitados por gentes extrañas. Solitarios, bebedores y comedores, el gestor y Carvalho solían dedicar muchos domingos a la competencia gastronómica. Lo fuerte de Fuster era la paella de conejo sin apenas sofrito.

—Porque la cebolla ablanda el grano de arroz.

Cuando se alegraba, el gestor recitaba La guerra de las Galias. Carvalho dejaba pasar la tormenta latinista dedicado a reflexionar y secundaba a su compañero cuando dejaba el repertorio latino para cantar jotas de la raya entre Castellón y Aragón o canciones de Conchita Piquer.

Ojos verdes, verdes como la albahaca,

verdes como el trigo verde,

el verde verde limón.

Siete horas después de haber iniciado los guisos siempre quedaba algo que probar en casa del uno o del otro y ya de madrugada se retiraba Carvalho con la cabeza llena de historias del Maestrazgo y el gestor con un somero balance de los casos que Carvalho había seguido durante la semana.

El pato estaba asado. Separó Carvalho los muslos, las pechugas y las alas y desmenuzó las carnes restantes con inclusión de las delicadas vísceras. Unió el picadillo a los jugos huidos del pato y a un puñado de aceitunas sin hueso. Amalgamado el picadillo, lo mezcló con los dados de tocino, los champiñones y la poca trufa más unas cucharadas de pan rallado. Dejó cocer brevemente la mezcla y la arrojó sobre el pato dispuesto sobre una cazuela. El desguazado animal se balsamizó con los líquidos y conservó sobre sus tuestes una geografía de champiñones, tocino, aceitunas, miga de pan y picadillos de sus propias carnes internas y externas. Lo puso al fuego cinco minutos y gratinó en el horno la superficie del guiso durante otros tantos. Una sublime peste oscura de guiso profundo le asaltó la pituitaria cuando abrió el horno. Sintió esa necesidad de solidaridad o complicidad que se apodera de los cocineros amateurs cuando consideran que su obra está bien hecha. Las dos y media de la madrugada. No se lo piensa dos veces. Devuelve el guiso al agonizante calor del horno y salta los escalones que le separan del jardín empapado de relente. La noche ha puesto una campana de radical frescura y soledad sobre el pequeño pueblo como hecho para contemplar Barcelona hasta el mar por una parte y por la otra la peripecia de una Catalunya peregrina abriéndose paso a través del Valles hacia sus montañas sagradas. Corre los metros que le separan de la enorme torre dividida entre tres vecinos y que sólo habita el gestor durante todo el año. Tras cuatro llamadas, una luz de sobresalto precede la aparición de Fuster en lo alto de una terraza con balaustrada blanca. El sueño ha despeinado su barba rubia de chivo, su escaso pelo peinado con estrategia y ha inclinado la montura de sus gafas hasta el punto de que una varilla calza en la oreja, pero la otra busca desesperadamente el asidero de la oreja perdida.

—¡Vaya horas! ¿Un incendio?

—Un salmis de pato.

—¿Qué?

—He guisado un salmis de pato. El bicho no es muy grande, pero no me lo voy a comer solo.

—¡Si son las dos y media de la madrugada! —Un salmis de pato.

—¿Pato joven? —Un patito.

—¿De confianza?

—De absoluta confianza.

—Vete abriendo las botellas de vino que voy para allá.

O Carvalho regresó a su casa con excesiva lentitud o el gestor corrió empujado por el fresco húmedo y la resurrección del apetito, lo cierto es que, cuando se reunieron, Carvalho no había tenido tiempo de descorchar la botella de Montecillo. Dejó Fuster sobre la mesa de cocina un cestillo del que era portador, lleno de frutos secos de Villores, de miel sin refinar de Villores y unas extrañas pastas pertenecientes a la familia cultural de las pastas secas populares en cuya composición entra necesariamente el huevo y la almendra.

—Estas pastas las ha hecho mi cuñada. Son de Villores.

—Me lo temía.

—Después del pato, nada mejor que unas avellanas con miel y una pasta para acabar de empapar el guiso en el estómago.

Abre el gestor el horno y retira la fina nariz estremecida de placer mientras cierra los ojos.

—Te has superado a ti mismo.

Una ensalada de apio refresca las fauces de los dos hombres antes de lanzarse sobre el aromático salmis.

—Aquí hay una contribución fundamental de Villores. Le has puesto trufa.

—Sí.

—Eso no es ortodoxo. En el salmis no se pone trufa.

—Se pone lo que a uno le sale de los cojones del alma.

—Ah, bueno. Eso sí.

Dos vasitos de orujo frío trataron de abrir el muro de Berlín creado en el estómago de los comensales.

—Como este trou normand no surta efecto, esta noche va a dormir mi tía.

Se acaricia el gestor el estómago con ternura.

—Estás loco. Bueno. Estamos locos. Son las cuatro.

—Si quieres dormir bien, vomita. Lo importante es haber comido el plato. Digerirlo es completamente accesorio e inútil.

—Iré despacito a casa y si no me duermo en cinco minutos pensaré en la cocina de un restaurante de Londres donde hice de pinche cuando estudiaba y seguro que vomitaré. Casi me vienen ganas sólo con mencionarla. Gracias, Pepe. Has devuelto una noche a mi vida. La hubiera pasado tontamente durmiendo y la he llenado de vida.

Quan ve la nit i espandeix ses tenebres,

pocs animáls no cloen les palpebres

i los malalts creixen en llur dolor.

Mi paisano Ausias March no hubiera escrito estos versos de haber tenido un vecino como tú.

En soledad de nuevo, Carvalho nota como si los objetos se le acercaran, protegiéndole o asfixiándole.

—Biscuter. Ya sé que es una putada a estas horas, pero es importante. ¿No ha llamado?

—No ha llamado. No dormía, jefe. Para estar pendiente del teléfono me había puesto a leer un libro que usted tenía en el fondo de la estantería. Es muy triste pero lo paso bomba.

—¿Qué lees?

Corazón. Oiga, he leído un cuento que se parece mucho al serial de la tele, «Marco». Se parece, pero no es lo mismo. He llorado, jefe. ¿No se me nota en la voz? Luego otro. La historia del tamborcillo sardo, ¿la recuerda? Qué cabronada, jefe. Debía de ser un niño como el tambor del Bruch. Oiga, ¿verdad que el tambor del Bruch no muere?

—Mientras toca el tambor, no. Pero después se murió con toda seguridad.

—Ahora estoy en cuando se muere la madre de Garrone. Otra putada. Es muy bonito el libro, pero aquí se muere hasta el apuntador.