28

—NO. NINGUNA novedad.

Carvalho no quería compartir con la viuda Jaumá la anunciación de Rhomberg y al preguntarle si se había producido alguna novedad quería comprobar si Rhomberg también se había puesto en contacto con ella.

—¿Y usted?

—Por partes. Primero, ¿es cierto que su marido estaba últimamente más angustiado, preocupado?

—Pasaba de la exaltación a la depresión. Tenía miedo de todo y sobre todo temía que le bajaran los balances de año en año y su cotización en la empresa se viniera abajo. Siempre fueron temores infundados, autoprovocados. Últimamente estaba preocupado por la incidencia del cambio político en la economía. Decía: se avecinan tiempos más difíciles, la democracia es una fiesta cara. Tal vez se refiera usted a esto.

—He deducido que su marido no era lo que se dice un hombre seguro de sí mismo ni confiado. Por ejemplo, se sabe que recurría a asesores privados al margen de los técnicos de la empresa.

—Temía la batalla por el poder. No era del todo consciente de su propio valer. Gausachs, por ejemplo, le daba miedo. Decía que tenía mucha ambición y muchas influencias.

—Su marido recurría a un contable particular.

La risa reanimó las facciones asténicas de la viuda. La reprimió como si hubiera cometido una falta grave.

—Ah, sí. Era la manía Alemany.

—¿La manía Alemany?

—Alemany es casi una institución en la familia Jaumá. Los parientes de mi esposo son de Gerona y allí viven casi todos. Mi suegro también era abogado, pero intentó convertirse en industrial mucho antes de la guerra. Creo que fabricaba tapones de corcho. Cuando abrió oficinas en Barcelona recurrió a un contable entonces de mucho prestigio, Alemany. Era un contable talismán. Negocio en el que colaboraba, negocio que salía a flote. No les fue mal. Luego vino la guerra, Alemany tuvo que exiliarse porque había sido un dirigente del Centro de no sé qué, de dependientes creo. Mi suegro también se exilió, aunque por poco tiempo. No sé qué tiene que ver eso con un contable. También había tenido cargos en el Barcelona, en la época más politizada del club. En fin, Alemany se fue y los negocios no tiraron adelante. Volvió años después de acabar la guerra. Toda la familia le consultaba sus problemas económicos. Un viejo cascarrabias, irritado, antifranquista hasta el colapso cardiaco. Aún ejerce como contable y debe de tener todos los años de este mundo. No es como antes. Ahora lleva pequeñas cuentas de almacén. Con decirle que mis cuñados bajan a veces desde Gerona sólo para consultar con Alemany, está todo dicho.

—¿Y Antonio?

—Él también. Ironizaba mucho a costa del viejo, pero decía que era el cerebro contable mejor organizado que había conocido.

—¿Le consultó recientemente?

—Es posible. No lo sé.

—¿Cómo puedo localizar a Alemany?

—Le daré su dirección.

Se sentó la mujer ante un secreter inglés de ciento cincuenta mil pesetas y copió una dirección de la agenda telefónica. Vestía con una excesiva elegancia enlutada para cenar sola y los ojos maquillados restaban patetismo a la erosión de las ojeras. La pregunta de Carvalho la paró en mitad de la habitación como si hubiera tropezado con una no visible cortina de cristal.

—¿Le ha dejado el riñón bien cubierto su marido?

—He cobrado dos seguros bastante buenos y la Petnay me pasa una pensión hoy aceptable. Dentro de unos años, veremos. He de hacer algo con el dinero del seguro y no sé qué hacer. Lo he dejado en manos de Fontanillas, pero dice que son malos tiempos para invertir nada. Nadie invierte. Todo el mundo espera ver qué pasa políticamente.

—En manos de Fontanillas. ¿Por qué no de Argemí?

—Fontanillas se dedica bastante a esto. Argemí tiene una industria estupenda, pero no es un financiero en el sentido estricto de la palabra. Tengo cuatro hijos, señor Carvalho, y todos en la edad en que más gastan.

