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EN UN PISO sólidamente moderno situado en una parte de la ciudad lo suficientemente alta como para quedar más allá del bien y del mal de la presión demográfica y lo suficientemente céntrica como para poder ir a pie a algún que otro cine de arte y ensayo y a algún que otro restaurante para minorías dé la cultura discretamente acomodadas, vivía Juan Dorronsoro, el menor de una familia literaria encabezada por un poeta, figurante ya en un setenta y tres por ciento de las antologías internacionales sobre poesía española y secundada por Pedro Dorronsoro, el novelista español más internacional, mencionado incluso en un telefilm americano de la serie «Mannix».

—¿A quién lees?

—Acabo de leer a Hemingway y ahora leo a Pedro Dorronsoro, un novelista muy interesante.

Sin la representatividad socio cultural de su hermano mayor y sin el crédito internacional del otro, la obra de Juan avanzaba lenta y segura a través de tres únicas novelas con más éxito de crítica que de público. Escritor de diez líneas diarias, vivía en función de su escritura dentro de un tiempo propio, medido por un reloj hecho a su medida y en un espacio físico limitado en el presente, inmerso en el desván de una memoria fotográfica lo suficientemente falsificadora para ser novelística y no delinquir contra la obligación del olvido. Facciones de joven duque con ganglios infantiles y vivo retrato de su madre, según describen a los jóvenes duques en las novelas en que contraen pasiones imposibles y fiebres tropicales. Y bajo la delicadeza de facciones diríase que intocadas desde la pubertad, la pasión del escritor racional dispuesto a dejar testimonio de la mediocridad colectiva de la ciudad franquista, contemplada desde discretas almenas de marfil sintético. Batín de seda sobre un jersey de lana fina, zapatillas de piel, cultura por las paredes y sobre las mesas por donde se desparramaban libros, cuartillas, ficheros y la mirada del escritor cuando divagaba entre línea y línea. Y esa luz tenue de despacho de escritor serio, donde sin permiso sólo entra el sol pero racionado por filtros que impidan a la luz sustituir la capacidad del escritor de reinventar la realidad.

—Poco puedo decirle. Mi única relación con Jaumá era muy desigual. Él hablaba y yo escuchaba. Yo escribía y él me leía. Era un personaje agradecido: histriónico, inteligente, rico. Pero peligroso. Es de esos personajes que acaban haciéndose simpático al lector sin que se entere el escritor.

—¿Y eso es malo?

—Malo por todos los lados. Si su simpatía se la debe al escritor, quiere decir que éste ha tomado un partido personalista inadmisible. Y si su simpatía aparece pese al escritor, quiere decir que éste no ha controlado la obra, su equilibrio interno.

—Para usted sólo era un personaje.

—Últimamente sí. He reducido mi cupo de receptibilidad para seres humanos de carne y hueso: los más allegados. Los demás son personajes. En el pasado Jaumá era para mí otra cosa. Ahora es un personaje.

—¿Y su final?

—Inadecuado. Parece de novela erótica española de los años veinte, de Pedro de Répide, Álvaro de Retana o López de Hoyos. Me recuerda el final de El buscador de lujuria de Retana. El aristócrata vicioso muere apuñalado sobre un montón de basura después de haber practicado todas las aberraciones de este mundo por orden alfabético.

—¿Qué final le hubiera puesto usted?

—Un Jaumá viejo, de setenta años. Se dedica a ir al cine todas las tardes a ver si puede meterle mano a una adolescente. Sale en los diarios. Su hijo mayor le pega una bofetada y el viejo se va al zoológico a ver cómo se la pelan los monos.

—¿La realidad de su muerte?

—Su muerte ha sido real.

—Me refiero a las causas reales de su muerte.

—Ha muerto de causas reales. De un tiro, creo.

—Pero ese tiro lo disparó alguien.

