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NADA QUE oponer a la sensación de ligereza y flotabilidad con que Carvalho salió del taller de ejecutivos descompuestos. Parecía como si sus poros realmente absorbieran más y mejor el aire y cuando empezó a escalar el despacho del laboralista Biedma las piernas tenían alguna razón secreta para llegar cuanto antes. En la recepción un grupo de obreros escuchaba explicaciones sobre algo que había ocurrido aquella mañana en Magistratura de Trabajo. Una secretaria escribía a máquina en una esquina bajo un póster de la revolución portuguesa: un niño tiende la mano para coger el clavel que asoma de un fusil. Coge el fusil y deja la flor, piensa Carvalho, de lo contrario un día te pegarán un tiro y descubrirás con sorpresa que el clavel era una bala. Lo que discuten los obreros es el cierre de una sección de una fábrica de sanitarios. Un piso del Ensanche con mosaicos historiados, cegada chimenea de alabastro, portones de madera repujada sobre los que se ha colocado una capa de laca azul y en el mar de laca se abre un rectángulo que ocupa casi enteramente Biedma, alto, sólido, con los ojos grandes muy abiertos sobre un rostro cilíndrico. Los obreros callan y le saludan con el mismo respeto que si fuera un médico. Se sumerge Carvalho en el mar de laca azul y a sus espaldas queda Biedma intercambiando información con los contertulios. Un despacho eficaz lleno de muebles de oficina de los años cuarenta muy parecidos a los que llenan la oficina de Carvalho: archivo de madera con persiana, librería acristalada, dos butacas forradas de hule raído en el cular y en las acodaderas. Sobre la mesa un cierto desorden que parece perder importancia cuando se sienta Biedma con suavidad, fija los codos como si sus brazos fueran arquitrabes para el cuerpo y con la voz lenta, honda y joven perpetúa la sensación de templanza que brota de su cara, sólo traicionada de vez en cuando por un tic de ojos fruncidos y en fuga buscando algún punto inexistente hacia el noreste.

—Acabo de tomar una sauna en compañía de Fontanillas.

Se ríe Biedma.

—¿Gratis? ¿Le ha salido gratis?

—No le he preguntado si le debía algo.

—Le enviará factura.

Volvió a reír Biedma y sus facciones de primo hermano de Luis XV se aniñaron.

—Siempre ha sido igual. Cuando estudiábamos necesitábamos dinero. Ninguno de nosotros pertenecía a familias con mucho dinero. Tal vez Vilaseca, porque su padre era notario. Los demás temamos que ingeniárnoslas para sacar algún dinero: clases particulares, ventas de libros a domicilio. No es que nos faltara lo fundamental. Era para «los gastos». Quién más quién menos ejercía funciones de mercader digno. Fontanillas era un caso. Se iba hacia los grupos de las chicas de Filosofía y Letras y les vénula medias de nailon, perfumes franceses de contrabando. Llegó a hacerse coser dos cintas en el forro de la chaqueta, se la desabrochaba, la abría y enseñaba todo un muestrario de relojes, mecheros, medias. Pregonaba su mercancía por el patio: ¡relojes, mecheros, quién compra!

—Ahora es rico.

—Riquísimo.

—Y usted no.

—No.

—Pero usted irá al cielo y él seguramente tendrá que pasar una temporada en el purgatorio.

—Pienso en ello continuamente.

—¿Por qué es usted tan rojo?

En la sospecha de la burla, Biedma se olvidó por un momento del tic y estudió la sorna desarmada que había en los ojos de Carvalho.

—Porque soy fiel a mi propia lógica. Todos tuvimos iniciaciones políticas similares. Allí donde ve usted a Fontanillas o a Argemí, también ellos se han jugado el tipo y han impreso o distribuido propaganda. Han montado «seminarios de marxismo», sí, tal como se lo digo. Yo debo a Fontanillas la primera explicación sobre la ley de la oferta y la demanda. Siempre era el primero en enterarse de todo, el primero en utilizarlo y el primero en olvidarlo. Todos mis amigos o abandonaron a tiempo la lógica política o se quedaron anclados, como Núñez, fiel para toda la vida a un partido en otro tiempo revolucionario y hoy francamente reformista, fiel porque está casado con el partido o no quiere renunciar a los votos sentimentales que hizo casi treinta años atrás. ¡Treinta años! Casi, casi. Yo fui fiel a la lógica que liga la acción política con la voluntad real de cambiar la historia en un sentido progresivo y con la mayor aceleración posible, sin caer en un pactismo en el que las coartadas doctrinales no consiguen disimular la impotencia revolucionaria.

—No es usted el único «rojo». También Vilaseca parece ser muy revolucionario.

—Bah. Ése es un esnob. Un inteligentísimo esnob. Ahora ha descubierto la anarquía después de haber pasado por toda la fauna ultraizquierdista. Yo soy lo que era en 1950 aplicado a las necesidades históricas de 1977: un marxista leninista.

—Para usted Argemí, Fontanillas o Jaumá son algo así como dulces traidores, Núñez un anquilosado y Vilaseca un esnob. Se lo ha puesto muy fácil para sí mismo.