—¿Cómo han encajado los niños la muerte del padre?

—Primero con mucha tristeza. Luego los dos niños se han recuperado. Las dos niñas, en cambio, le añoran mucho. Es natural.

—¿Y usted?

—¿Qué le parece?

—No me parece nada. Por eso se lo pregunto. Recuerdo una canción francesa que dice más o menos; aunque te quiero mucho y seamos del mismo partido político, si un día te vas me quedará más tiempo para leer y recuperarme a mí misma.

—No tiene ninguna gracia.

—Es la segunda vez que me lo dicen en un día.

—Antonio era muy asfixiante, muy absorbente. Egocéntrico. Por una parte llegaba a exasperar, pero por otra llenaba mucho mi vida. Primero me crispaba su locuacidad, su erotismo maniático, puramente verbal…

—Puramente verbal.

—Sí. Así lo creí siempre, y si no fue verbal, me da lo mismo. Se desfogaba hablando y a mí me dejaba tranquila. Llegué a acostumbrarme, aunque a veces no podía soportar que dijera tantas barbaridades en público.

—Según usted, ¿por qué le mataron?

—Alguna venganza. Todo ese mundo de los negocios está lleno de gangsters, de advenedizos sin la sensibilidad de Antonio o de Fontanillas o Argemí. Vosotros sois excepciones, les digo siempre. El mismo Antonio a veces me señalaba a éste o a aquél, en las fiestas, los cócteles y cosas así, y me decía: ése es capaz de matar a su padre por cinco duros o aquél es un cerdo o un criminal. Antonio era un ejecutivo muy agresivo. Siempre bromeaba sobre eso. Se miraba en el espejo mientras se afeitaba y decía: soy un ejecutivo agresivo, aggggg y gruñía como el león de la Metro.

Ríe y llora la viuda Jaumá. A Carvalho le excita ese pecho hundido y esas caderas amplias de madre fecunda, la cara de solterona castellana con mantilla siguiendo los pasos de Hernández y Berruguete en la procesión de Semana Santa de Valladolid.

—¿Era celoso su marido?

—Mucho.

—¿Con motivos?

—Yo no soy una maniática sexual. Llevo una casa, cuatro hijos y todo muy de cerca, de muy cerca, porque él no me ayudaba en nada en estas cuestiones. Nunca me quedó el tiempo suficiente como para irme por ahí de picos pardos.

—¿No conservó amigos de juventud?

—Mis amigos eran los de Antonio. Salí de Valladolid siendo casi una niña. Siempre estuve aquí y allá por la profesión de papá.

—¿Entre los amigos de Jaumá ninguno le hizo proposiciones?

—¿Adónde quiere ir a parar? ¿A un crimen pasional? ¿Usted se imagina a Vilaseca haciéndome proposiciones? Levanta planes en cada esquina. O a Biedma. ¿Se imagina a Biedma insinuándoseme?

—Puedo imaginármelo perfectamente. —Tiene usted mucha imaginación.

Alarmada, Concha Hijar desea que la entrevista termine. Mira el reloj francés estilo Imperio y corta en los labios la exclamación es hora de cenar porque teme que Carvalho le acepte la invitación.

—Es tarde. He de ayudar a Vera a hacer sus deberes.

—Me voy.

—¿Ha descubierto usted algo?

—Tengo muchas sugerencias ante mí. Incluso una pequeña puerta en el muro. Ha sido un día terrible. Parezco un encuestador que trabajase a destajo. He visto a demasiada gente. Gausachs. Fontanillas. Biedma. Vilaseca. Dorronsoro. Usted. ¡Ah! Y Argemí. Olvidaba al increíble Argemí.

—¿Increíble? A mí me parece el más normalito de todos.

—Sinceramente, ¿qué opina usted de los amigos de su marido?

—Me recuerdan un poema de Gabriela Mistral que me enseñaron las monjas. Tres niñas juegan a imaginar el futuro. Las tres quieren ser reinas.