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VILASECA se consideró indispensable para acompañar a Carvalho en su visita a Argemí. La muchacha los esperaba a la salida del restaurante semisentada en uno de los coches aparcados sobre el paseo central. Indolentemente los siguió y ya en el coche, cuando se enteró de los planes próximos, empezó a oponer obstáculos, primero con una cierta discreción pero ante las contestaciones evasivas de Vilaseca acabó gritando y exigiendo que la dejasen bajar del coche.

—Cambia de papel. Deja ya el papel de niña mal criada de buena familia y recita algo bueno. Por ejemplo, el diálogo de Gloria Grahame con Glenn Ford en Sobornados. Te pareces a Gloria Grahame, te lo he dicho cien veces. ¿Recuerda a la Grahame, Carvalho? Nació con la mirada más hermosa de este mundo, equívoca, tierna, lasciva. Tenía la expresión necesaria para sostener un diálogo inteligente. Te pareces mucho a la Grahame, Ana, en serio.

—Quiero irme. No soporto a tus amigos. No soporto el que os paséis cinco horas recordando majaderías que os hacen reír sólo a vosotros, sólo a vosotros. Yo me aburro. Sois aburridos.

—¡Pare, Carvalho!

Arrimó el coche a la hilera de los aparcados y aún finalizaba la maniobra cuando ya Vilaseca había saltado, abría la portezuela del asiento trasero e instaba a la muchacha:

—Baja. Vete ya a parir panteras. Tienes el día.

Bajó la chica con todo el empaque posible y al pasar ante Vilaseca dijo sin mirarle:

—Te espero en Zeleste a las once.

—Yo estaré en casa dentro de dos horas.

—Yo no.

—¿Adónde vas?

—Es cosa mía.

—Carvalho, lo he pensado mejor; no voy a ver a Argemí. Por favor, dígale que le llamaré uno de estos días. Tengo proyectos interesantísimos.

Se agachó más para que solamente Carvalho oyera sus palabras:

—Disculpe si no le acompaño. Es como una niña. He abusado un poco y he cargado el día de situaciones que a ella ni le van ni le vienen. Si alguna vez me necesita no tiene más que llamarme. Ha de cuidarse el pelo, caramba. Esas entradas. Yo estaba al borde de la calva y fui al médico a tiempo. ¿Sabe cuál era el problema? Nervioso. Vida doméstica. Consecuencia: calvo y gordo. Acabé con la vida doméstica y ya ve usted. Llámeme. No lo olvide.

La generosa disposición personal de Vilaseca era conmovedora. Por el retrovisor vio cómo el cineasta descomponía el gesto de comandante USA despidiendo al comando suicida y adoptaba la gesticulación del amante interesado por la congoja de la muchacha. Carvalho exploró con dos dedos en uve las supuestas entradas y se mesó el cabello por si había disminuido su consistencia.

—Cosas de este loco.

El mismo comentario que Carvalho había hecho en el coche apareció en labios de Argemí cuando le hizo un resumen del encuentro con Vilaseca. Bajo, de espaldas anchas, con vigor en un pelo negro donde apuntaba el gris, mirada falsamente dormida tras un fondo de pozo de dioptrías, lento al explicarse con una voz sin duda temible en los momentos de enfado, Argemí aparecía siempre como sorprendido entre dos sueños, nunca recuperado de la cólera de despertarse o de la cólera de estar a punto de dormirse. A esta impresión contribuía el achicamiento de los ojos tras las rejas de lentes espesos y la morosidad de movimientos y dialéctica.

—Vengo sólo a firmar.

Dijo y comprobó por encima de las gafas el efecto que sus palabras producían en Carvalho. Se rio para arrastrar la risa de Carvalho y consiguió una sonrisa de solidaridad. Con una gruesa estilográfica sin duda carísima iba firmando los papeles que le sustituía una secretaria joven, pulcra, recatada, virgen como deben ser las secretarias de las empresas de yogur, producto al que se asocian ideas de pureza e inocencia sólo aplicables a las carnes de los niños que aún no han hecho la primera comunión. Porque es blanco, porque se recomienda a los enfermos y porque es barato, el yogur es como la violeta de los alimentos. La mano firmante mostraba parte de la selva pilosa que Argemí escondía a lo largo y ancho de su cuerpo de hombre-lobo traicionado por una carita de niño con gafas. El marco merecía ser el despacho de unas granjas para señoras desocupadas en la era de la pérgola y el tenis. Rosas las paredes forradas de raso, blanco el techo levemente estucado y pendiente del cuadrado de una lámpara cenital de cristal grabado con el vuelo de unos pájaros opacos. También grabado el cristal que respaldaba un mueble bar al que sólo faltaba la presencia de Ella Rames con los hombros desnudos y los ojos vaselinados ofreciendo un martini al oficial de la RAF a punto de partir para morir en el bombardeo de Dresde. O tal vez encajaría mejor Gene Tierney ofreciendo un manhatan y pidiendo la protección del oficial de la Navy a punto de irse a la conquista de Alemania y volver con el mundo entero bajo el brazo, como si lo hubiera ganado en el tiro al blanco de una barraca de feria. Suelo de parket de roble sólido como los zapatos ingleses con mucho tacón que Argemí enseñaba enmarcados en la doble falda de una grave mesa acajonada doblemente y dejando en el centro un vacío teatral en el que las piernas de Argemí constituían el único espectáculo.