—Eso ya es novela policiaca, y yo trato de alejarme cuanto puedo de la literatura naturalista. Ahora, si quiere jugar a detective, reparta los papeles con equidad. ¿Quiere ser usted Philip Marlowe? Yo quiero ser Sherlock Holmes. Sin guasa. De nada puedo servirle. Los otros amigos son capaces incluso de ayudarle a imaginar las causas reales de la muerte de Jaumá. Yo tengo que imaginar otras cosas, muchas cosas. Mi trabajo consiste precisamente en imaginar, pero dentro de una lógica propia, dentro de mi discurso narrativo. Lo de Jaumá es un accidente triste que me afligió mucho, créalo, cuando se produjo. Pero ahora me parece que seguir pendiente de él es como secundar la polémica sobre el sexo de los ángeles o sobre si Cassius Clay hubiera vencido a Rocky Marciano.

La audiencia ha terminado. Dorronsoro ha descruzado las piernas y ha preparado el cuerpo para levantarse y acompañar educadamente a Carvalho hasta la puerta. El detective no se da por aludido. El escritor vacila y recupera una posición más expectante. Mira hacia la nada para evitar que Carvalho vea la impaciencia en sus ojos y como distraídamente abre un libro sobre la mesa y se asoma a las páginas abiertas. En un espacio libre enmarcado entre estanterías cuelga una escopeta de caza evidentemente bien cuidada.

—¿Es usted cazador?

—Sí.

—¿Buen cazador?

—Según de qué. Tiro bien a la perdiz. Mal a los conejos.

—¿Nunca caza mayor?

—Aprendí a cazar en el Maresme, por los montes bajos de San Vicente de Montalt o de Arenys de Munt. Allí no hay caza mayor.

—A ustedes los intelectuales les molesta la violencia.

—Pero no la agresividad. Somos agresivos como todos y cazar me libera de agresividad, me permite contemplar la agresividad ajena como un espectáculo y describirla.

—Pero usted mata.

—Cazo.

—Mata.

—Matar es otra cosa. Es degollar un pollo en un corral, fusilar, pegarle un hachazo a un vecino. En la caza hay reglas del juego.

—Que impone el cazador a un animal sin herramientas de defensa.

—¿Preferiría usted que las perdices llevaran escopetas? La caza tiene una justicia estética y por lo tanto una moral. Pero usted es un puritano. Yo amo a los animales. Siento pasión por los perros. Si quiere, luego le presentaré a mis perros. Despierta usted mi compleja de culpa y me hace sentir un criminal. Si seguimos así le confesaré que maté a Jaumá con esa escopeta.

—¿Por qué motivo?

—Porque no le gustó mi última novela, por ejemplo. Ahora es el novelista el que no quiere deshacer la reunión y estudia a Carvalho como un posible personaje.

—¿Usted no ha matado nunca?

—Sí, he matado.

—¿Animales?

—Personas.

—¿Ha formado usted parte de algún piquete de fusilamiento? ¿Ha sido usted verdugo? Porque no tiene edad para haber hecho la guerra.

—He sido agente secreto de la CIA.

—Esto se anima. ¿Agente doble?

—Triple.

—Son los mejores. ¿Ha matado usted a mano o a máquina?

—Sé matar a mano. En el cuerpo humano hay veinticinco puntos mortales al alcance de una mano enemiga. Pero preferentemente he matado a máquina.

—¿A chinos? ¿A soviéticos? ¿A coreanos? ¿A vietnamitas?

—De todo un poco.

—¿Con esas manos?

Carvalho se las acerca y el escritor las contempla con un pánico que quiere ser cómico.

—No me parecen nada del otro mundo.

—Últimamente no mato.

—Si no practica va a perder facultades.

Ahora sí ha terminado la audiencia. Dorronsoro se ha levantado y abre camino para la retirada de Carvalho. Se levanta el detective, va hacia la escopeta, la descuelga, la examina, se la calza sobre el hombro y apunta hacia un escritor al borde de la cólera.

—No tiene ninguna gracia.