—Yo no diría que Argemí, Fontanillas o Jaumá traicionaran algo. Simplemente fueron consecuentes con su origen e interés social y volvieron al seno de la burguesía para hacerse un lugar, el mejor posible. Núñez utiliza la militancia para no ser totalmente un fuera de juego y Vilaseca es un curioso, un chafardero de la Historia y la Política.

—¿Y Dorronsoro?

—Es un escritor, un artista, y a ésos hay que dejarlos a su aire siempre y cuando no sean totalmente regresivos.

—Jaumá ha muerto. ¿Por qué ha muerto Jaumá?

Una niebla, resultado de posibles evaporaciones de lágrimas ocultas, apareció en los ojos de Biedma. Bajó la cabeza.

—Es como si nos hubieran mutilado. Como si a mí me hubieran mutilado. Un hombre que era la vivacidad misma. No había cambiado, seguía siendo el mismo. Erotómano. Enloquecido. Afectivo.

Se ensimismó con la vista fija en un montón de ejemplares de una publicación ciclostilada titulada Papeles Rojos.

No a la monarquía fascista

y al continuismo oligárquico.

—Cenamos pocos días antes de su muerte. Él acababa de volver de un viaje a San Francisco y quiso que yo le informara sobre la situación laboral ante la previsible legalización de todas las centrales sindicales.

—¿Le daba usted consejos sobre cómo tratar a los líderes de sus empresas?

—Yo no soy un asesor de empresarios, señor Carvalho. Con Jaumá siempre me he limitado a darle mi versión política del momento, no le he dado consejos para que engañara a la clase obrera, sino para que no se engañara a sí mismo.

—¿Tiene usted ideas propias sobre su muerte?

—En un primer momento di por buena la explicación policial y aún ahora no tengo suficientes elementos como para darla por mala. Usted, según parece, sí.

—No. Yo estaba tranquilo en mi casa siguiendo a adúlteras y a adolescentes sensibles escapados de casa. De pronto me encargan que demuestre que la explicación oficial sobre el asesinato de Jaumá no explica nada. En eso estoy. Soy un profesional y mis motivaciones son rigurosamente económicas, aunque conociera hace años a Jaumá en Estados Unidos. Nos vimos durante tres días. Hicimos un viaje juntos por el desierto de Mohave, desde Los Ángeles a Las Vegas. La última vez que le vi estaba jugando a la ruleta en el Caesar de Las Vegas. Yo traté de despedirme varias veces y él no levantaba la vista del tapete. Aproveché un despegue de sus ojos para hacerle un signo de despedida desde la otra punta de la mesa. Ni siquiera sé si me vio.

—Él, que era un hombre de orden, tenía un hobby apasionado y peligroso: el juego. Yo que soy un hombre de desorden tengo un hobby decadentemente sereno y reposado.

—Toca el violín.

—No. El arte. Soy un auténtico especialista en pintores de segunda. ¿Sabe usted lo que muchas veces separa a un pintor de segunda de un pintor de primera?

—No.

—Nada. Absolutamente nada. La historia del arte, y supongo que también la historia de la literatura, están llenas de amargas injusticias. Una época consagra valores y los transmite en bloque a la siguiente. Jamás se revisa si fue injusta la clasificación originaria. En el taller de Velázquez había al menos dos discípulos que pintaban como él. Vea.

Se levantó como un príncipe lento para acercarse a la estantería. Al abrirla enseñó su interior lleno de cajas metálicas iguales. Eran maletines clasificadores de diapositivas. Sacó varias transparencias de una de las cajas y llevó hasta la mesa un visualizador.

—Mire por aquí. ¿Qué ve?

—Un cuadro. Muchachas refrescándose los pies en un riachuelo.

—¿De quién diría que es el cuadro?

—Parece de un holandés.

—Excelente. Siga.

—¿Rembrandt?

—Pues no.

Con la satisfacción de sus tesis comprobadas, Biedma dio la vuelta a la mesa y se instaló más que se sentó, determinado a proseguir la exposición de sus teorías.

—Es de Lucas Paulus, un discípulo de Rembrandt. Tenía que ver el cuadro. No figura en ninguna pinacoteca importante. Forma parte del tesoro de una iglesia flamenca de mala muerte. Tendría usted que ver el cuadro. Si llevara la firma de Rembrandt hoy figuraría en todos los tratados de arte. Mire esta otra.

—Lo siento, señor Biedma. Tengo un día apretado y repartido entre amigos suyos. Ahora voy a por Vilaseca y usted aún no me ha contestado a una pregunta que me interesa. En sus últimos encuentros ¿reveló Jaumá alguna preocupación especial, nueva?

—Quería dimitir. Encontrar otro trabajo antes de cumplir cincuenta años. Su tono era muy dramático al principio. Me lo dijo en el transcurso de la última cena. Luego la conversación se hizo más burlona. Acabó riéndose de sí mismo y recitando a Santa Teresa: «Vivo sin vivir en mí», etc., etc., para concluir con su frase preferida.

—¿Qué frase?

—La soledad del manager.