Cerró la pluma como si fuera de cristal, enarcó las cejas con el suficiente esfuerzo como para mantenerlas en alto una temporada.

—Bien. Usted dirá. Supongo que no habrá venido sólo para contarme cosas del loco de Vilaseca. Bueno loco, loco… Otra vez la risa personal y transferible.

—Ya me gustaría vivir como ese loco… Vive de puta madre, ¡de puta madre!

Se envainó una mano con la otra, hundió su cabeza en el pecho como para concentrarse más en el personaje que tenía delante y le alentó:

—Dígame, dígame.

—Usted parece haber sido uno de los compañeros de juventud que más siguió relacionándose con Jaumá.

—Tal como lo dice debo entender que ya no me considera joven.

—Ya no tan joven.

—Así está mejor.

De nuevo la propuesta de risa.

—He vuelto a abrir el caso y quisiera qué usted me contara cosas que me inciten a mantenerlo abierto. Es decir, cosas que hagan viable la sospecha de que Jaumá no fue asesinado como pretende la explicación oficial.

Suspiro lento. Meditación lenta. Movimientos lentos en búsqueda de la retaguardia del sillón con orejeras, lento descanso de la cabeza en una orejera, lento regreso a la posición inicial.

—Nada me permite ayudarle. Todo lo que sé sobre Jaumá se lo conté a la policía y todo lo que sé y puedo contar hace perfectamente lógico el desgraciado final de Jaumá. Yo le conocía mucho, mucho…

Sacó un Davidoff especial de una caja de tabaco inglesa con humidor marca Dunhill. Con una ligera tea de madera de cedro calentó meticulosamente una punta del puro y cuando quedaron prendidos los cantos lo agitó continuamente entre dos dedos hasta conseguir un encendido total. Luego cortó la otra punta con un cortapuros de plata y succionó una compacta masa de humo.

—Por favor.

Dijo de pronto como molesto consigo mismo por un imperdonable olvido, y tendió a Carvalho la caja de los Davidoff. El detective estaba seguro de que la maniobra había sido estudiada y de que era un test para comprobar hasta qué punto Carvalho se sentía atraído por el tabaco de calité. Los ojos de Carvalho no habían abandonado el Davidoff desde que apareciera en la mano de Argemí como brotó la manzana en la mano de Eva. Con complacencia evidente Argemí observó que Carvalho repetía el encendido ritualesco, y cuando los dos Davidoff quedaron con las perfectas ascuas enfrentadas un vínculo de connaisseurs se había establecido entre el empresario y el detective. Se palmeó Argemí una leve tripita de animal lujoso.

—Jaumá no fumaba.

—Pero comía y bebía.

—¡Y jodia! ¡Y jodia! ¡No lo olvide! ¡Y jodia!

Risas y humos salían de la boca semicerrada de Argemí mientras recalcaba su aseveración con el cuerpo volcado hacia Carvalho y el puro pugnativo en primer término.

—Viajábamos mucho. A veces solos. A veces con nuestras respectivas esposas. Viajar ayuda a conocer a las personas. Yo puedo decir mucho, pero es que mucho, sobre la obsesión erótica de Jaumá. Entre otras cosas porque la comparto.

—¿Por qué viajaban tanto juntos?

—Digamos que a veces por afinidad y otras por negocios. Hay aspectos complementarios entre los negocios de Jaumá y el mío. Determinados productos de los que me abastece la Petnay a través de la filial equis, ¿comprende?

—¿Corrobora usted la impresión de que últimamente Jaumá estaba especialmente deprimido, casi angustiado?

—En absoluto. De ninguna manera. Pasaba de la depresión a la euforia con facilidad. Pero últimamente no capté en él ningún cambio revelador de nada. ¿Quién le ha hablado de las depresiones de Jaumá?

—Núñez, Vilaseca, Biedma.

—El ala izquierda, vamos. Ésos siempre tienen muchas ganas de demostrar que Jaumá, yo o Fontanillas nos hemos equivocado en la elección de sistema de vida.

—¿Se han equivocado?

Levantó el Davidoff como si fuera un cáliz a punto de consagración y con la cabeza indicó el Davidoff que Carvalho estaba fumando.

—¿Usted cree que me he equivocado de sistema de vida?